UNO DE LOS ESCENARIOS DE “NO ME PREGUNTES CUÁNDO”, DE ARTURO ARANGO, ES EL ANTIGUO CINE ÓPERA
Ernesto Camilo Miranda Bastarrechea, natural de Manzanillo, (Cuba), con domicilio en Narciso López 323, barrio la Kaba, y con 1.78 metros de estatura y 75 kilogramos de peso, asimismo actor de teatro y fumador compulsivo se podría decir, llega a la Ciudad de México en 2010, a los 34 años de edad.
Las piruetas de la vida han convertido al cubano Ernesto Camilo en una suerte de jinetero candoroso, o casual, o pasivo: en la fecha dicha viaja al país azteca invitado por la mexicana Trinidad —dama de “ojos turquesa” y también, según el pragmático Marcelino, amigo fiel de Ernesto, “una aplanadora sin cambio de velocidades”—, a quien Ernesto había conocido en el Festival Nacional de Teatro de Camagüey —Cuba—. Entre Ernesto y Trinidad surgió entonces un romance, que tal vez pudo ser más tórrido.
La invitación que Trinidad ha gestionado para nuestro protagonista se trata de presentar obras teatrales de Virgilio Piñera allá, en la sala Manolo Fábregas, de la capital mexicana.
Pero esto nunca ocurrirá: ya en suelo azteca, Trinidad, una de las fieles portadoras de cierto rasgo de la idiosincrasia patria, le hace saber al cubano que siempre no: ella necesita ausentarse de la Ciudad de México, digamos que por fuerza mayor.
Este cronista, que vivió justamente 20 años y 11 días en aquella ciudad, da fe de que el basamento de la realidad que tomó Arturo Arango para este y otros segmentos de la ficción son, además de verosímiles, perfectamente “reales”.
Así, qué bueno que las vidas de Ernesto Camilo y Trinidad se hayan cruzado; pues debemos suponer que, de lo contrario, hoy Ediciones Matanzas no nos hubiera entregado las 179 páginas de una novela intensa, sabiamente desbordada de aristas, collados y levantes que nos llaman la atención acerca de ese “choque” entre el ardor del caribeño Ernesto y la sangre fría —¿será?— de la mexicana Trinidad.
El encargado de hacer realidad el propósito de Trinidad-Ernesto había sido Federico Covarrubias, director en la sala Manolo Fábregas; él, Covarrubias, mente y corazón helados, marrullero fino que, en cierto momento, mediante inferencias, parece telegrafiarle a Ernesto Camilo: haz lo que puedas, haz como quieras.
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Así, la ruleta —en la cual no juega el cubano, sino que más bien lo nutre de espejismos— sigue su curso hasta que el manzanillero funja como una especie de maestro de posgrado para una de las bandas de limosneros existentes en la Ciudad de México.
Sí, una banda de limosneros —de esos que se hallan en tantos sitios “estratégicos” de la ciudad: en las entradas y salidas de las estaciones del metro, en los vagones de los metros, a la puerta de los hospitales, en las aceras de calles y avenidas muy concurridas…
Luego de varias peripecias, que lo van acercando a un ambiente tremebundo y que acaso nos hicieran pensar en un thriller, Ernesto Camilo dará de frente con David Torrico, sensible a las artes, intelectual casi, pero impiadoso jefe de la banda de limosneros antes referida.
¿Cómo podría pensar alguna vez el actor manzanillero que sus dotes y conocimientos histriónicos le servirían para “buscarse la vida” en la gran ciudad adonde el destino y Trinidad lo llevaron?
LECCIONES A LOS SÚBDITOS LIMOSNEROS
Pícaro, flemático, persuasivo, David Torrico convencerá a Ernesto para que este lo apoye impartiendo lecciones a sus súbditos —un cojo que no lo es, un lisiado que tampoco, otro que lamenta la muerte de una hermanita que no tuvo, una joven que sufre una inexistente situación familiar desesperada…, los cuales, en algún momento, totalizan 18—, y Ernesto aceptará debido a la inopia que se le viene encima.
O sea, quedan al descubierto, ante los ojos incrédulos de cualquier lector no enterado, sea o no mexicano, este tipo de fraude —¿autorizado?— en la enorme Ciudad de México.
El ámbito donde se reúnen los pordioseros con Torrico y su plana mayor –entre la que se encuentra el taimado, ubicuo Leodegario Briones— son las ruinas del céntrico cine Ópera, cueva de tinieblas y suciedades, dormitorio también de los murciélagos. Allí asistirá religiosamente el actor cubano para impartirles clases a sus muchachos —unos menos avispados que otros, unos con menos dones que otros para el fingimiento en escena.
No me preguntes cuándo se eleva como una bengala en la página 77, cuando aparece Belén, una de las subalternas de Torrico —mexicana del submundo que, por ello, en contra de lo que cabría esperar, es de “piel muy blanca”—, quien hasta el final de la narración mantendrá lo que podría denominarse un papel protagónico. Belén es un personaje bello, enigmática como tantas mujeres de aquella ciudad, lista y candorosa a la vez.
Uno de los pasajes más intensos de la novela tiene lugar cuando la banda de Torrico se halla amenazada por la de Luis Mesa, llamado el Roscas. Es entonces que afloran en extremo la impiedad y los talentos como estratega de Torrico, así como la lealtad y el ánimo para la batalla de sus achichincles Rosendo y Guillermo.
Resulta en la página 90 cuando No me preguntes cuándo nos sumerge, a plenitud, en el sentir y el hacer de un emigrado, lo cual agrega otro ingrediente dramático, que claro, no voy a decir, a la historia de un caribeño perdido entre 23 millones de personas. Entonces todo parece remitirnos a lo anunciado antes por Ernesto Camilo: “Hay una relación, un sentido de pertenencia entre vida y persona”.
En la megalópolis, el cubano se resentirá por la altitud sobre el nivel del mar, se pasmará casi con la diferencia de ciertos vocablos que son “una cosa” para Cuba “y otra para México”, y tomará para sí esa especie de muletilla que resulta el “pus” de los habitantes del Gran Valle. A lo antes citado, se suma el asombro de Ernesto Camilo frente a términos y expresiones como güero, la neta, méndigo, agruras, sostén, pendejo, tianguis, chido, abrigo, coriza, etcétera.
La novela alcanza otro formidable punto de tensión en la página 146, con la participación de Torrico, Jéssica, Leodegario, el Cojo y Ramón, entre otros.
Arango determinó alternar la primera y tercera persona en No me preguntes cuándo. En la opinión de este cronista, la tercera persona ha resultado más poderosa, narrativamente hablando, de modo que, si la novela fuera mía, únicamente hubiera utilizado este punto de vista.
De principio a fin encontramos el enigma de quién cuenta la historia, ¿qué le ha ocurrido a ese narrador, que escribe a mano en pleno auge de la computación, del mundo digital?
Pues el final de la narración nos responderá las interrogantes incluidas en el párrafo anterior. Un final, si bien sorpresivo, plenamente respaldado por lo creíble, como debe ser.
Saludemos entonces una excelente ficción que, justamente, nos abre los ojos acerca de una realidad amarga.
Adelante.
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus libros más recientes son Sin ton ni son, antología poética, y las novelas Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.