En este extracto de su nuevo libro, en el que hace una crónica de los jefes de la CIA estadounidense, Chris Whipple muestra por qué la respuesta de ese país ante el ataque ruso en la elección presidencial de 2016 se vio entorpecida por el obstruccionismo republicano y por el riesgo de una escalada.
LA LABOR DEL DIRECTOR DE LA CIA es identificar y hacer sonar la alarma si percibe riesgos para la seguridad de Estados Unidos, además de “servir como el honesto intermediario de inteligencia del presidente”, de acuerdo con Chris Whipple, exitoso autor de The Gatekeepers (Los guardianes, sin traducción al español). En una época en la que las preocupaciones por la interferencia extranjera en las elecciones estadounidenses son mayores que nunca, esa parte del trabajo es particularmente importante y, sin embargo, el puesto carece inherentemente de transparencia. En su nuevo libro, The Spymasters: How the CIA Directors Shape History and the Future (Los amos del espionaje: cómo los directores de la CIA dan forma a la historia y al futuro, sin traducción al español, a publicarse en septiembre por Scribner), Whipple arroja una luz sobre la relación entre los directores y los presidentes a los que sirvieron. Las extensas entrevistas de Whipple con los directores de la comunidad estadounidense de inteligencia, desde la década de 1960 hasta el presente, nos ilustran sobre las decisiones críticas en relación con hechos como el 11/9, la guerra con drones y la etapa previa a la pandemia del coronavirus. En este extracto, Whipple explora el descubrimiento inicial de la interferencia de Rusia en la elección presidencial de 2016 y los cálculos que se hicieron para moderar la respuesta estadounidense ante la amenaza de un ataque ruso. El temor: que una respuesta intransigente pudiera abrir las puertas a todavía más ciberataques contra Estados Unidos, lo que hubiera desatado un caos mayor.
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En su oficina del séptimo piso, con vista al boscoso campus de Langley, Virginia, John Brennan se sentó ante una mesa de conferencias, inclinado frente a su computadora portátil. Era la medianoche del 2 de agosto de 2016, y el director de la CIA estaba rodeado de despojos: carpetas negras, blocs blancos, un tazón de sopa fría. No era raro que él estuviera allí a todas horas, devorando informes de inteligencia; en más de tres años al mando del organismo de espionaje más poderoso del mundo, Brennan solía trabajar hasta bien entrada la noche, tratando de hallar pistas sobre algún inminente ataque terrorista. Pero nunca había visto nada como la amenaza que ahora enfrentaba.
Los ataques del 11/9 habían sido precedidos por una cacofonía de advertencias, “luces rojas de alerta”. Pero este riesgo, surgido en el verano de 2016, era distinto; se parecía más a una amenaza de tormenta. “Cuando eres director de la CIA, siempre hay muchas nubes por ahí”, recuerda Brennan. “Miras hacia fuera, y en ocasiones están lejos y se están formando. Y tú buscas los datos meteorológicos. Y en ocasiones existe ese dato urgente de inteligencia que dice: ‘Mañana habrá un ataque’. Otras veces, te das cuenta de que algo sucede”.
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Algo ominoso había estado sucediendo durante todo 2016, gran parte de ello, a plena luz del día. En marzo, el GRU, que es el organismo ruso de inteligencia, comenzó a acceder ilegalmente a las cuentas de correo electrónico de los funcionarios de la campaña de Clinton, entre ellas, la de su presidente John Podesta. En el mes siguiente, piratas informáticos relacionados con Rusia irrumpieron en el sitio web del Comité Nacional Demócrata (DNC, por sus siglas en inglés); una gran cantidad de correos electrónicos robados fue publicada la víspera de la Convención Nacional Demócrata. Igualmente preocupante fue la conducta del futuro candidato republicano, Donald Trump, quien parecía hacer eco de los argumentos de Moscú. Miembros de su personal de campaña habían estado en contacto con funcionarios relacionados con la inteligencia rusa. Luego, en julio de 2016, Trump desafió descaradamente a Moscú para que accediera ilegalmente a los correos electrónicos de Clinton: “Rusia, si estás escuchando, espero que puedas hallar los 30,000 correos electrónicos que faltan”. Ese mismo día, los rusos hicieron su primer intento de irrumpir en los servidores usados por la oficina de Clinton.
ARMANDO EL ROMPECABEZAS
A finales de julio, Brennan pidió a sus expertos que reunieran todo lo que habían recopilado sobre la amenaza rusa desde el inicio de ese año. Nadie era mejor que Brennan para analizar e interpretar materiales en bruto provenientes de fuentes dispares, y ahora se daba cuenta de que todo ello apuntaba a una sola cosa: los rusos estaban listos para lanzar un abrumador ciberataque contra el sistema electoral estadounidense. (Brennan y la CIA aún desconocían la magnitud de la campaña de desinformación en redes sociales que también se desplegaría). El objetivo de los rusos no era solo sembrar el caos y la confusión, sino inclinar la elección presidencial de 2016 a favor de Donald J. Trump.
Y había otra cosa. De acuerdo con una fuente supersecreta, un elemento de la CIA en el Kremlin, la orden para realizar este ataque sin precedentes provenía del mismísimo presidente ruso Vladimir Putin.
“Desde la caída de la Unión Soviética, Estados Unidos se ha considerado inexpugnable de muchas maneras”, señala Steven Hall, que dirigió las operaciones de la CIA en Rusia hasta 2015. “Vimos cómo los rusos incursionaban en los servidores del parlamento ucraniano, los vimos atacar los servidores alemanes del Bundestag. Pero la idea de que esto hubiera evolucionado hasta convertirse en una guerra híbrida, conformada por una guerra cibernética y una campaña de desinformación en las redes sociales, fue una falta de imaginación, mezclada con un poco de arrogancia de nuestra parte”.
El arquitecto de la guerra híbrida de Rusia fue Valery Gerasimov. Putin lo nombró jefe del Estado Mayor General a finales de 2012. Al año siguiente, el general enunció una nueva doctrina de la guerra rusa. “Un estado perfectamente próspero —escribió— puede transformarse, en unos pocos meses o incluso días, en una zona de feroz conflicto armado… y sumergirse en una red de caos”.
Brennan tomó su teléfono seguro y llamó a la Casa Blanca. “Necesito ver al presidente”, recuerda haber dicho. Al día siguiente, Brennan se reunió con el presidente Barack Obama y su equipo. “Pienso que todos estamos sorprendidos por la gravedad de esa valoración”, señaló la asesora de Seguridad Nacional Lisa Monaco. “Tenemos a un adversario extranjero que realiza un importante ataque activo cuyo objetivo son nuestros procesos democráticos”.
En los meses previos a la elección, las opciones eran terribles: ¿Estados Unidos debe contraatacar a Moscú, “sacudiendo sus jaulas”, con una ofensiva cibernética que pudiera poner su economía de rodillas? Eso acarrearía el riesgo de una venganza que podría escalar hasta salirse de control. ¿Estados Unidos debería publicar información embarazosa sobre Putin y sus oligarcas? Eso sería rebajarse a su nivel. La amenaza rusa se componía de “órdenes de una magnitud más complicada que el antiterrorismo o las armas de destrucción masiva —afirmó Brennan—, porque tiene que ver con este ubicuo ámbito digital”.
UN GRAN ALCANCE
Se decidió que Brennan debía lanzar una advertencia al Kremlin. El 4 de agosto, el director de la CIA llamó a su homólogo Alexander Bortnikov, director de la agencia de inteligencia rusa FSB (Servicio Federal de Seguridad). “Le dije sin ambages que sabíamos lo que pretendían y que, si seguía haciéndolo, todos los estadounidenses se indignarían y que ellos pagarían un alto precio”, dijo Brennan. Pero Bortnikov desoyó la advertencia del director de la CIA y negó que Rusia estuviera involucrada.
El ataque contra la infraestructura electoral había tenido un gran alcance; los rusos habían penetrado la maquinaria electoral de 39 estados (más tarde, se sabría que los 50 estados habían estado en riesgo) y estaban listos para interferir con el proceso de votación. “Mi peor escenario no era que se cambiara el recuento de los votos, sino que las bases de datos de registro de votantes fueran interferidas”, señaló Monaco. “Y si eso ocurriera a gran escala, se convertiría en un caos”.
La interferencia de Putin a favor de Trump fue un tema de urgente interés público. Sin embargo, Obama, siempre cauteloso, se resistía a hablar; en el clima extremadamente dividido de 2016, cualquier declaración presidencial hubiera podido provocar una tormenta de fuego y alimentar la cínica narrativa de Trump, que afirmaba que la elección estaba arreglada. Así, mientras se acercaba la elección, Obama guardó silencio en público. En privado, él y sus asesores trataron de hacer que los líderes republicanos del Congreso se unieran en una advertencia sobre la interferencia de Rusia en la elección. Fracasaron, y las riñas tras bambalinas fueron sectarias y ríspidas. “Es lo más difícil de defender que me ha tocado en todo el tiempo que llevo en el gobierno”, afirmó un asesor. “Siento como si nos ahogáramos”.
Tras cerca de un mes de tratar de advertir a los consejos electorales estatales y a los líderes del Congreso sobre la interferencia rusa y de descubrir que las ofertas de ayuda federal caían en oídos sordos e intransigentes, Obama habló directamente con Putin.
A principios de septiembre, en una reunión del G20 realizada en Hangzhou, China, Obama llamó aparte a Putin. “Sabemos lo que están haciendo y si van más lejos, cometerían un grave delito”, le advirtió. “Habrá consecuencias”. Al igual que Bortnikov, a quien Brennan había confrontado un mes antes, Putin lo negó todo.
¿Cuáles serían esas consecuencias? Obama había advertido públicamente a los rusos sobre la posibilidad de un ataque cibernético estadounidense: “Tenemos más capacidad que cualquiera, tanto ofensiva como defensiva”. En privado, Obama y su equipo sabían que una ofensiva cibernética estadounidense podría poner de rodillas a la economía rusa.
“Teníamos algunas opciones muy vanguardistas”, señaló Michael Daniel, coordinador de seguridad cibernética de Obama. “Ciertamente, podíamos hacer un daño tremendo a la economía rusa. Pero una de las cosas que no entendíamos totalmente era: ¿cuáles serían las consecuencias no deseadas que ello podría acarrear?” Brennan tenía la misma preocupación que Daniel: “En el mundo físico, existen doctrinas establecidas sobre cómo provocar una escalada o un descenso, pero en el ámbito de la guerra cibernética hay muy poco de eso. Por lo que, sí, pudimos haber sacudido las jaulas cibernéticas de los rusos. ¿Eso habría provocado algún tipo de respuesta por parte de ellos?”.
GENTE EN CASAS DE CRISTAL…
En palabras del exdirector interino de la CIA Michael Morell: “Todo el mundo piensa que esto es fácil. Nada de esto es fácil. El presidente Obama estaba renuente porque nosotros somos quienes vivimos en una casa de cristal. Somos los más vulnerables a los ciberataques. Así que, número uno, ¿quieres establecer un precedente que indique que está bien hacer esto? Y número dos, los servidores que estás atacando y destruyendo no están en Rusia. Los rusos saltan de servidor en servidor en todo el mundo, tratando de ocultar quiénes son. Así, el servidor que estás atacando poder estar en Suiza. Eso sería un acto de guerra contra ese país”.
Al no estar dispuestos a arriesgarse a las secuencias desconocidas de un ataque cibernético y al ser incapaces de influir en los líderes del Congreso, Obama y su equipo decidieron hacer un anuncio público: un llamado a la nación con respecto a la amenaza inminente de los rusos.
A las 15:30 horas del 7 de octubre de 2016, el jefe de Seguridad Nacional, Jeh Johnson, y el director de Inteligencia Nacional, James Clapper, emitieron una declaración pública: “La Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos (USIC, por sus siglas en inglés) está bastante segura de que el gobierno ruso encabezó la reciente divulgación de correos electrónicos de ciudadanos e instituciones estadounidenses, entre ellas, organizaciones políticas de este país. Las revelaciones recientes… tienen como objetivo interferir en el proceso electoral estadounidense… Pensamos, con base en el alcance y en la sensibilidad de esos esfuerzos, que solo los oficiales de más alto rango de Rusia pudieron haber autorizado esas actividades”.
En un día ordinario, un anuncio así habría dominado los espacios noticiosos. Pero el 7 de octubre estaba lejos de ser un día ordinario. Apenas media hora después, The Washington Post reveló una historia diferente: Donald Trump, el nominado republicano, había sido captado en video alardeando de haber agredido sexualmente a varias mujeres. La cinta provenía de un programa llamado Access Hollywood. Y apenas unos minutos después, como para asegurarse de que la advertencia de la comunidad de inteligencia quedaría enterrada, WikiLeaks publicó una serie de correos electrónicos que piratas informáticos rusos habían robado de la cuenta de John Podesta, presidente de la campaña de Clinton. Como escribirían después en su libro Crime in Progress (Crimen en proceso, sin traducción al español), Glenn Simpson y Peter Fritsch señalan que fue como si “fuerzas exteriores estuvieran haciendo todo lo posible para pisotear una historia que dañaría a Trump. Los rusos cabalgaban al rescate de Trump”.
LAS CONSECUENCIAS
El día de la elección, Clapper estaba de viaje en Omán. Al otro día, durante el almuerzo, a las 11:31 horas (2:31, hora del Este), se enteró de que Associated Press había declarado que Donald Trump sería el próximo presidente Estados Unidos.
Los rusos estaban eufóricos. La Duma, que es la asamblea del Estado ruso, estalló en aplausos cuando se anunció el resultado de la elección. Pero Obama aún no terminaba con los rusos. Ordenó nuevas sanciones, expulsó a 35 espías rusos conocidos y cerró dos instalaciones propiedad de ciudadanos rusos en Maryland y Nueva York. (Michael Flynn, el asesor de seguridad del entrante Trump, le aseguró al embajador ruso Sergey Kislyak que las sanciones se levantarían pronto). Obama también ordenó una revisión detallada de todos los datos que la comunidad de inteligencia pudiera reunir sobre el ataque ruso contra la elección. Los resultados de la revisión, terminada a principios de enero de 2017, fueron alarmantes. Aunque los rusos no habían interferido con la maquinaria electoral ni habían alterado el recuento real de votos, habían sido mucho más agresivos y eficaces de lo que cualquiera pudo notar. Todo ello había salido directamente del libro de reglas del General Gerasimov: una campaña digital de desinformación multifacética e ingeniosa, con el uso de las redes sociales y otras plataformas de internet, para propagar falsedades y dividir a los estadounidenses. El alcance y la sofisticación del ataque fue algo que la comunidad de inteligencia nunca antes había visto.
Morell, que había dejado la CIA pocos meses después de la partida del general David Petraeus, calificó los ataques como “el equivalente político del 11/9… Al menos en mi época, no hubo ninguna advertencia estratégica de que alguna nación pudiera hacer esto”, dijo.
“Ninguna advertencia de que pudieran usar nuestras redes sociales como un arma. Si leemos todos los testimonios de directivos y directores de Inteligencia Nacional sobre las amenazas en todo el mundo, siempre existe una sección relacionada con la cibernética en la que se habla sobre echar abajo las redes eléctricas y los sistemas financieros. Pero nunca, nunca se verá nada relacionado con lo que los rusos hicieron esta vez. No hubo ninguna advertencia estratégica al respecto”.
¿Esto equivale a un importante fracaso de inteligencia comparable con perderse la revolución iraní o la Primavera Árabe? Michael Daniel, el experto de seguridad cibernética de la Casa Blanca, piensa que sí. “Creo que, ciertamente, nos faltó imaginación para pensar realmente que todo eso se podía hacer”, dijo.
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Extracto adaptado de The Spymasters: How the CIA Directors Shape History and the Future (Los amos del espionaje: cómo los directores de la CIA dan forma a la historia y al futuro, aún sin traducción al español), de Chris Whipple, publicado por Scribner.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek