“Izquierda, izquierda siempre izquierda” gritaban por calles, callejones y senderos las masas revolucionarias en las manifestaciones que allá, en Cuba, estaban a la orden del día en la década de 1960 —sobre todo en los inicios de esta.
Allá en el barrio, tres viejitas que vivían solas hicieron saber a todo el que deseara escucharlas, que desconocían lo que significaba “izquierda”. El sapiente del barrio, el Chino, en presencia de este cronista —entonces un adolescente— le explicó con detalles al trío de ancianitas el significado que ignoraban, aun con precisiones acerca de la izquierda suave, la ultra, la radical, siempre con palabras y metáforas sencillas. Cuando el Chino concluyó su amorosa disertación, la mayor de las viejecitas, Rosalía, exclamó por lo bajo y con un toque de angustia en los ojos: “Es terrible”.
Sabemos que el concepto de la izquierda política nace en la Francia republicana y, desde entonces hasta el presente, ha sido igualado con los movimientos y actores políticos que promulguen la igualdad social; es decir, a grandes rasgos, el bienestar de los menos favorecidos.
En cuanto a sus inicios en el poder, la izquierda nació ensangrentada; de ello se encargó aquel Vladimir Ilich Lenin, un asesino de gran talla.
En los últimos 100 años, la izquierda ha sido manipulada por unos y otros, con matices más, matices menos; ultras más, ultras menos.
En América Latina tenemos, por ejemplo, los casos de Venezuela y Cuba, en donde todavía gobierna lo que siguen llamando izquierda. Y en estas dos naciones, el triunfo y la permanencia de esta corriente de pensamiento en el poder ha costado mucha sangre y muchos dolores.
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Quizá la izquierda más suave, ecuánime hasta hoy por estos lares, ha sido la chilena, a cargo de Michelle Bachelet; distinguida por su trabajo, realmente, en favor de la comunidad y por una política internacional casi siempre imparcial.
Hoy la izquierda gobierna en Argentina, mediante la combinación de short stop y segunda base de un Fernández y una Fernández. Su política internacional es deficiente: aun alaban al totalitarismo existente en Cuba.
Y tenemos el triste caso de México. El actual presidente azteca, Andrés Manuel López Obrador, sin que le tiemble la voz, ha expresado que su benjamín lleva como segundo nombre Ernesto, debido a la pasión que el padre siente por aquel psicópata, criminal argentino, Ernesto Guevara —“un revolucionario ejemplar”, ha expresado López—, a quien le gustaba “matar” y se vanagloriaba espetando en público “fusilamos y seguimos fusilando”.
El primer nombre del más joven de los hijos de López es Jesús. El padre dice ser cristiano.
¿Alguien habría imaginado que pudiese existir un antagonismo tan entristecedor como el Jesús-Ernesto que nos ocupa?
¿ADMIRAR A UN DICTADOR?
Otro de los admirados, faro y guía de López Obrador es el extinto gobernante cubano Fidel Castro: “Un gigante de la lucha por la liberación de los pueblos, uno de los dirigentes más grandes de la historia del mundo”. Y, asimismo: “Nosotros pensamos distinto, nosotros sí reconocemos a quienes luchan por la dignidad y por la independencia de los pueblos, para nosotros el comandante [Fidel Castro] es un luchador social y político de grandes dimensiones [que] supo conducir a su pueblo para alcanzar la independencia”, afirmaría el presidente de México a raíz de la muerte del exgobernante cubano.
Al leer lo contenido en el párrafo anterior nos viene a la mente la expresión de aquella viejecita cuando el Chino le explicó qué era la izquierda: “Terrible”.
Al menos yo no comprendo cómo será posible que alguien, llegado a la presidencia mediante el voto libre y directo, admire a quien y quienes han sumido a Cuba en el pánico y la miseria, durante 61 años —periodo durante el cual no se han celebrado elecciones libres en la Isla.
Cuando López Obrador no resultó elegido, en los comicios de 2006 y 2012, las calles de Ciudad de México y de otras zonas del país se vieron cuajadas de protestantes que aun incendiaban automóviles o rompían vidrieras o amenazaban a cualquier transeúnte que, al parecer, no resultara de sus afines.
Cuando López fue elegido presidente en las elecciones de 2018 no estallaron en las calles, en son de protesta, siquiera un bostezo, una pluma, una mosca.
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Ya lo sabemos, en México —principalmente en su capital— cierta parte de la izquierda está compuesta por las personas más cerriles, chusmas, agresivas, arbitrarias, vulgares, holgazanas y un infinito etcétera de este tenor.
Así las cosas, coincido con quienes expresan que el concepto de izquierda, que no pocos pensadores han tratado de modernizar, de establecerlo de “modo más limpio y puro”, continúa maleándose porque a su tren no paran de subir cuatreros del pensamiento, pequeños mesías como pueden ser el propio López Obrador o el eterno aspirante a la candidatura demócrata para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, Bernie Sanders, a veces patético, siempre proteico, invariablemente rubicundo.
Al parecer, para tratar de desmarcarse de la “izquierda sucia”, “ultra”, ciertos partidarios de la “izquierda real”, como se autoproclaman, comienzan a llamar a los primeros, “izquierdistas”; se supone que, en la búsqueda de una definición con un toque peyorativo, que a la vez los acerque, a los “izquierdistas”, a eso que hoy no pocos llaman, como en un orden genérico digamos, “comunistas”.
Pues bueno…, en fin, todo esto, como lo sintió Rosalía aquel día de la ya lejana década de 1960, es “terrible”.
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus libros más recientes son Sin ton ni son, antología poética, y las novelas Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.