La situación política de Venezuela ha llegado a niveles críticos. El rompimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, anunciado por Nicolás Maduro, provoca una situación inédita frente a la cual será imposible que el Gobierno de la República mantenga la tibia posición que ha sostenido hasta ahora, argumentando que los principios constitucionales establecen la no intervención y la libre determinación de los pueblos.
En efecto, el argumento que se ha esgrimido desde la Cancillería, y también por los nuevos voceros mediáticos del gobierno, es que México no ha fijado una posición de condena frente a Nicolás Maduro, porque se pretende tener una posición de “neutralidad” para que, llegado el momento, México pudiera fungir como “mediador” internacional en la que se percibe ya como la inevitable caída de Maduro.
Esa idea es más o menos consistente, y se ha intentado reforzar con la relativa a que México no debe plegarse a posiciones de gobiernos de derecha y cuasi fascistas como el de Brasil, Colombia y el de extremo populismo de Donald Trump.
Pese a lo anterior, cabe preguntarse si efectivamente, ante un autócrata como Nicolás Maduro, pueden aplicarse a raja tabla los principios de la Doctrina Estrada; es decir, este caso permite poner a discusión cuáles son los supuestos bajo los cuales México debe guardar neutralidad, y cuáles otros en los que, en el contexto de la globalización, debe tener una actitud mucho más activa y también de liderazgo político y ético.
Por ejemplo, sería absurdo sostener que, bajo el principio de la no intervención, México no condenara los abusos del llamado “Estado Islámico” (EI); y aunque es obvio que Maduro no es un salvaje como los líderes del EI, sí es un gobernante que atenta contra las reglas elementales de la democracia, con las cuales nuestra Constitución es clara y establece un mandato ineludible con los derechos humanos.
Desde esta perspectiva, lo que debe resolverse son dos cosas: 1) cuáles son las adecuaciones que deben llevarse a cabo a la Doctrina Estrada, creada en un contexto radicalmente distinto al que hoy vivimos, para adecuarla a la nueva realidad globalizada; y la segunda, cuál es el papel de nuestro país en el concierto internacional, más allá de las convicciones personales del Presidente de la República, a fin de proteger y garantizar la mejor defensa de los intereses nacionales, pero asumiendo el compromiso de defensa de los derechos humanos en cualquier territorio.
Es claro que México no debe seguir ni respaldar la política injerencista norteamericana; eso constituiría un error grave y una vulneración a los principios soberanos que tanto ha defendido el presidente López Obrador; pero en la lógica regional y global, nuestro país tampoco puede correr el riesgo de ser señalado como una nación que no es solidaria con la libertad y la legalidad.
Desde esta perspectiva, no se trata de que México se sume al grupo de naciones que desconoce a Nicolás Maduro; pero sí podría fijar una posición firme en la cual se asuma una especie de “abstención”, es decir, no reconocer a uno u otro gobierno, hasta que haya claridad del estado de constitucionalidad respecto de uno u otro bando en disputa.
Si México quiere en serio jugar un papel de “mediador” en este conflicto, debe ser un Estado firme y serio ante la comunidad internacional; como lo fue en los casos de Centroamérica, y como lo ha hecho históricamente en otros conflictos binacionales o regionales.
Me atrevo a sostener que Maduro no podrá sostenerse en el cargo durante mucho tiempo más; la cuestión es cuándo y sobre todo, que México pueda contribuir a que en Venezuela se logre una transición pacífica y democratizadora que le dé a la población de aquel país acceso a la libertad plena y sobre todo, no abandonar la idea de una América Latina solidaria y en búsqueda del sueño bolivariano de una región próspera, amistosa y hospitalaria.