Corría el día 15 del mes de marzo del año 44 a. C., cuando Julio César se encaminó al Foro Romano para leer una petición de algunos legisladores a fin de devolver el poder efectivo al Senado. En ese momento, Julio César ostentaba el cargo de dictador vitalicio, que había obtenido después de sus conquistas en las tierras de las Galias, actualmente Francia, y haber anexionado Egipto al territorio romano, apoyando a Cleopatra como faraón. Camino al Foro, César fue interceptado por el grupo de senadores que habían redactado la petición, quienes lo encaminaron hacia el Teatro de Pompeyo, donde le entregaron el documento y, mientras César lo leía, lo atacaron. Si bien pudo esquivar el primer ataque y herir a su agresor, el resto del grupo intervino y César recibió 23 puñaladas, muriendo en las escaleras del pórtico del teatro. En el complot participaron cerca de 60 senadores.
¿Por qué querrían asesinar a uno de los políticos más exitosos de su época, al estratega militar que pacificó a las tribus galas, exploró Britania y controló a Egipto? Simple: había pasado de un funcionario de segundo orden, con pocos recursos económicos, a tener a su mando varias legiones, pagadas con su propio dinero y ostentar los cargos de cónsul y de dictador vitalicio, además de haber impulsado reformas legislativas incluso cuando la mayoría de los senadores no estaban de acuerdo con ellas.
Todo ello hacía pensar al Senado romano que las intenciones de Julio César eran las de suprimir la República y restablecer el imperio (como de hecho sucedió en tiempos de su heredero, Octavio). Y esa fue la principal motivación de Gayo Casio Longino, Marco Junio Bruto, Décimo Junio Bruto Albino (pariente lejano de César) y del propio filósofo Marco Tulio Cicerón, entre otros políticos romanos, para asesinarlo, evitando así la instauración de un tirano y un nuevo imperio.
Julio César llenó de orgullo a Roma, llegando incluso a ser venerado, pero con el pasar de los años fue acumulando poder en exceso, ostentando más de un cargo público (cónsul, pontífice máximo, dictador…) y pagando con su propio dinero (y el de su amigo, Marco Licinio Craso) a las legiones bajo su mando, lo que hacía que los soldados fueran leales y fieles a él y no a la República Romana. La democracia era uno de los grandes orgullos del pueblo romano y se temía que un personaje tan carismático la pudiera suprimir.
Quitando los elementos sangrientos y violentos, la acción tenía la intención de revocar el mandato a quien se había convertido en un tirano y que amenazaba los intereses de la República. Los romanos habían consolidado un sistema democrático en el que las instituciones eran más valiosas que los dirigentes y ahora estaba amenazado, el violento acto incluso se consideró como correcto. Fue un método antidemocrático y violento que defendió a la democracia.
Líderes corrompidos y violentas acciones para retirarlos fueron conformando el sistema democrático en el que vivimos, siempre en ciernes, pero con separación entre iglesia y estado, división de poderes, sistema de partidos y candidatos independientes, instituciones ciudadanas que ejercen el poder público y esquemas de participación ciudadana. El camino a la verdadera democracia -y más en países latinoamericanos- se antoja inalcanzable, pues por cada paso a la democracia observamos la renuencia y el deseo de quienes en su momento detentan el poder por preservar sus privilegios.
Es por ello que considero tan significativa la revocación de mandato, pues los ciudadanos pueden y deben deponer al político que les amenace a ellos y a la democracia. Es un derecho intrínseco que pone al político al servicio de la ciudadanía y disminuye la enorme desigualdad entre ciudadano y gobernante. Como en cualquier avance que ha tenido nuestra democracia habrá sus detractores y los gobernantes buscarán la forma de irla evadiendo, pero garantiza que la población tenga los mecanismos para retirar a quien claramente ya no quieren y no entrega los resultados adecuados.
Tal vez nos resulte imposible concebir a un Julio César en la actualidad –y más aún en la realidad mexicana-, pero basta remontarnos algunos años para recordar a Ulises Ruiz en Oaxaca. Desde antes del segundo año de su mandato acarreaba ya un enorme descontento social y una gran incapacidad para manejar los conflictos sociales, que fueron uno a uno incrementándose hasta llegar a un estado de ingobernabilidad en el que, a pesar de haber durado más de un año con enormes conflictos, fue imposible retirarlo de su encargo.
En ese tiempo yo llevaba apenas unos años de profesor en la universidad y uno de mis alumnos me hizo una pregunta que me persiguió por mucho tiempo: “¿Qué hace falta, entonces, para que un Gobernador en México pueda ser retirado?” Hace 10 años la solución parecía limitarse al apuñalamiento –nada recomendable al menos en nuestro tiempo-; ahora sólo se ocupa una participación cuantiosa de la sociedad. Tal como lo mencionó Olimpo Nava al término de su función en la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación: “los problemas de la democracia se arreglan con más democracia”.