Es una agradable tarde de viernes antes del
Día de San Valentín en Barcelona, e incluso en invierno, Las Ramblas, el paseo
bordeado de árboles de la ciudad, están llenas de gente: adolescentes vestidos
como diablos para el carnaval, bebés montados en los hombros de sus padres,
vendedores lanzando molestos juguetes con LED hacia el cielo soleado. Febrero
tal vez sea una temporada baja para el turismo en España, pero aun así hay
muchos turistas con los cuales toparse, saboreando patatas bravas y hurgando en
sus cangureras por dinero, gafas de sol y toallitas. Y doquiera que van, son
seguidos sigilosamente por pandillas ambulantes de ladrones astutos.
Mientras el sol se hunde en el horizonte,
veo a una tristemente célebre carterista escabullirse dentro de una tienda de
lencería cerca de Las Ramblas. Por horas, he estado buscando ladronas como ella
en una patrulla con dos fornidos policías encubiertos, miembros de un equipo de
30 oficiales experimentados de la Guardia Urbana enfocado exclusivamente en
carteristas y ladrones de bolsos.
Ellos no sonríen mucho. Ángel “Patxi” Pérez
Vizcaya tiene una barba gruesa, una chamarra afelpada color verde bosque,
pantalones de mezclilla y tenis. Su compañero, Víctor Márquez, lleva un atuendo
similar, pero está afeitado al ras y tiene el mentón cuadrado. Están ansiosos
por atrapar a esta carterista, pero les preocupa que resalten si la siguen
dentro de la estrecha tienda de lencería; no tienen la apariencia de ir a
comprar sostenes y pantaletas, o por lo menos, no juntos. Con una cámara
voluminosa colgada de mi cuello, tengo la pinta de un guiri (turista) típico,
así que me piden que entre. Quieren que la atrape con las manos en la masa,
luego salga y les haga una señal para que hagan la redada. “Esta es buena”, me
advierte Vizcaya. “Es rápida”.
La carterista, o hurtadora, es pequeña, tal
vez 1.57 metros. Tiene un fino cabello pelirrojo, y viste una barata chamarra
blanca y pants rosados. Ella se mezcla entre la gente. Dado que la han
arrestado 10 veces, los policías saben que tiene 19 años y es de Bulgaria.
Sintiéndome un poco tonto, entro a la
tienda. La ladrona finge comprar. Tiene un par de bolsas de otras tiendas en su
brazo, redondeando su disfraz. Ella
escoge un par de pantuflas como si las examinara, abriéndose camino más y más
dentro de la tienda. Si no fuera por mi curso intensivo en localizar
hurtadoras, no me hubiera percatado de ella. Pero la manera fácil de descubrir
que es una ladrona es ver sus ojos. Ella elije todo tipo de artículos:
calcetas, pantuflas, ropa interior. Los sostiene, los examina, les da la
vuelta. Pero en realidad no está viendo estas cosas. Ella está buscando una
presa.
He pasado horas con Vizcaya y Márquez, pero
todavía soy un aprendiz en esto de pillar carteristas. No sé cómo actuar con
naturaleza dentro de la tienda. ¿Debo mirarla? ¿Darle la espalda? ¿Tomar mi
cámara para tomar una foto, o actuar con indiferencia, fingiendo que busco
pijamas de seda de mi talla?
Mis mentores están afuera, esperando mi
señal para abalanzarse. Ellos han dedicado años a proteger esta ciudad, no de
violadores, asesinos o narcotraficantes, sino de los carteristas. Vizcaya y
Márquez caminan tanto como 20 kilómetros en un solo turno. En cierta forma, su
trabajo refleja algo positivo de su ciudad: hay tan poco crimen de
consecuencias serias en Barcelona que la Guardia Urbana puede perseguir
carteristas todo el día.
Pero dado que los robos de menos de 400
euros (alrededor de 450 dólares) son castigados con multas, no con cárcel, los
delitos menores no sólo se han convertido en la principal molestia de Barcelona
sino en una amenaza a su industria turística. La policía dice que el flagelo
tomó de sorpresa a la ciudad después de que se convirtió en un atractivo
turístico de moda después de los Juegos Olímpicos de 1992. En 2009, el hurto se
había convertido en un problema tan grande que TripAdvisor llamó a Barcelona el
mayor paraíso para los carteristas en el mundo. En los siguientes tres años, la
cantidad de hurtos menores en España se disparó a 18.5 por ciento, según el
diario español El País.
La ciudad desde entonces ha aumentado su
caza de las hurtadoras. Pero cuando me mudé aquí hace un mes, casi todas las
personas que conocía me daban la misma advertencia: cuida tu billetera. Lleva
tu mochila al frente. No dejes tu cámara sobre la mesa mientras comes tapas.
La mayoría de la gente aquí tiene su propia
historia con los carteristas. A algunos los robaron sin que se dieran cuenta
sino hasta después. A un amigo mío, Shayne Pavli?, se le acercó un tipo, fingió
estar borracho y trató de bailar con él. Después de que el ladrón se alejó
tambaleándose, Shayne se percató de que ya no traía su teléfono. Pocos meses
después, otro hurtador intentó el mismo truco. Esta vez, Shayne trató de alejar
con un empujón al hombre, pero el ladrón lo tropezó y de todas formas le robó
el teléfono. Shayne lo persiguió, pero uno de los amigos del ladrón esperaba al
doblar la esquina; él le dio un empellón a Shayne contra la pared. “En realidad
me noqueó por un segundo”, me dijo Shayne. “Cuando me recobré, seguí
persiguiéndolos. Creo que se ocultaron en una puerta. Sólo desaparecieron”.
De vuelta en la tienda de lencería, la
muchacha búlgara ha dejado las pantuflas y ahora sostiene unos pantalones
blanquecinos de pijama. Los coloca cuidadosamente en su brazo, ocultando sus
manos. Ésta es una técnica clásica llamada muleta, el nombre de la capa que los
toreros usan para ocultar sus espadas. Ella se acerca a una turista japonesa.
El pijama está a pocas pulgadas de la bolsa de mano de la guiri. Entonces lo
veo: las yemas delgadas de la ladrona se extienden apenas lo suficiente para
tratar de abrir la bolsa.
30 000 euros en su camisa
Los policías primero vieron a la muchacha
búlgara caminando por Las Ramblas, y la seguimos por media hora antes de que
entrara a la tienda. Así es como se atrapa carteristas: se empieza con el
ladrón, no con el robo. En su mayoría o son alguien que los policías reconocen
o alguien que claramente está vigilando un grupo de turistas. Cuando 15
personas miran una estatua y una persona mira sus mochilas, esa es una señal
clara. Nuestra búlgara era una hurtadora conocida, y por sus movimientos
furtivos, Vizcaya y Márquez podían adivinar que estaba trabajando. A pocos
minutos de verla, mis nuevos amigos en la fuerza policial la vieron avanzar
furtivamente hacia una mujer japonesa en la calle que acababa de meter su
teléfono en su chamarra. La ladrona rápidamente deslizó su mano dentro del
bolsillo de la mujer pero terminó con las manos vacías. Lo intentó de nuevo. La
presa caminó algunos pasos, la ladrona caminó algunos pasos, pero nada de
nuevo.
Los policías conocen sólo unos cuantos detalles
de la muchacha. Ella vive en Poble Sec, un distrito de rentas bajas en
Barcelona, con una pandilla de hurtadoras. Todas son de Bulgaria, me dice
Vizcaya, y todas vinieron a España a robar. Los carteristas le dicen a la
policía que pueden obtener hasta 20,000 euros en pocos meses, lo suficiente
para vivir de vuelta en su país por un año o más. Se mueven por toda Europa, a
menudo ajustando sus viajes para aprovechar grandes convenciones y festivales.
El Congreso Mundial de la Telefonía Móvil en Barcelona se celebrará en pocas
semanas y atraerá a miles de los blancos más jugosos: turistas asiáticos. Las
tres ciudades más seguras del mundo, según un reportaje reciente de The
Economist, están en Asia —Tokio, Singapur y Osaka— y los visitantes de estos lugares
a menudo no tienen idea de que son blancos. “Ellos tienden a llevar mucho
dinero consigo”, dice Vizcaya.
Tanto las víctimas como los perpetradores de
hurtos menores en Barcelona a menudo tienen algo en común: no son de aquí. Por
ello es que la crisis financiera de España no ha tenido el efecto que uno
podría imaginar en el problema de la ciudad con los carteristas. Una mala
economía no desespera más a estos ladrones; sólo disminuye la cantidad de
presas potenciales. Cuanto más adinerados son estos turistas, más dinero traen
consigo al venir a la ciudad, y más se atiborran los bulevares.
Los carteristas de Barcelona tienden a
trabajar en equipos, porque saben que hay policías encubiertos cazándolos. Uno
o dos actúan como distractores, otro comete el hurto, mientras uno más está
atento por si hay policías. Algunos hurtadores se especializan en arrebatar
bolsos, otros en tomar teléfonos celulares o billeteras de los bolsillos
traseros. Algunos trabajan en las calles, otros trabajan en el metro, tomando billeteras
entre las multitudes de turistas desprevenidos al empujar para entrar a un
tren, y luego saltar de vuelta a la estación mientras sus víctimas se alejan
con el tren.
Los ladrones poseen grados diferentes de
habilidad y especialidad. La muchacha búlgara en la tienda de lencería es una
hurtadora de mediano nivel. Los policías la llaman una cuatro por cuatro,
porque incursiona en varios estilos diferentes de delitos menores. Previamente
ese día, conocimos a dos de las mejores hurtadoras de la ciudad: dos muchachas
rumanas que acechaban a un grupo de turistas asiáticos en Las Ramblas como
caimanes tras una garcilla. Los policías las observaron un rato, luego entraron
en acción, pensando que las muchachas habían hecho lo suyo. El comportamiento
de las rumanas alrededor de los turistas era una causa probable suficiente para
cachearlas, así que los policías las pararon y esculcaron sus bolsos.
“¿Por qué me paraste?”, pregunta una de las
muchachas.
“Te vimos echándole el ojo a turistas”, dice
Márquez.
“No tengo trabajo, por eso lo hago”, le dice
la muchacha. “Hay muchos más ladrones que son políticos y banqueros”.
“OK”, dice Márquez. “Vete a ver al ministro
de asuntos internos”.
“Me duele mucho hacer esto”, dice la
muchacha. “No lo hago de corazón”.
Los policías no hayan algo incriminatorio en
sus bolsos, pero ninguna de las muchachas niega que sea una hurtadora de tiempo
completo. Me presento con una de ellas, y le pregunto si podría decirme más
sobre sus métodos. “No me gusta hablar de cómo robo”, dice ella. “Si lo
hiciera, ¿quién se ocupará de mí? Estoy sola”.
Mientras conversamos, los policías siguen
echándole una mirada a la calle. Momentos después detectan a otro posible
hurtador, cerca de una estatua de Cristóbal Colón. Ellos sugieren que me les una
y así lo hago. Este muchacho se mueve con rapidez. Nunca está en un lugar más
de unos cuantos segundos, y nunca es evidente. Lo seguimos.
Este ladrón es paciente. La mayoría lo es.
Ellos buscan y buscan y buscan, caminando millas en busca de la oportunidad más
fácil: una mochila sin cerrar, una billetera abultada en un bolsillo trasero,
una pila de maletas en la calle. No hay necesidad de tomar riesgos innecesarios
cuando hay tantos incautos en la acera.
Te asombraría, me dice Vizcaya, cuánto se
expone la gente. Hace unos años, él ubicó a un turista japonés parado y
boquiabierto frente a la catedral de Barcelona. En su bolsillo trasero había
una billetera de cuero negro repleta de euros. Cuatro mujeres lo rodearon por
detrás, y una le quitó la billetera. Vizcaya había seguido al grupo y
aprehendió rápidamente a las ladronas. Si él no hubiera estado allí, ellas se
hubieran escapado con 18,000 euros y una pila de tarjetas de crédito y débito.
El turista tenía otros 30,000 euros en el bolsillo de su camisa, junto con su
pasaporte. El hombre incluso llevaba un pedazo de papel con los NIP de cada
tarjeta. “Él dijo que tenía mala memoria”, dice Vizcaya.
El muchacho delgado en Las Ramblas no halló
un blanco tan gordo, así que trotó hacia Port Vell, a la pasarela junto al
puerto, hacia la playa. En verano, este lugar estaría abarrotado de guiris,
pero en esta tarde de viernes está casi muerto. Los policías guardan su
distancia mientras lo siguen, pero en cierto momento dan una vuelta amplia y
quedan a la vista, lejos de la acera, presuntamente para tener una mejor vista.
El muchacho se para, nos lanza una mirada rápida y luego se agacha para jugar
con la pierna de su pantalón. Una y otra vez, se alisa los pantalones de
mezclilla. Pocos segundos después, él corre a toda velocidad entre la multitud.
Los policías lo dejan ir, insistiendo en que él no “los vio”. Pero pocos
minutos después, puedo oír al supervisor de los policías hablando en su
teléfono celular con un colega, admitiendo la verdad: nos ubicaron.
“Es como la pesca”
De vuelta en la tienda de lencería, la mano
de la muchacha búlgara todavía está debajo de su muleta, con sus dedos
forcejeando a tientas con el broche del bolso de la turista. Ella finalmente se
rinde y pone los ojos sobre otra presa. Se mueve algunos metros, de nuevo
extendiendo sus dedos, sólo que esta vez es descuidada. La turista da un tirón,
le da a la muchacha búlgara una mirada sorprendida y luego revisa su bolsillo.
Debió sentir algo.
Tanto la ladrona como yo salimos de la
tienda de lencería con nada. Cuando Vizcaya me ve, imita una cámara con sus
manos, preguntando si capté a la muchacha en película. Meneó mi cabeza en un
no, y su rostro se desencaja. Pero no vamos a rendirnos. La muchacha se
escabulle en una tienda de emparedados Subway cercana. Esperamos que ande
detrás de un nuevo blanco allí, o tal vez entró a deshacerse de una billetera
en la basura. Más bien, ordena un emparedado y se sienta. Nos hacemos a un
lado, afuera en la calle sin nada más que hacer que observar mientras nuestra
hurtadora almuerza. “Es como la pesca”, me dice Vizcaya. “Se necesita mucha
paciencia”.
Pasan 30 minutos, y nuestra ladrona
finalmente sale, dirigiéndose al subterráneo, una señal segura de que ha
terminado su día. Los policías piensan que no renunciará antes de que oscurezca
a menos que haya agarrado algo, así que se abalanzan, deteniéndola antes de que
llegue al torniquete. Con pocas explicaciones, ellos toman sus bolsas y las
hurgan. Ella protesta con poco entusiasmo. No es la primera vez que se las ve
con policías.
“¿No metiste la mano en la chamarra de esa
señora japonesa?”, pregunta Márquez. La muchacha menea la cabeza en un no, y
enciende un cigarrillo.
Después de unos cuantos minutos de
interrogarla, los policías la llevan escaleras arriba y a la calle. Llaman por
radio a una oficial femenina para que la cachee mientras ellos siguen hurgando
en el bolso de la muchacha y sus bolsas de compras. Todo lo que encuentran es
una bolsita de plástico con cierre hermético, del tipo que a menudo usan las
hurtadoras para meter dinero robado en sus vaginas, dice Vizcaya. Una mujer
policía se presenta, escolta a la ladrona a una vagoneta en espera y realiza el
cacheo. Pocos minutos después, las dos salen. La búlgara está limpia.
Cuando la policía mete el nombre de la
muchacha en su sistema, se descubre que ella tiene dos juicios pendientes por
hurto. Ella insiste en que planea presentarse a la corte, pero los policías me
dicen después que probablemente no lo haga. Le iría mejor regresar a Bulgaria y
esperar seis meses. Para entonces, los cargos en su contra se habrán evaporado.
“La ley es demasiado lenta”
El hurto en Barcelona es un círculo vicioso.
Aprendí esto la mañana antes de ponerme en contacto con Vizcaya y Márquez, en
una reunión en el Ayuntamiento de Barcelona con Josep Rius. Él es el jefe de
personal del teniente de alcalde y uno de varios funcionarios públicos ansiosos
por cambiar la reputación de Barcelona como un paraíso para los delincuentes
menores. “Ésta no es una ciudad peligrosa”, me dice. De hecho, dice él, The
Economist recientemente ubicó a Barcelona como la 15ª ciudad más segura del
mundo. “Más de 50 por ciento de todo el crimen en realidad es crimen de bajo
nivel. Casi no hay violencia. [Pero] no puedes meter a un carterista a la cárcel
por un delito. El problema está en los que reinciden”.
Según la ley española, los hurtos menores a
400 euros son crímenes “menores”, castigables sólo con una multa pequeña, y las
autoridades no pueden encarcelar a un ladrón a menos que el robo implique violencia.
Peor aún, los delitos menores son perseguidos sin tomar en cuenta condenas
previas. Por otra parte, en la ciudad de Nueva York los jueces pueden y
usualmente aumentan las sanciones al considerar los crímenes anteriores del
acusado.
En 2010, el gobierno español modificó sus
leyes y los carteristas ahora pueden ser arrestados después de su tercer
delito. Las nuevas leyes también aumentaron las sentencias en prisión
potenciales —para hurtos superiores a 400 euros— hasta un máximo de cuatro
años. Pero la mayoría de los ladrones han comprendido que todavía pueden robar
un poco menos de 400 euros y arriesgar muy poco. Y gracias a una laguna de
tabla rasa, incluso los ladrones que son atrapados simplemente pueden huir del
país por un tiempo, regresar y comenzar de nuevo. Vizcaya ha arrestado algunos
carteristas de una pandilla más de 100 veces, me dice él. Es un juego que nunca
termina en realidad. “La ley es demasiado lenta”, dice él. “Ellos podrían
enfrentar entre cinco y ocho años de prisión, pero se tarda un año y medio para
llevarlos allí. Y si no quieren ir, simplemente se marchan”.
En los últimos cuatro años, Rius y otros
miembros del ayuntamiento de la ciudad han presionado para cambiar las leyes
nacionales de España una vez más con el fin de cerrar esta laguna.
No obstante, pocos parecen creer que las
patrullas a pie son una pérdida de tiempo. Los oficiales que conocí hallan
satisfactorio el regresar fajos de efectivo, billeteras, pasaportes y tarjetas
de crédito a turistas desconcertados. “Cuando viajo a otros países, me gusta
sentirme seguro”, dice Márquez.
A los lugareños también les importa. Están
cansados de la reputación de Barcelona de paraíso para los carteristas, y
muchos dependientes de tiendas llevan silbatos alrededor de sus cuellos, los
cuales soplan para alertar a los turistas cada vez que ubican a un carterista
conocido. Una mujer que se mudó a Barcelona desde Colombia hace 15 años se
autonombró el ángel guardián de la ciudad, pasando horas cada día viajando en
el metro en busca de hurtadores y soplando su silbato cada vez que ve uno.
Incluso con las limitaciones legales,
argumenta Rius, la ciudad está abordando los delitos menores. En 2011, después
de la elección del alcalde Xavier Trias, Barcelona lanzó la “Operación Xarxa”
(Red), la cual puso a casi todo oficial en la fuerza policial en patrullas a
pie. Ahora 89 por ciento de los 3,000 oficiales de la ciudad trabajan en las
calles en parte o todo su turno. El alcalde también aumentó la vigilancia en el
metro, donde otrora la Guardia Urbana no tenía presencia. El resultado: el
crimen en los trenes y en las estaciones se ha desplomado en un tercio, dice la
policía. La cantidad de hurtos en Barcelona ha disminuido 15 por ciento en los
últimos tres años, me dijo Rius, un resultado de sus acciones para reforzar la
vigilancia.
Los residentes toman nota. Hace cuatro años,
una encuesta anual en la ciudad ubicó la “inseguridad” por crímenes como éste
como la principal preocupación, por encima de la economía deprimida de España.
Esa cifra desde entonces ha disminuido a menos del 10 por ciento, dice Sergi
Sabaté Butí, portavoz de la ciudad. “Esta estrategia fue importante no sólo por
los resultados, sino por la percepción de los ciudadanos en Barcelona”, dice
Rius. “Ahora la gente está convencida de que Barcelona es más segura de lo que
era hace cuatro años”.
Pero no lo bastante segura, razón por la
cual los oficiales de la Guardia Urbana continúan trabajando sin descanso.
Cuando queda en claro que la policía dejará irse a la muchacha búlgara, la
apariencia preocupada de su rostro se disipa, y ella salta y desaparece dentro
del metro. Pero como piensan que ella no hizo nada de dinero hoy, Vizcaya manda
a otro agente encubierto tras ella. Si se requiere, pasarán toda la noche
cazándola.
