La piratería era buena cosa para Omar Hassan.
El flacucho pescador somalí echa atrás la cabeza y pone en blanco los ojos recordando los días dorados de la piratería. “Había un exceso de peces”, afirma el veinteañero, con una carcajada. Hace cinco años, piratas somalíes atacaban barcos extranjeros casi a diario y ahuyentaban a los pesqueros europeos y asiáticos que, durante años, causaron estragos en aguas territoriales de Somalia. Los somalíes se sentían seguros de pescar en cualquier parte a la par que las reservas pesqueras del país crecían.
Hassan contaba diez años cuando comenzó a pescar, en el año 2000. Es todo lo que sabe hacer. El mes pasado su fuente de ingreso se acabó. La piratería colapsó por causa de un esfuerzo multilateral para aplastarla, el cual precipitó el regreso de las embarcaciones pesqueras ilegales. Hassan señala que, así como la piratería fue una buena cosa para los pescadores de Somalia, la fuerza de trabajo antipiratería de la OTAN, respaldada con 75 millones de dólares, ha beneficiado a quienes ambicionan saquear sus aguas.
Las condiciones que el pescador describe actualmente son casi las mismas que las que hace una década orillaron a algunos somalíes a atacar los navíos pesqueros extranjeros en su intento por recuperar sus pérdidas, lo que a su vez dio origen a la multimillonaria industria de la piratería. Según la ONU, en 2005 Somalia perdía 300 millones de dólares anuales por la pesca ilegal. La República Federal de Somalia tiene el litoral más extenso de África continental, pero ahora —según residentes del estado semiautónomo de Puntlandia— la pesca artesanal ya no es viable.
“No tengo trabajo”, lamenta Hassan. “Y no soy el único. Nuestras opciones ahora son trabajar produciendo carbón, en la piratería, unirnos a Al-Shabab [grupo militar extremista], morir de hambre o pedir limosna.” Pregunto si el renacimiento de la piratería es una opción real y su expresión se vuelve taciturna. “Mientras la OTAN siga aquí, no habrá manera. Si se marchan, será opción. ¿La OTAN? No podemos contra ellos.”
En 2013 la piratería recibió el tratamiento hollywoodense cuando el director Paul Greengrass relató el secuestro, en 2009, del navío estadounidense Maersk Alabama con la cinta Capitán Phillips, protagonizada por Tom Hanks y Barkhad Abdi, este último en el papel de un pirata verdadero llamado Abduwali Muse. Mientras Abdi caminaba por las alfombras rojas recogiendo un premio BAFTA y una nominación al Oscar, Muse pernoctaba en una prisión de Estados Unidos luego de convertirse en el primer acusado de piratería ante una corte estadounidense en más de un siglo. El destino de estos somalíes —ambos apenas unos niños en 1991, cuando estalló la guerra civil que aún desgarra a su país— se bifurcó el día en que Abdi escapó de Somalia a Yemen y luego a Minnesota, mientras que Muse permaneció en Somalia, que cayó en la anarquía, y diecisiete años después recurrió a la piratería para sobrevivir.
El año pasado, Abdi fue designado embajador de Buena Voluntad para una agencia de desarrollo somalí llamada Adeso. Su fundadora, la también somalí Fatima Jibrell, explica que la organización está comprometida con programas a largo plazo dedicados a asegurar políticas que fortalezcan los movimientos en pro de los derechos civiles, proporcionen capacitación vocacional y dando recursos a las comunidades para que rehabiliten sus ecosistemas. De hecho, en enero Adeso facilitó el primer viaje de Abdi de vuelta a Somalia.
Conocí a Abdi en Nairobi, Kenia, sede de muchas misiones de ayuda humanitaria en Somalia. Lo encontré lleno de esperanza, con “una visión de un país pacífico, con escuelas, hospitales, bibliotecas; donde pueda criar a mis hijos y vivir en paz”. La piratería ha desaparecido, por ahora. Las operaciones estadounidenses y de la Unión Africana han debilitado la milicia islámica al-Shabab, por lo que los somalíes están regresando a su hogar.
Puntlandia, el lugar de origen de la familia de Abdi, solía ser un sinónimo de piratería. Bosaso, su capital económica, remata el Cuerno de África en el extremo noroeste de Somalia, donde el Golfo de Adén se ensancha convirtiéndose en el Mar de Arabia, una de las rutas mercantes más bulliciosas del mundo que unen Europa con India y el Oriente Medio a través del Canal de Suez. Sus aguas albergan las áreas pesqueras más fecundas del planeta que, durante casi una década, no estuvieron controladas por gobierno alguno.
Fidelidad a los orígenes
Abdi y su familia emigraron de Somalia en 1992, primero hacia Yemen, donde permanecieron siete años, hasta establecerse en Estados Unidos. Mientras tanto, en Somalia se extinguió el Estado de derecho, tanto en tierra como en mar. Los caciques militares ocuparon ese vacío. A lo largo de sus más de tres mil kilómetros de litoral, embarcaciones de pesca extranjeras saquearon aguas repletas de peces. A cambio de armas, los caciques toleraron la sobrepesca. Según los lugareños, los abrumados pescadores somalíes terminaron por armarse y combatir a los pesqueros invasores. Lo que comenzó como una operación única se convirtió en un próspero negocio de secuestro y rescate que, entre 2005 y 2012, generó casi 500 000 millones de dólares.
Abdi vive ahora en Los Ángeles y es el primer somalí en conquistar Hollywood. Después de Capitán Phillips interpretó al cacique ugandés Joseph Kony en la serie Hawaii 5-0 y fue un doble agente en la película Eye in the Sky (2015), junto a Helen Mirren y Alan Rickman. Pese al éxito, permanece fiel a sus orígenes. Es más expresivo con los guturales acentos de su lengua materna. A la hora de comer, se encorva sobre el plato y se lleva los alimentos a la boca con la mano derecha, de acuerdo con la tradición local. Y, como cualquier somalí, adora los camellos y regatea junto a la carretera al comprar su leche fresca. Incluso se asoma por la ventana del auto y canta en somalí a los intrigados dromedarios que rebasamos por el camino.
En la población de Badhan, en una escuela vocacional patrocinada por Adeso, el profesor se entera de quién es Abdi y ríe a carcajadas. “La película debió mostrar más sobre los impulsores [de la piratería], porque no es meramente una perspectiva unidimensional”, dice. “Somos gente real y tenemos problemas reales.”
En el puerto de Bosaso, los pescadores descargan la captura del día en una pequeña playa junto al muelle. Un bote de seis metros apaga el motor a unos veinte metros de la costa. Unas mujeres echan a correr disputando unos cuantos pescados; manotean con los brazos en alto, sus coloridos mantos dilatados en la superficie del agua. En la playa, una comerciante de pescado, elegantemente vestida y con un reluciente bolso de mano negro, pregunta a voces: “¿En dónde está la pesca?”. Antes la mujer solía venderla a las caridades internacionales, pero eso se acabó debido al elevado precio y la mala calidad. “Así son las cosas ahora”, le dice un pescador. Hace veinte años, diez dólares habrían bastado para comprar diez kilos de atún, agrega. Hoy la misma cantidad costaría cuarenta dólares.
Todos los pescadores atribuyen la mengua de las pesquerías a la actividad de los navíos extranjeros ilegales. Y es que son “bastante mañosos”, dice un experto en seguridad marítima. Disimulan o modifican los nombres y números de las embarcaciones, cambian las banderas y apagan los transpondedores. “Violan la ley siempre que pueden para conseguir negocios, y eso incluye tanto a los surcoreanos como a los chinos y taiwaneses. Otros delincuentes importantes son los españoles y los franceses ”, explica, y solicita el anonimato.
Funcionarios de la Guardia Costera y asociaciones pesqueras de Puntlandia aseguran que, en repetidas ocasiones, han pedido el apoyo de la OTAN para combatir la pesca ilícita, pero nunca obtienen respuesta. Las embarcaciones internacionales antipiratería están equipadas con sofisticado equipo de vigilancia, “mas no comparten información”, insiste el profesional de seguridad. Y, agrega, tampoco ayuda que los distintos estados somalíes emitan licencias diferentes para lo que la ley internacional considera una misma zona.
Mohamed Abdirahman Osman, presidente de la Asociación de Pesquerías de Puntlandia, está furioso con la OTAN. “¡Hemos pedido ayuda desde hace dos años!”, estalla. “¿Cómo pueden conseguir una orden judicial para acabar con la piratería en un mes, cuando nuestro pueblo agoniza y estamos perdiendo el sustento? Solo piensan en sus intereses.”
Un funcionario de la OTAN comenta al respecto: “Nuestras acciones para combatir la caza ilegal infringirían el alcance y la competencia de la misión”. Sin embargo, prosigue, los miembros son conscientes del problema y colaboran con la ONU y la Unión Europea para combatirlo.
Pescadores de Puntlandia afirman que la mayor parte de las embarcaciones pesqueras ilícitas en aguas somalíes son de origen yemení o iraní; otros dicen que los barcos de arrastre, que dañan los territorios de apareamiento al raspar el lecho marino, son eminentemente surcoreanos. Enormes barcos nodriza aguardan en los límites de una Zona de Exclusión Económica que se extiende más de trescientos kilómetros desde el litoral, mientras embarcaciones más pequeñas incursionan a escasos cinco kilómetros de la costa usando redes de arrastre para capturar cardúmenes.
Osman me muestra un video donde hombres a bordo de ocho pequeños esquifes tiran de una red y grandes sabalotes saltan fuera del agua, algunos de los cuales logran escapar de la redada. Los pescadores luchan para contener sus presas, golpeando a los peces que pasan volando sobre ellos. Aunque Osman asegura que el video muestra yemeníes pescando ilegalmente en aguas somalíes, es imposible comprobarlo.
Algunos somalíes encuentran empleo como guardias en barcos extranjeros. Hassan, un antiguo pescador, cuenta que un día pescaba en Gaan, puerto natural de variada vida marina, cuando vio aproximarse un pesquero de unos quince metros y unos hombres a bordo le gritaron, apuntándole con sus armas: “¡Muévete o te mueres!”. Eran somalíes de su propia comunidad. “Nos veíamos en restaurantes; tomábamos el té juntos. Aquello me puso furioso”, dice. “Por eso decidí irme.”
Muchos pescadores argumentan que el problema lo agrava la corrupción que, de hecho, comienza en los altos niveles, con los ministros gubernamentales y los ancianos de los clanes: pactos de licencias ilegales, fraudes de protección, manejos para facilitar la pesca sin licencia. El coronel Mohamed Ali Hashi, comandante de la policía portuaria, niega tal situación. Con todo, reconoce que los barcos no autorizados emplean somalíes armados como protección. La OTAN detuvo la piratería, afirma, pero promovió la pesca ilegal y ahora debe contender con una industria multimillonaria de pesca no regulada, y para ello dispone de un presupuesto anual de menos de diez mil dólares y lanchas rápidas con un alcance de apenas veinte kilómetros. Al preguntarle si la piratería podría regresar, responde afirmativamente, sin la menor vacilación, y la OTAN comparte esa inquietud.
La última mañana de nuestra visita, me reúno con Abdi en el mismo muelle de donde partió en un carguero de ganado hace más de veinte años y compartimos la impresión de que la seguridad marítima de Somalia ha regresado al punto en que se encontraba antes de que empezara la piratería. ¿Es posible que, de no haber partido, la vida de Abdi hubiera sido más como la de Muse? Es difícil saberlo. “Cuando el ambiente es malo”, responde, “es muy duro ser bueno”.