El alcalde de Mariúpol, Yury Khotlubei, reúne a su consejo de guerra en un salón con corrientes de aire en el antiguo Hotel Continental, un palacio color verde menta construido hace más de un siglo. Cuarenta hombres se sientan frente a él en blancas sillas de plástico, varios en trajes de faena y uno con un rifle de asalto colgado sobre la espalda. Uno por uno, mientras Khotlubei grita sus apellidos, se paran para reportar el estado del patrullaje, los servicios públicos y la entrega de provisiones a los soldados ucranianos atrincherados en las afueras de la ciudad.
Un gigantesco árbol de navidad sin decoraciones se alza en la esquina. El hotel descolorido tendrá que servirles, pues el ayuntamiento de Khotlubei es un cascarón calcinado, el resultado de la lucha entre los militantes pro rusos y las tropas del gobierno antes de que Kiev reafirmase su autoridad sobre Mariúpol en junio. La ciudad acerera de medio millón de habitantes se ha convertido en el improbable puesto de avanzada del poder ucraniano en Donbás, la cuenca carbonera de Donetsk despedazada por una insurgencia apoyada por el Kremlin. Khotlubei, de 70 años, un camaleón político que ha gobernado la ciudad la mayor parte de los últimos 25 años, de igual forma se ha convertido en un patriota inverosímil. Los puños raídos de su camisa son testimonio de su longevidad, y de los tiempos duros que Mariúpol enfrenta como una ciudad de primera línea.
“La ciudad estaba vulnerable. No teníamos tanques y artillería suficientes para contener a los agresores”, dice Khotlubei, recordando los primeros días de septiembre cuando los separatistas reforzados por tropas del ejército ruso se abrieron paso hacia Mariúpol desde la frontera rusa, a 30 millas de distancia. “Ahora somos una fortaleza impenetrable.”
Mariúpol, ubicada en el mar de Azov, es el único puerto en Donbás y se halla en el paso de un posible corredor entre Rusia y la península de Crimea, la cual el presidente ruso, Vladimir Putin, se anexó en marzo. Un cese al fuego el 5 de septiembre detuvo la ofensiva rebelde, dándole a la ciudad un respiro para apuntalar sus defensas. Pero aun cuando ningún territorio ha cambiado de manos desde entonces, tiroteos y bombardeos esporádicos han tenido un precio muy alto. Casi un tercio de los 4700 muertos en los ocho meses de conflicto han fallecido desde que comenzó el cese al fuego, según Naciones Unidas.
Eso a lo que los diplomáticos se refieren como la “línea de contención”, los defensores de Mariúpol simplemente lo llaman “el frente”. El mayor peligro para la frágil independencia de Ucrania es que la línea del cese al fuego se endurezca y vuelva una frontera de facto, restringiendo la integración del país a Occidente y dividir a Europa con una nueva Cortina de Hierro. Habiendo perdido el control de cientos de millas de su frontera con Rusia, el presidente ucraniano, Petro Poroshenko, está a merced de cualquier ataque que le lance Putin. La inteligencia ucraniana contó 250 tanques, 400 vehículos blindados de combate y casi 1900 camiones cruzando desde Rusia en un período de seis semanas este otoño.
Los intentos de renovar las conversaciones de paz en Minsk, Bielorrusia, han vacilado, incluso cuando los ucranianos impusieron un “régimen de silencio” para reducir las tensiones a lo largo de la línea del cese al fuego. El mundo ahora está observando para ver cómo reacciona Putin cuando Estados Unidos y la Unión Europea endurezcan las sanciones que ya afectan la economía rusa. El rublo cayó 40 por ciento frente al dólar en 2014. A la grivna le fue mucho peor, perdiendo casi la mitad de su valor el año pasado.
Mariúpol es una ciudad llena de rumores sobre saboteadores, espías y un ataque inminente. A mediados de diciembre, apareció en YouTube un video que mostraba una columna rebelde con las palabras “Hacia Mariúpol” pintadas en el costado de transportes blindados de personal. Al día siguiente, un sitio local de noticias publicó un titular diciendo: “No hay razón para el pánico”. Hay reportes casi diarios de sondas de reconocimiento rusas sobre las defensas de la ciudad, y a finales de diciembre un puente ferroviario fue dañado en una explosión. Incluso los partidarios del gobierno de Kiev conceden que la ciudad está dividida en tres partes más o menos iguales: una pro ucraniana; la segunda, pro rusa, y la tercera, indiferente “siempre y cuando no haya guerra”.
La supervivencia económica de la ciudad depende de dos enormes plantas acereras propiedad de Rinat Akhmetov, el hombre más rico de Ucrania. Después de que el entonces presidente Viktor Yanukovich huyó a Rusia después de las protestas sangrientas en Maidán en Kiev el invierno pasado, Akhmetov evitó tomar partido durante meses, esperando a ver quién prevalecía en la lucha por Donbás: el torpe gobierno provisional en Kiev o los separatistas pro rusos, quienes tomaban por la fuerza un edificio administrativo tras otro.
Cuando Akhmetov finalmente decidió que su fortuna estaría en mayor riesgo en un estado gansteril no reconocido, fue demasiado tarde. El multimillonario hizo aterradas súplicas en video y les pagó a sus trabajadores del acero en Mariúpol bonos de US$25 para que montasen patrullas de 12 horas en la ciudad cada vez más sin ley. Khotlubei dice que las acererías trabajan a 70 por ciento de su capacidad porque las minas de carbón en las áreas controladas por los rebeldes han sido cerradas y las líneas ferroviarias cortadas. Ahora solo dos trenes diarios de pasajeros conectan la ciudad con el resto de Ucrania, y el puerto de Mariúpol ha visto disminuir las exportaciones en más de 40 por ciento, según el director de puerto Alexei Rosinsky. Con la incertidumbre en el abasto, los negocios no pueden planear más de algunos días por adelantado.
El peor escenario para 2015 es que las fuerzas pro rusas reanuden su ataque, concentrándose en Mariúpol para abrir un paso terrestre hacia Crimea, dice Ihor Todorov, profesor de relaciones internacionales que huyó de Donetsk en julio y ahora da clases en Úzhgorod en Ucrania occidental. El mejor escenario sería un exitoso contraataque ucraniano para liberar Donbás, dice él. “El escenario más realista es la preservación del statu quo. Negociaciones interminables e inútiles en el “formato Minsk”, ningún combate activo, pero sí actos terroristas de forma permanente”.
En los accesos norteños a Mariúpol, los vehículos hacen fila para ser registrados antes de entrar a la ciudad, con sus faros cual manchones amarillos en la niebla. Donetsk, otrora el centro regional a 60 millas de distancia, es ahora la capital de una autoproclamada “República Popular de Donetsk”, la cual incluso el Kremlin no reconoce. Si una porción significativa de la población de la región creyó que una farsa de referendo independentista en mayo sería suficiente para propiciar una anexión al estilo de Crimea, ha quedado en claro que los habitantes locales son peones de la campaña de Putin para volver ingobernable a Ucrania. Meses de bombardeos y un bloqueo económico por parte de Poroshenko han erosionado todo remanente de lealtad a Ucrania.
“Kiev es culpable de todo. Ellos son traidores, y todos verían ser enjuiciados”, dice Alla Vasilenko, quien viajó desde Donetsk para cobrar su pensión mensual menor a US$100. Como su banco enfrenta problemas de liquidez, Vasilenko y otros pensionados organizan piquetes frente a la misma sucursal todos los días con la esperanza de retirar el límite diario de unos US$20. “Europa les da dinero, y ellos se lo meten al bolsillo o compran armas”, dice ella.
El sufrimiento de la población civil es todavía más severo en el poblado de Sartana, en el borde de la zona de control de Kiev. Manojos de flores marchitas, empapados por la lluvia invernal, yacen al lado del camino donde un misil Grad mató a siete pobladores que participaban de un cortejo fúnebre en octubre. El posible objetivo era una granja colectiva más arriba en el camino que guardias fronterizos ucranianos han convertido en su base. La unidad, normalmente estacionada 800 millas al oeste cerca de Polonia, ahora tiene la tarea de guardar una arbitraria línea fronteriza muy al interior del país. “Un artillero tiene sus deberes, nosotros tenemos los nuestros”, dice lacónicamente el mayor Valeriy Shchesnyak, comandante de la unidad.
Detrás de uno de sus puestos de control, los hombres de Shchesnyak han montado su campamento en un embalse secado. No fueron contratistas del gobierno con exorbitantes tarifas por día quienes excavaron los búnkeres subterráneos, los equiparon de electricidad e instalaron estufas de leña; los guardias fronterizos construyeron todo con sus propias manos. En un país devastado por la corrupción y balanceándose en la bancarrota, la defensa de la nación se ha convertido en una tarea de hágalo-usted-mismo. La comida en las cocinas de campo, así como los chalecos antibalas y cascos, son donaciones de ucranianos comunes. Dibujos de niños de escuela empapelan las paredes de los búnkeres.
Las contribuciones ciudadanas más cruciales son los batallones de voluntarios que llegan a ayudar a los militares con pocos fondos y desmoralizados, quienes fueron incapaces de suprimir la revuelta pro rusa por sí mismos. Konstantin Batozsky, un asesor de Sergei Taruta, político liberal y empresario de Mariúpol, subestima como una “tontería rotunda” la acusación de que los batallones son paramilitares fascistas. “Hay muchas preguntas sobre los batallones, pero están conformados por personas que están prestos a morir por Ucrania todos los días”, dice Batozsky. “La guerra siempre atrae personajes extraños”.
El personaje más extraño en el frente de Mariúpol podría ser Dmytro Korchynsky, de 50 años, quien ayudó a fundar el Batallón de Santa María como una unidad explícitamente cristiana después del cese al fuego en septiembre. Korchynsky fue noticia por última vez cuando huyó de Ucrania hace un año después de ser acusado de provocar violencia contra la policía en las protestas de Maidán. Ahora él maneja por Mariúpol en un Toyota Tundra de doble cabina con pintura de camuflaje, armado con un rifle de asalto Steyr y una pistola Jericho.
“El cristianismo debería practicarse como si fuera el siglo XIII”, dice Korchynsky. “La guerra por la fe es lo mejor que puede pasar en la vida de una persona. Debería suceder en todo el mundo, y en primer lugar en Ucrania.” Habla en voz baja y sin sonreír.
Korchynsky culpa a Rusia por las muertes de dos bisabuelos en las secuelas de la Revolución Bolchevique de 1918 y de un abuelo durante la Segunda Guerra Mundial. Él dice que combatió en el bando de los rebeldes chechenos a mediados de la década de 1990 y aprendió de ellos la gran efectividad de inyectar un elemento religioso a su lucha contra Moscú. “Rusia es demasiado fuerte. Solo podemos combatirla en una cruzada, no en un movimiento de liberación nacional”, dice Korchynsky. “Consideramos a Rusia como la casa de Satán. Rusia como estado debe ser destruido y su gente liberada”.
¿Hacia Moscú? “Sí”. ¿Hacia Vladivostok? Él asiente. Mariúpol es el comienzo, no el final.