Los premios, los reconocimientos, la fama, son el resultado de la perseverancia, pero no conllevan ni miden el verdadero valor de una obra.
Hace unos días Elena Poniatowska recibió el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, honor que han recibido escritores como Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Bioy Casares y Augusto Roa Bastos. En su discurso, la escritora y periodista asumió el papel de árbitro o columna del pueblo: “Este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina […] que no puede hablar de los molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan”.
¿Qué ha querido decir la Princesa Roja con la figura del Sancho? Por principio, uno debe desconfiar de aquellas personas que aluden al Quijote a partir del episodio de los molinos: da la impresión de una superficial lectura de la obra más representativa de Cervantes, o bien, que ha faltado el ingenio para recurrir a otro gran episodio dentro de esas dos voluminosas partes.
Hay que recordar que Sancho —por decirlo de alguna manera— participaba en el encubrimiento de la realidad que motivaba al Caballero de la Triste Figura, aunque con la mejor de las intenciones. El fiel escudero más de una vez le mintió al ingenioso Quijano o Quijana, y como ejemplo, en el trigésimo primer capítulo de la primera parte, cuando se le encomienda a Sancho entregar una carta a Dulcinea y este nunca lo hace: Don Quijote, sospechando que su escudero ha ignorado su petición decide cuestionarlo; Sancho alega que ha memorizado la carta y ha transmitido el mensaje correctamente. Finalmente esto da paso a una de las más humorísticas aventuras en la que, incapaz de confesarle a su Señor que no ha entregado la carta y que nunca viajó a las tierras del Toboso, Sancho se ve obligado a estirar la mentira hasta el punto en que termina siendo condenado a 3000 azotes.
Si en el ideario popular se trasmina la figura de Sancho como el humilde servidor que procura siempre el bien de su Señor, es un gesto de ingenuidad o de somera lectura del profundo perfil del escudero. Con más de una razón en mente, Sancho facilitó la fantasía de su protector y contribuyó a la elaborada farsa que alimentaba la complicada (y quizá inestable) mente del hidalgo de la Mancha. Dejar la figura de Sancho como humilde, o bufonesca, o abnegada, es pasar por alto la función y la psicología de uno de los más complejos personajes de la literatura.
Una figura pública como Elena Poniatowska debe tomar en cuenta las múltiples implicaciones de las referencias, en especial esas cuyas interpretaciones se alejan de lo que el autor plasma textualmente. Otro detalle es que, en aras del impacto en un discurso o de la búsqueda del simbolismo con el uso de eufemismos, se omita la verdad y las virtudes del hacer humano. Tal circunstancia nos aproxima a impresiones de falsa nobleza o de una cursi defensa de un ideal que no se ha alcanzado a entender con propiedad.
El humorístico Gil Gamés notó esto y lo escribió en el texto titulado “Sancho Panza de los pobres”. Con su característico estilo evidenció que parte del discurso de Elena Poniatowska era una exhibición de humanismo y una mediocre defensa del México al que se dice afín: “Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente —declama Elenita—, la resistencia indígena alzó sus escudos de oro y penachos de pluma de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por un garrafón de alcohol”.
Dejemos de lado que hacía siglos (muchísimo antes de 1994) ya habían dejado de existir esos pintorescos indígenas ataviados con penachos —la palabra precisa es copilli—, aunque el turista se puede fascinar por las recreaciones de supuestas danzas mesoamericanas y algunos residuos rituales del pasado identitario dentro del mapa geográfico mexicano; solo así se puede ver dicha indumentaria y, en la mayoría de los casos no hay plumas de quetzal, sino imitaciones o plumajes de más accesible costeo. No puede tomarse literalmente: el chimalli (palabra prehispánica que significa escudo) no podía haber sido confeccionado con oro; asumimos que el peso resultaría poco práctico con fines bélicos; por otra parte, de ser posible, hablaríamos de algún detalle menor propiedad ornamental de la élite gobernante; y eso deslinda los vínculos con las comunidades oprimidas a las que parece que quiere hacer referencia la escritora galardonada. Hubo diminutos chimalli con oro, sí, pero como trabajos de orfebrería prehispánicos.
Gil Gamés aclara la imprecisión de Poniatowska al referirse a los conflictos sociopolíticos en el estado de Chiapas: “El alzamiento zapatista de 1994 y de su líder criollo el subcomandante Marcos no le trajeron una vida mejor a los indígenas y las indígenas de Chiapas (gran corrección política)”. Es decir, el triste panorama de las divisiones sociales y económicas difícilmente ha cambiado. La voz de protesta fue mucho más que la liberación indígena de género, sino un complejo desacuerdo general en que los desposeídos, los ignorados por las masas gobernantes, buscaban autonomía y respeto.
González de Alba interpreta esto como un pretexto de Elenita para “banderillear a Estados Unidos”, esquivando ante sus anfitriones —la realeza española— alguna posible declaración de resentimiento histórico heredado de la Conquista.
Todo esto lo debe saber muy bien Elena Poniatowska. ¿Cuál es el problema entonces? Quizá el discurso está mal redactado: la estructura de la oración crea una confusión cronológica y, donde debiera hablar del México prehispánico y los penachos parece que trata los conflictos chiapanecos; y donde debiera hablar de conflictos sociopolíticos, la mala retórica —“los levantó muy alto”— interpreta una mención a la cultura mesoamericana.
Son estas imprecisiones las que terminan por crear postales de hombres con sombrero y zarape bajo un cacto, o también, produce estampas de salvajes con penachos que se entretienen sacando corazones humanos y apilando piedras. No se apegan a la verdad, pero sirven bien para vender un producto a los turistas.
Quizá sea imprudente afirmar que un autor debe estar comprometido éticamente con su obra y que su relación con la sociedad debe estar íntimamente ligada a su propuesta creativa. Sería mucho más saludable para la crítica separar al autor de su obra; de esta manera se evita juzgar el trabajo artístico bajo la sombra de un personaje incongruente con entorno y, claro, se aspiraría a evitar la abundancia de falacias ad hominem. Pero es cierto que, ocasionalmente, es preciso evaluar los vínculos de la obra y el autor y, por supuesto, del autor con su sociedad. Cuando un autor ha alcanzado el nivel de figura pública, de reconocimiento general, es preciso revalorar su trayectoria a fin de que el peso de su fama no sea un argumento sobre su hacer artístico.
Si vamos a apegarnos a juzgar la obra —representada por un premio a la lengua— y el vínculo con el autor, es lógico destacar que una figura pública, que proclama el entendimiento histórico e identitario de una nación, no puede ignorar las características de una cultura a la que profesa amor y defensa.
Bajo la exhibición de ingenuidad o ignorancia, el público pierde la confianza en los autores, pero también en los premios y reconocimientos y, por consiguiente, en las instituciones. Es así que algún crédulo podría establecer que el panorama de galardones se ve más afectado por la dimensión de la fama que por la evaluación justa, crítica y argumentada de la obra artística.
Afirma Guillermo Sánchez Cervantes en “Poniatowska: la Princesa Roja”, un texto abundante en datos, “que Elena Poniatowska siga recibiendo premios y levantando polémica significa solo una cosa: es una de las figuras fundamentales del México contemporáneo”. La construcción argumentativa carece de un eje de causa; decía Mark Twain en Pudd’nhead Wilson: “El ruido no prueba nada. Usualmente una gallina que no ha hecho más que poner un huevo cacarea como si hubiese puesto un asteroide”.
Sandro Cohen declaró en alguna red social: “No hallo ni una sola obra de creación literaria suya que merezca el Premio Cervantes. Al contario. Se trata de novelas y relatos de principiante que no resisten siquiera el mínimo escrutinio”. En una nota alusiva, Rogelio Guedea se muestra más neutral al respecto, considera que las críticas de la obra (y el discurso) de Elenita han sido desproporcionadas. Cabe la posibilidad.
Rafael Lemus rescata una reflexión de Elenita: “Poniatowska se reserva el sitio protagónico; antes de asumir alguna responsabilidad, se disculpa (‘La verdad, nunca sé en qué me meto y sigo sin saber decir que no’)”. Esto —y es solo una suposición— podría explicar su presencia en tantas actividades de la vida pública o artística; pero puede implicar, de igual manera, una falta de compromiso con la verdad y su insistencia de embellecer pasajes históricos o defender temas sin dominarlos.
Pero la misma Elenita ha descartado ser “escritora”, prefiriendo el título de periodista. Al menos eso afirmó en una entrevista en 1997: “Soy una deudora del periodismo. Hay quienes piensan que es más prestigioso ser escritor que periodista. A lo mejor tienen razón, aun así me sigo considerando periodista”.
Y está en lo cierto. En una investigación que realicé sobre la percepción de la obra de Poniatowska, puedo probar que su hacer literario ha quedado en tercer plano, siendo prioridad su trabajo periodístico y, en segundo, su labor como activista, feminista y su participación con naturaleza política. Tras analizar las conclusiones de los profesionales de la lengua y la literatura, he podido resumir lo siguiente:
Al día de hoy, en las universidades públicas más prestigiosas del país, solo se cuentan con 11 tesis sobre Poniatowska; 10 en la Universidad Nacional Autónoma de México y una en la Universidad Autónoma Metropolitana. Ninguna en el Colegio de México. De las 11, ocho son tesis de licenciatura y tres de doctorado. De esas once, siete corresponden a las carreras de comunicación y periodismo, y cuatro tienen un enfoque de literatura. Cinco focalizan el tema de género. Una es solo un reportaje. La tesis de letras más seria estudia literariamente a Poniatowska en conjunto con Ana Lydia Vega. A partir de lo cual deducimos lo siguiente:
Entre estudiosos la trayectoria de Elenita tiene más presencia en el ámbito periodístico que literario, y sobre ese inciso, la escritora tiene más presencia genérica en las notas de opinión. Su carácter de figura pública es más visible que su trabajo narrativo. El estudio de género la hace más notoria como feminista o, bien, como una mujer de activa producción.
Si los profesionales han eludido el estudio sobre su obra literaria implica que, posiblemente, no han encontrado claves de peso en su obra con indicios trascendentales para el análisis de las letras. Es decir: el estudio académico la ha considerado más una periodista, una figura pública (dejando de lado su calidad estilística), que una escritora con una herencia narrativa.
Sorprende encontrarse con un bajo número de tesis sobre el trabajo de un autor que insistentemente se ha catalogado como figura representativa de la literatura contemporánea, sobre todo durante tantas décadas.
Finalmente el lector no debe sujetarse a las opiniones de los especialistas o los más sesudos críticos. El arte no contiene fórmulas ni se basa en la repetición de resultados para obtener ciertas afirmaciones. Es perfectamente posible que todos los detractores de Poniatowska se encuentren en un error, ¿por qué no? Es importante sustentar el peso de una obra con algo más que percepciones o sentimentalismos personales; pero eso no cambia nada: el valor de un trabajo artístico, del esfuerzo creativo, carece de mesura precisa.
Pero si el arte puede alcanzar cierto refinamiento, y si es posible consolidar obras por un consenso general de virtudes, quizá no sea necesario caer en fanatismos defensivos que solo nos separan del otro. La identificación o el acercamiento que produce la manifestación artística debería atesorarse; los premios, los reconocimientos, la fama, todo eso son resultados de perseverancia pero que no conllevan ni miden el verdadero valor de una obra.
Fabio Marco Iván es escritor y crítico literario. Ha publicado en revistas y periódicos una variedad de artículos culturales, ficción, poesía, entrevistas y crítica literaria. Escribe el blog ‘Palabras en reposo y otros parásitos’ en wordpress.com. Twitter: @FabioMarcoIvan