La estigmatización de la prensa, los críticos, los opositores e incluso, de los movimientos sociales que no son afines, ilustran una faceta intolerante de los políticos de nuestro tiempo. Lo peor de todo, es que abusan de la retórica y del discurso para denostar, excluir y satanizar a quienes no comparten sus puntos de vista, convicciones o decisiones. Utilizan un recetario discursivo compuesto por maniobras engañosas para generar la seducción social. Ajenos a todo diálogo conciliador, han desarrollado un estilo de confrontación caracterizado por desviar la atención de los problemas reales para inventar enemigos fantasiosos, en la búsqueda incansable por alcanzar un imposible en los sistemas democráticos: el consenso total.
Los actuales jerarcas políticos desarrollan una función discursiva para la deliberación pública sobre asuntos de importancia vital para el ciudadano, que se cumple con la captura de las mentes y voluntades de la audiencia a través de la manipulación de las emociones. Tal retórica proyecta una falsa realidad para conducir a la promesa de una comunidad política de nuevo tipo. El discurso se utiliza con fines de control, desmontaje y descomposición contra la vieja comunidad acusada de todos los males. El estilo no es novedoso, existe desde la antigüedad y da forma al político demagogo. La creencia en el poder mágico de la palabra se advierte en cada discurso para la consecución de los fines buscados, sin importar los medios a través de los cuales se concretiza la acción.
La etimología griega del concepto demagogo, se traduce como “aquel que conduce al pueblo”. En la Grecia clásica representaba a quien, hombre de Estado o hábil orador, desplegaba sus dotes para manipular al pueblo. Fue con Aristóteles que el término adquirió en la teoría política un significado negativo. El filósofo consideraba que la demagogia podía desarrollarse en dos sentidos: de un lado, aquella ejercida por quien aprovechando particulares situaciones históricas y políticas, la dirigía hacia fines propios, excitando y sometiendo a las masas gracias a sus capacidades oratorias y psicológicas que le permiten interpretar sus humores y exigencias más inmediatas; y del otro, aquella ejercida en el desarrollo de una política que no tiene en cuenta —sólo de forma extremadamente superficial y burda— los reales intereses sociales, ni los resultados últimos a los que pueda conducir la acción demagógica dirigida, en cambio, a la conquista y mantenimiento del poder personal.
La demagogia no es una forma de gobierno, ni un régimen político, es más bien una práctica y sobre todo, un discurso que se apoya en las masas favoreciendo y estimulando sus aspiraciones irracionales más elementales, desviándolas de la real y consciente participación activa en la vida política. Esto se produce mediante fáciles promesas, imposibles de mantener, que indican cómo los intereses corporativos del pueblo, o de la parte preponderante de él, coinciden más allá de toda lógica con los de la comunidad nacional tomada en su conjunto.
Se considera que el error o la imprudencia son poco importantes, y que es mejor no hacer rectificaciones, con el riesgo de subrayarlas, por lo que conviene dejarlo correr, esperando que el desliz pase inadvertido. Representa una manipulación retórica del desorden político. No se promueve el diálogo, sino que prevalece el monólogo. El primero está ligado a la búsqueda de la verdad, el segundo a la imposición de una verdad que es la del demagogo.
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