Bajo ciertas condiciones, las ficciones pueden ayudarnos. A veces, hasta pueden aliviarnos, iluminarnos y mostrarnos el camino. Sobre todo, pueden recordarnos nuestra condición, traspasar la apariencia superficial de las cosas, hacer que reconozcamos corrientes superficiales y corrientes subyacentes. Las ficciones pueden alimentar nuestra conciencia, lo cual puede generar la facultad de saber, si no quienes somos, al menos qué somos, un conocimiento esencial que nace de la confrontación con la voz de otro.
Alberto Manguel, La ciudad de las palabras (Almadía, 2010)
No son pocos los estudiosos de la lectura que subrayan su importancia como un acto provocador que, entre otras muchas ventajas, sostiene a una sociedad conformada por individuos con un pensamiento propio, es decir, capaces de observar y reflexionar sobre su contexto más cercano.
Con palabras mucho más elocuentes y bellas, Gianni Rodari equiparó el efecto del lenguaje poético, es decir, del lenguaje literario, con el de una piedra lanzada al agua, cuyos círculos concéntricos se expanden y afectan a lo que descansa en la superficie del estanque. Este ejercicio, sin embargo, requiere de un proceso individual de apropiación y significación del texto que pocos, muy pocos, son capaces de alcanzar en nuestro país, pues las estadísticas oficiales nos siguen ubicando en lugares paupérrimos en niveles de lectura.
Así que, a pesar de los años y los esfuerzos de instituciones públicas, sociales y privadas, la pregunta sigue siendo cómo animar a los mexicanos a leer. Las respuestas no han sido pocas, pero entre las más efectivas se encuentra la de apoderarse del espacio público a fin de lograr para la lectura un efecto parecido al que genera el futbol: un gusto apasionado y arrebatador, pero, en este caso, transformador de conciencias en un sentido más elevado.
¿Qué supone apoderarse del espacio público? Mucho valor y audacia ante el colectivo que considera, por citar un ejemplo, la lectura espontánea en voz alta, un proceso de locos, de emancipadores y de evangelización. Al contrario de los bailarines, los actores y los músicos que pueden cobijarse con su vestuario, con sus instrumentos, con sus movimientos, la lectura se sirve de un objeto estigmatizado —el libro— y de un elemento poderoso pero intangible —la voz—.
Es justamente en la oralidad donde se halla un elemento para la promoción lectora que vale la pena rescatar. La voz como instrumento primigenio para compartir el conocimiento y las historias. En algunos estados de nuestra república hay diversos eventos, de todos los tamaños y diversos esfuerzos, que buscan rescatar la oralidad como forma de conocimiento colectivo y como una manera atractiva de pasarlo de generación en generación. En Xalapa, en el próximo mes de octubre, se llevará a cabo el sexto festival internacional de cuentos y flores; asimismo, en julio pasado se celebró el XXIX Festival Internacional de Narración Oral, que cuenta con la participación de los narradores integrantes del Foro Internacional de Narración Oral, AC.
Paralelo a estos eventos de gran envergadura, en cada estado, en pequeñas ciudades y comunidades, están también los cuentacuentos, los narradores orales escénicos, que, con pequeñas actividades en foros públicos, van pasando la voz y su encanto. En el caso de Tlaxcala, la propuesta ha sido llegar a espacios como las cafeterías para invitar, ya no una taza de café, sino una de cuentos para acompañar su tarde. Se funden en estos intentos la oralidad, la compañía y el espacio hospitalario para hacer cotidiano el gusto por las historias. Ya que sobre el acto de leer caen calificativos y sentires poco atractivos (aburrido, monótono, cansado, obligado), hay que ofrecer variedad, en la historia, en el formato, en el relato. De ahí llegará el lector en potencia y escogerá lo que le signifique, lo que le resuene y, finalmente, lo que se mimetizará con todo su ser emocional y sensorial para habitarlo y transformar su pensamiento.
Este proceso maravilloso es lo que se busca a través del fomento de la lectura; no el hecho por sí mismo de leer, de tomar un libro y sentarte. El proceso es invisible y va tomando forma con el tiempo, con la experiencia, con las vivencias de aquello que leímos que nos ayudan a comprender y experimentar de una manera totalmente nueva, a través de los ojos del otro.
Alberto Mangel nos explica que en la lectura se pueden fundir lo privado y lo social; al encontrar respuestas personales, cambia la manera en la que vemos nuestra realidad: la reflexionamos, la cuestionamos, la comparamos y por qué no, puede llegar a ser que la transformemos. Demos un voto de confianza a esas historias que nos contamos a diario y que antaño tenían la fortaleza de ser el medio casi exclusivo para convivir y pasar tiempo en sociedad. Las voces e historias de los abuelos y abuelas encarnan este ideal que indudablemente está disolviéndose. Pero quedan los narradores orales, aquellos que sólo blanden la palabra, el gesto y la voz para atraer la atención sobre todo aquello digno de ser contado.