Desde turismo de primer nivel hasta uno de los proyectos de ingeniería más ambiciosos del mundo; cosas raras ocurren en el sitio de la peor catástrofe nuclear de la historia, el cual todavía podría cobrar numerosas víctimas.
Hemos subido ocho tramos de escalera y quedan ocho más. Es concreto soviético, polvoriento a más no poder, pero sólido; al menos, eso espero. Lena, mi veinteañera guía, ha informado que los administradores de la Zona de Exclusión, que abarca Chernóbil, no quieren que los turistas accedan a edificios de Pripyat por una razón, en apariencia, irreprochable: algunos podrían derrumbarse.
Mas el techo de este edificio de apartamentos a orillas de Pripyat, la ciudad que albergara a los trabajadores de Chernóbil hasta la primavera de 1986, ofrece lo que –según Lena- es la mejor vista panorámica de esta Pompeya ucraniana y la funesta planta nuclear que, hace 28 años, volvió inhabitable sus inmediaciones durante los próximos 20 milenios. De pronto, mientras continuamos nuestro ascenso hacia la dorada luz primaveral, se me ocurre que Lena no es ingeniera estructural y que el adjetivo soviético es, en esencia, sinónimo de colapso.
Pero, ¿qué sé yo? Nada. Soy un simple híbrido étnico nacido en Rusia y criado en Estados Unidos. En 1986 vivíamos en Leningrado, a más de 1000 kilómetros al norte de la úlcera radiactiva que estalló en lo que, de lo contrario, habría sido una noche primaveral cualquiera, a menos de una semana de la celebración anual del Día del Trabajo; y si consideramos que Mikhail Gorbachov, secretario general del Partido Comunista, no fue informado en varias horas de lo que había acontecido en Chernóbil (“Ni una palabra de la explosión”, diría luego), la conclusión lógica es que el pueblo soviético no tenía la menor idea del desastre de aquel 26 de abril. Sin embargo, un par de días después, un amigo de la familia que vivía en Kiev llamó por teléfono para sugerir que canceláramos nuestras vacaciones en la campiña ucraniana.
Y entonces, los detalles salieron a la luz cuando los obreros de una planta de energía nuclear sueca, quienes habían detectado un alto nivel de radiación, determinaron que procedía de la Unión Soviética. El Kremlin, siempre a la defensiva, tuvo que reconocer, el 28 de abril, que hubo un accidente en Chernóbil. “Se ha creado una comisión gubernamental”, decía la declaración de Moscú. Mi padre, un de por sí nervioso físico, no se tranquilizó y recuerdo, claramente, que me ordenó evitar la lluvia.
La narrativa de Chernóbil se ha repetido muchas veces, así que aquí no amerita más que un breve repaso: un generador soviético de pacotilla, regulado con grafito en vez de agua; una prueba costera con una turbina generadora y la absurda orden de interrumpir todos los sistemas de emergencia; la caída del reactor en un “valle de yodo” y su consiguiente envenenamiento con xenón-135; la incompetencia e impaciencia de los administradores de la planta, sobre todo Anatoly Dyatlov, ingeniero supervisor que insistió en proseguir con la prueba y luego, purgó una sentencia en prisión por su papel en el accidente; el indefensible retiro de las 211 barras de control, excepto seis de ellas; la acelerada y súper crítica subida de potencia del reactor; la imposibilidad de reintroducir las barras de control, lo que ocasionó estallidos de vapor e incendios de grafito que crearon una inmensa columna de llamas radioactivas que se proyectaba hasta el cielo.
Siempre me ha intrigado la nube tóxica que envolvió a Europa esa primavera. Puedo nombrar todos sus radionúclidos (cesio-137, yodo131, circonio-95, estroncio-90, rutenio-103), pero anhelaba conocer su origen igual que un naturalista ansía ver el nacimiento de un río en las montañas; por el sencillo deseo de saciar la necesidad humana de descubrir orígenes y rendirles honores.
Y también porque soy reportero y me encuentro en Ucrania, el corazón de los acontecimientos y no en la periferia, donde yace la mayor parte de los estados soviéticos (¿cuándo fue la última vez que CNN hizo un reportaje en vivo desde Uzbekistán?). No obstante, estoy como a 150 kilómetros al norte de Kiev, sitio del levantamiento de Maidan y epicentro de un conflicto que ha vuelto a poner al presidente ruso, Vladimir Putin, en pie de guerra. Mientras que todos mis colegas han ido a Crimea para enterarse de las posibles sanciones de la OTAN, tal vez el inicio de una nueva Guerra Fría, yo he venido a este “lugar extraño y salvaje”.
Lena tiene razón. Las escaleras resisten y la vista desde el techo, a 16 pisos sobre Pripyat, es espectacular. Persiste un dejo de invierno en el aire y nada ha florecido. La tierra, a la vez fecunda y austera, posee una belleza singularmente eslava. Pareciera que los blancos cuadrángulos de Pripyat nacieron entre las espesas arboledas que se extienden hasta Bielorrusia, cercando una zona prohibida de 2500 kilómetros cuadrados. La Estación de Energía Atómica de Chernóbil “V.I. Lenin” (nombre oficial de lo que todos conocemos como Chernóbil) se dibuja a la distancia como una serie de siluetas bajas y cuadrangulares que despiden radiactividad y misterio por igual.
El edificio de apartamentos formaba parte de mi excursión de dos días en Chernóbil, durante la cual se disipó mi impresión de que aquella región de Europa Oriental era un páramo radiactivo; o mejor dicho, solo un páramo radiactivo. En 2004, dos años después que el gobierno ucraniano autorizara (cierto) acceso, la Zona de Exclusión recibió 870 visitantes; hoy día, la agencia kievita SoloEast organiza viajes para 12 000 turistas cada año, lo que representa 70 por ciento de los turistas de ocio en Chernóbil (incluido un servidor). Incluso me hospedé en una especie de hotel de lujo, una cabaña neorústica con calentadores de toallas y un letrero que decía: “Por favor, deje afuera su calzado radiactivo”.
En buena medida, la extinta planta de reactores (el primero entró en línea en 1977; el último fue el que estalló en 1986) parece un prolijo parque industrial de Ohio: cuidados prados verdes, muestras de arte abstracto, estacionamientos medio vacíos y un canal repleto de peces. Nada sugiere que ese es el sitio del peor desastre nuclear en la historia de la humanidad.
Con todo, mientras los turistas fotografían las ruinas de Pripyat, Chernóbil es objeto de una de las proezas de ingeniería más desafiantes del mundo: el consorcio francés Novarka intenta reemplazar el envejecido sarcófago que encierra el reactor dañado, un cascarón de concreto rápida y heroicamente construido inmediatamente después de la fusión. La planta sigue siendo un contenedor de horrores nucleares en potencia y la catástrofe podría repetirse, aun cuando el mundo se haya olvidado de Chernóbil.
Pero no deje que eso arruine su paseo.
DIGNO DE UN POEMA
Pripyat es descrita como una ciudad fantasma porque, tras la explosión de Chernóbil (si bien, por desgracia, no inmediatamente después) la mayoría de los 49 000 residentes –17 000 de ellos, niños- fueron obligados a abordar 1215 autobuses y 300 camiones enviados de Kiev, sin la información elemental que habría proporcionado el más neófito estudiante de manejo de emergencias.
De los muchos libros escritos sobre Chernóbil, el único que puedo recomendar es Voices From Chernobyl: The Oral History of a Nuclear Disaster (Voces de Chernóbil: el relato oral de un desastre nuclear), pues son esas voces ordinarias las que hacen extraordinaria su lectura. Por ejemplo, Lyudmilla Ignatenko describe así la evacuación de Pripyat:
Es de noche. En un lado de la calle hay autobuses, cientos de ellos, pues ya están preparando la evacuación de la ciudad y del otro lado, cientos de camiones de bomberos. Llegaron de todas partes… La radio dice que tal vez tengamos que evacuar la ciudad de tres a cinco días; que llevemos ropa de abrigo porque viviremos en el bosque. En tiendas de campaña. Mucha gente se alegró. ¡Un viaje de campamento!
Vasily, su esposo, fue uno de los bomberos enviados a las fauces del reactor inmediatamente después de la explosión, exponiéndose a una radiación que superaba con mucho la dosis letal. Más de 20 morirían de exposición. En Voices, la mujer recuerda que alguien le dijo, mientras presenciaba la agonía de Vasily en un hospital de Moscú: “Eso ya no es tu marido, el hombre que amaste, sino un objeto radiactivo con una fuerte densidad de envenenamiento”.
Pripyat no es tanto un pueblo fantasma como un museo en hermoso desarreglo. Un excelente museo, y el registro más auténtico –junto con Rusia- de la debacle soviética y de la energía nuclear. He regresado dos veces a mi natal Leningrado y me he detenido frente al lóbrego edificio de hormigón donde crecí; me he apretujado en un escritorio de la misma aula frente a la Estación Finlandia donde, alguna vez, como pionero, posara para fotografías de afectado heroísmo. Aguijones del recuerdo. Pripyat, en cambio, era un martillo; y la hoz.
Sin ánimo de caer en el lirismo, confieso que percibí el poder enorme de caminar por un cementerio de máscaras de gas en el suelo de un salón de clases, cruzar por el centro de informática que fuera un bullicioso supermercado o la sala neonatal de un hospital, con sus corroídas cunas como recién despojadas de sus recién nacidos. No afirmo haber escuchado la “quieta, afligida música de la humanidad” que el poeta William Wordsworth percibiera en las márgenes del Wye, mas Pripyat es el sitio más esperanzador que he visto en mi vida, pese al sufrimiento que permea la ciudad. Con sus cánceres, muertes, irradiaciones y vidas destrozadas, el sitio perdura.
Pripyat no se ha borrado de mi mente como otros grandes museos. A veces el alma necesita algo más que una obra maestra y por ello, la ciudad parece haberse alojado, como una partícula radiactiva, en uno de mis pliegues neurales más profundos: pantuflas de hospital, un tablero oxidado, un piano que conserva unas pocas teclas. Fuera de la escuela de música, un colorido caos de mosaicos cubre el pavimento. Lena se agacha y entonces, vacila un momento. “Le daría algunos para que se los lleve, pero tiene usted una hija”.
Hasta hace muy poco, el único hospedaje para los visitantes de Chernóbil eran dos moteles en la Zona de Exclusión, motivo suficiente para no visitar el lugar, al menos para los malcriados estadounidenses habituados a las comodidades (como yo, por ejemplo). Una agencia turística, en una efusiva aunque ominosa manifestación de sinceridad, describe uno de esos lugares –con el poco imaginativo nombre de “Pripyat”- como un establecimiento “de simplista estilo soviético”; es decir, la peor calidad imaginable en la industria de la hospitalidad.
Lo que salvó a su servidor fue Countryside Cottages, agradable cabaña rústica/hotel en un predio cercado de la población de Orane, en la ribera del río Teteriv. Situada fuera de la Zona de Exclusión; era una combinación de serenidad y desasosiego, pues era posible caminar libremente por la población sin someterse a registros continuos del dosímetro. En mi opinión, Countryside Cottages, inaugurado hace dos años, es la mejor –única- opción para hospedarse cerca de Chernóbil, y la mejor manera de describirlo es como un establecimiento Occidental (cualquiera que haya viajado fuera de Occidente sabrá a qué me refiero). Cierto, una noche hubo un apagón, pero tan breve que ni siquiera se entibió el vodka del refrigerador. Por otra parte, había una moderna cafetera, aunque nada de leche orgánica. SoloEast, propietaria de Countryside Cottages, alardea en el sitio web del hotel: “También podemos enseñarle a sembrar o cosechar patatas”. ¿Recuerda que antes celebré sus calentadores de toallas?
A petición de mi chofer, antes de salir de Kiev compré la trinidad eslava de carne asada, alcohol y pan; al caer la noche, los consumiría mientras contemplaba el caudal del rápido y agitado Teteriv, escuchando el incesante cacareo de gallos. Pese a las discordancias de los viajes modernos –desde un McDonald’s en el Barrio Latino de París hasta los “eco resorts” de Haití-, pocas cosas se antojan más surrealistas que las comodidades de Countryside Cottages, donde los estridentes programas de cable rusos pretenden hacernos olvidar el daño residual que hemos ido a contemplar.
POR AMOR A LAS RUINAS
Créame: existe la pornografía de ruinas (ruin porn). Ha convertido Detroit en destino turístico, con legiones de visitantes admirando los restos de la Estación Central de Michigan en vez de atiborrarse con piñas coladas en el resort Sandals. La popularidad de la pornografía de ruinas es responsable de listicles como “Los 38 lugares abandonados más hechizantes de la Tierra”. Pripyat es el primero de esa lista, que también incluye la imponente silueta del Hotel Ryugyong en Pyongyang, Corea del Norte y el castillo Bannerman, en el valle del río Hudson.
Durante mi estancia en Pripyat, el Tate Britain de Londres montó una exhibición llamada “Ruin Lust”, cuyo catálogo incluyó una cita del filósofo y enciclopedista francés del siglo XVIII, Denis Diderot: “Las ruinas me inspiran ideas grandiosas. Todo deviene a nada, todo perece, todo pasa; solo el mundo persiste, solo el tiempo perdura”.
No obstante, para algunos, la pornografía de ruinas es explotadora, una versión del turismo de pobreza: visitas a pandilleros de Los Ángeles, excursiones por Soweto, cosas así. Sobre la opinión de que su ciudad se había convertido en punto caliente para exploradores urbanos y pornógrafos poco convencionales, un funcionario cultural de Detroit dijo: “No nos gusta tratar nuestra ciudad como un gran cementerio y nuestras ruinas, como hermosas lápidas. Nos ofende ser percibidos en esos términos”.
En Pripyat, nadie objetó nuestro voyerismo, aunque topamos con algunos samosels en la Zona de Exclusión, ancianos que regresaron a vivir a las tierras que colonizaron y trabajaron durante mucho tiempo. El área abarca unas 180 aldeas y algunos de sus habitantes sobrevivieron a Stalin y Hitler; y ya que no iban a permitir que un montón de neutrones los despojaran, regresaron ilegalmente a sus propiedades de donde, hasta ahora, nadie se ha tomado la molestia de echarlos.
Visitar a los samosels fue incómodo por lo que argumentan los detractores de la pornografía de ruinas: fue como hacer un recorrido por un decrépito zoológico poblado de animales en evidente sufrimiento. En la población de Paryshiv, sentados a la puerta de su casa, conocí a Ded Ivan y Babushka Maria. Muchas estructuras circundantes parecían meras planchas de madera que, accidentalmente y en ocasiones, formaban ángulos rectos. Ivan y Maria nacieron en la década de 1930, la cual inició con la hambruna general con que Stalin sometió Ucrania. Aunque la siguiente década no empezó mucho mejor, debido a la invasión del Wehrmacht (Ivan recuerda que un perro alemán saltó de un tanque y lo mordió). Se supone que los visitantes deben llevar obsequios a los samosels cuando hacen un recorrido como el que contraté, pero olvidamos ese detalle, así que di a Maria 200 grivnas (16.91 dólares), los cuales guardó en el bolsillo de su sucio abrigo azul claro. Ivan trataba de arreglar una motosierra e Igor, mi chofer, decidió ayudarlo. Mientras tanto, fui con Maria a conocer al cerdo de la familia y me instó a dar una manzana podrida al sucio y gruñidor animal; fue lo más aterrador y asqueroso que hice durante mi vista a Chernóbil.
Más que un museo de historia soviética, aquello era un memorial a Turgenev y Dostoievski, al campesino ruso en su elemento, pero rodeado de radionúclidos como toque de modernidad. “Una tragedia tras otra”, lamentó Ivan. Trató de abundar en su explicación, mas su acento bielorruso-ucraniano era muy pronunciado y por ello, nos despedimos con un dejo de melancolía.
UNA NUEVA ARCA, UN NUEVO ARCO
Mientras los samosels viven en condiciones descorazonadoramente primitivas, la estación nuclear recibe la atención de los mejores ingenieros de Occidente. Gran parte de la Zona de Exclusión permanecerá en ruinas excepto, paradójicamente, lo que ocasionó la devastación.
Sarcófago deriva del griego ?????????? o “comedor de carne”, referencia a la tumba de piedra dentro de la cual se descomponen nuestros restos mortales. No obstante, el que fue construido en torno del reactor en los siete meses inmediatos a la fusión, es un espectáculo pasmoso: unas 400 000 toneladas métricas de concreto y 7000 toneladas de acero, todo tan gris como el cielo de noviembre. Lo preocupante es que en el interior hay una cripta radiactiva cuyo contenido desconocemos y no queremos ver, pero el consenso es que el sarcófago no resistirá mucho más, luego de sobrevivir 30 inviernos tan brutales que sus predecesores acabaron con los ejércitos de Hitler y Napoleón (los veranos tampoco son clementes).
En el invierno de 2013, una parte del salón de turbinas colapsó y con un cinismo propio de la época Brezhnev, un portavoz de la planta se limitó a describir el incidente como “desagradable”.
James Mahaffey, ingeniero nuclear y autor del reciente libro Atomic Accidents (Accidentes atómicos), me dijo que si bien el sarcófago era necesario, estuvo “mal hecho. Nunca debe ponerse concreto encima de un reactor en llamas”. Mas la catástrofe no dio tiempo para opciones ni consideraciones estéticas y el sarcófago de concreto –construido en condiciones infernales a lo largo de siete meses- actúa, en esencia, como una manta térmica que mantiene dentro los elementos radiactivos (algunos se han fundido en una lava nuclear llamada corium, cuyo depósito más conocido es la “pata de elefante”). Aun cuando la estructura ha sido reforzada, no hay mucho más que hacer y todos concuerdan en que el sarcófago debe irse.
Mahaffey no es mesurado al manifestar sus inquietudes. “Concreto ruso, ruso esto y ruso aquello”. Enumera una gran variedad de peligros: vientos que entran por las separaciones del reactor; dispersión de radionúclidos; lluvia contaminada. Más adelante, escribe: “Omití aves, insectos, animales migratorios, turistas, esporas bacterianas y hasta el cambio de guardia”.
“No hace falta un sismo muy intenso para derribarlo”, explicó un ingeniero civil en reciente entrevista con Scientific American. La Federación de Científicos Estadounidenses señala: “Si el sarcófago colapsara por degradación o alteraciones geológicas, la tormenta de polvo radiactivo resultante ocasionaría una catástrofe internacional equivalente o peor al accidente de 1986”. Menudo comedor de carne.
La tierra que rodea el reactor tampoco es la prístina reservación que algunos celebran como un logro de la naturaleza sobre la incompetencia y desconsideración del hombre. A principios de la primavera, un estudio de Timothy Mousseau y colegas de la Universidad del Sur de California reveló que los árboles caídos no se descomponen porque, en palabras del investigador, “la radiación impide que las bacterias descompongan las hojas acumuladas sobre la capa superficial” del suelo, convirtiéndolo en una enorme hoguera potencial cuyo centro yace en el deteriorado sarcófago.
Así que, en el mejor de los casos, Chernóbil sigue latente. Y a fin de prolongar esa latencia, Novarka fue contratada en 2007 para construir el Nuevo Confinamiento Seguro. A veces descrito como un hangar gigante, luego de verlo me pareció más elegante, con suaves curvas parabólicas que recuerdan la gracia del arco Gateway de St. Louis. En un corte cruzado podrían apreciarse dos capas de acero separadas por una capa cuadriculada de 12 metros de espesor. Las formas y ángulos combinados son tan efectivos y simples, que podrían incluirse en un examen de geometría de bachillerato.
Construida, actualmente, en dos piezas, la estructura tendrá una altura de 30 pisos, un peso de 30 000 toneladas y un costo aproximado de 2000 millones de dólares. Una vez terminada, la trampa de acero se deslizará sobre rieles de teflón sobre el Reactor No. 4 (proceso que demorará varios días), por lo que se le considera la estructura móvil más grande del planeta. El Nuevo Confinamiento Seguro será tan enorme que, a decir de la revista británica de tecnología, The Engineer, “es uno en un puñado de edificios que encerrarán un volumen de aire suficiente para generar su propio clima”.
Chernóbil está en el límite de Bielorrusia, lejos de Crimea y las fronteras orientales donde se han agrupado las fuerzas rusas; y no obstante, el conflicto entre Kiev y Moscú podría repercutir en la región. Por ejemplo, un informe de FoxNews.com conjeturó que las naciones occidentales que financian el Nuevo Confinamiento Seguro “recelarían de invertir en un ambiente de inestabilidad política”. El artículo ha orillado a un economista a cuestionar si Rusia “usará la conclusión del proyecto como arma de intimidación para continuar sus acciones contra Ucrania”.
Quizá sea un accidente lingüístico, pero Novarka parece la contracción eslava de “Arca de Noé”. Sí, me doy cuenta de que arca y arco parecen homófonos y tal vez ni eso, pero cuanto más reflexiono en la asociación, más sentido tiene: se supone que esta arca, como aquella, debe salvarnos de nuestros pecados y estupideces; aunque cierto es que la asociación no llega más allá. En esta ocasión no será agua lo que prevalecerá sobre el suelo, sino una pestilencia invisible que, difícilmente, retrocederá.
EL EJEMPLO DE PROMETEO
Lena, mi Virgilio en la Zona de Exclusión, calculó que 90 por ciento de los turistas va a Chernóbil para “llenar un cuadrito en una lista”. Lo mismo hice yo, un cuadrito que permaneció vacío desde las extrañas advertencias de mi padre sobre el cielo de Leningrado, hace 28 años; un cielo tan nublado esa primavera como en otras tantas primaveras de mi vida. ¿Qué había allí, de pronto, que era necesario evitar?
“Esta es una lección para la humanidad”, me dijo Lena mientras caminábamos por el pueblo. Pero cuál era la lección, no me quedó claro. Al final de mis dos días, me pareció que lo había visto todo y al mismo tiempo, nada.
Al escribir sobre la destrucción de Pompeya en 79 d.C., Plinio el Joven describió una “densa nube negra que nos perseguía, extendiéndose sobre la Tierra como una inundación… Ni bien nos sentamos a descansar cuando cayó la oscuridad, no la oscuridad de una noche sin luna o nublada, sino la de una habitación oscura donde han apagado la lámpara”.
Sin embargo, lo más interesante de la carta que Plinio dirigió a Tácito es lo siguiente: “También hubo gente que acrecentaba los peligros reales inventando riesgos ficticios: algunos informaron que parte de Miseno había colapsado y que otra parte estaba en llamas, y aunque sus historias eran falsas, encontraron quienes las creyeran. Un destello de luz reapareció, pero lo interpretamos como una advertencia de la inminencia del fuego más que de la luz del día”. Es casi como si Plinio hubiera reprobado la excesiva desesperación en el momento en que Pompeya encaraba su destrucción. Esperanza en la desesperanza.
Chernóbil es una amalgama similar de temores reales e imaginarios, de alarmismo puro combinado con aleccionadores relatos sobre los límites del poder humano, algo que nos recuerda la estatua de Prometeo que hoy se levanta en la estación nuclear. En un principio, la escultura decoraba la entrada de la sala de cine de Pripyat, también llamada Prometeo y cuyo rótulo en letras metálicas (????????) sigue fijo a la fachada como un batallón trisílabo, fatigado y desgastado por la contienda.
¡Prometeo! Como si hubieran sabido.