Salvador López I Metepec
La violencia que se apoderó de Metepec dio paso a la calma. Una calma tensa, un silencio en el que todavía parecía percibirse el eco del bullicio que solo unas horas antes se apoderó del municipio donde cuatro personas, a quienes la gente señaló como ladrones de infantes, fueron golpeadas, una de ellas con consecuencias mortales.
Un vehículo PT Cruiser ya sin placas, totalmente calcinado, quedó como testigo de las acciones de una turba que manchó de sangre las calles aledañas a la presidencia municipal.
La unidad yacía improvisadamente acordonada con una banca de estilo religioso, junto con dos listones policiacos.
Antes de llegar a Metepec faltaba la gente, señal de que el 27 de septiembre del 2018 no era un día normal. Algo estuvo mal. A poco más de una hora de camino desde la capital del estado, un letrero azul sobre la carretera daba la bienvenida, única señal de un cálido recibimiento.
Esa sensación se hacía más clara a cada metro avanzado. Al acercarse a la cabecera, donde un agente ministerial fue condenado a muerte por el juicio popular, con el argumento de ser un delincuente, las miradas furtivas eran comunes. Sin embargo, contrastaba con la normalidad con la que algunas personas actuaban: un niño, todavía con el uniforme de su escuela, caminando en la acera de la mano de su madre; un par de adultos mayores sentados afuera de un negocio, platicando.
En la cotidianidad de otros, no obstante, no se vivía un día cualquiera. Un grupo de hombres afuera de un taller mecánico conversaba mientras miraba la pantalla de un teléfono inteligente. Algo en el dispositivo móvil hacía que constantemente lo señalaran.
Los grupos de personas no fueron cosa común en el camino de la entrada del pueblo a la zona del linchamiento, tercero en Hidalgo en menos de dos meses. En algunos negocios era posible ver a tres o cuatro personas hablando entre sí; alguno se distraía para observar los autos pasar.
Pero nadie sabía nada, nadie vio nada. Las únicas dos personas que se atrevieron a cruzar palabras con un par de foráneos aseguraron no tener conocimiento de que algo extraño hubiese ocurrido, pese a que horas antes, además del ministerial muerto por la gravedad de las lesiones que le ocasionó la golpiza en masa, tres supuestos delincuentes rescatados del linchamiento por elementos estatales fueron trasladados a un hospital de Tulancingo.
La cantidad de personas en las calles fue disminuyendo. Al tomar la desviación que lleva a la plaza principal solo una familia de pastores seguía sus actividades con normalidad: dos niños corrían –uno detrás de un balón de futbol y el otro, de las ovejas–, mientras los padres vigilaban de cerca.
El lugar se convirtió en un pueblo fantasma: calles vacías y alrededor de la plaza principal apenas seis policías resguardaban el esqueleto del auto calcinado, cuya propiedad no ha sido informada por las autoridades. Apenas tres vehículos estacionados fuera de algunas casas y uno más frente a la Casa de Día del municipio completaban la escena cercana al lugar del crimen.
A escasos metros del auto que había estado en llamas unas horas antes, un vecino salió de una vivienda empujando una carretilla. Tras lanzar una mirada furtiva siguió su camino, pero no era el único; cinco personas se reunieron cerca del kisoco y no dejaron de observar a los extraños hasta que estos se fueron.
El sexteto de uniformados de la corporación municipal –la cual no pudo impedir la golpiza del agente de la procuraduría, tundido a palos, como muestran videos del hecho– tampoco accedió a relatar lo sucedido.
“Toda la información ya está en redes”, dijo uno; “la gente ya está en sus casas, con su remordimiento”, reflexionó otro, y fue lo único que se animó a decir.