Este fin de semana iniciaron los trabajos de la LXIV Legislatura del Congreso de la Unión. Con mayoría tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, los legisladores del partido Morena anuncian que “ha llegado la hora cero de la nueva república”. Se instauró un Poder Legislativo prácticamente monolítico, integrado por personajes de diferentes orígenes políticos y portadores de una pluralidad de ideologías, que deberá mostrar su independencia y capacidad para lograr los cambios prometidos durante el pasado proceso electoral. Entre éstos, en primer lugar, atemperar la concentración de facultades que posee el Poder Ejecutivo acentuando su responsabilidad política por las decisiones adoptadas. No se debe olvidar que el Poder Legislativo es uno de los tres poderes del Estado y teóricamente encarna el principio de la representación política de la sociedad.
La separación de poderes representa una de las definiciones más conocidas del constitucionalismo. Incluso el Artículo 16 de la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que produjo la Revolución Francesa de 1789, establecía que: “Toda sociedad en la cual no sea asegurada la garantía de los derechos y determinada la separación de los poderes, no tiene Constitución”. Desde una perspectiva jurídica y política, y en armonía con esta definición, se identifica el constitucionalismo con el sistema de frenos y de contrapesos en una democracia. Además, parlamento significa diálogo, debate, discusión sobre las leyes, y proyecta la evolución de los sistemas representativos, en cuanto se trata de asambleas democráticas que no se autolegitiman a sí mismas, sino a través de una relación permanente con los ciudadanos.
Vivimos una sensación de crisis generalizada y observamos el agotamiento de las formas tradicionales de la representación política. Durante años se pensó en la alternancia para arribar a la democracia; hoy la verdadera transformación se localiza en las modalidades que adoptará nuestra convivencia política. Tenemos un sistema de partidos que históricamente jugó a bloquear la acción del gobierno. Con esta arquitectura política, la oposición frenaba sistemáticamente las propuestas del partido gobernante, produciendo un estancamiento de la vida política que impedía el despliegue de gobiernos funcionales. Estas prácticas han llegado a su fin. Partiendo de las clásicas reflexiones sobre los “poderes meta-constitucionales” del Ejecutivo y el sometimiento ejercido sobre los poderes Legislativo y Judicial, ha llegado el momento de restituirles su autonomía e influencia política. La referencia inevitable es a la concentración y uso discrecional del poder. Los estudios comparados sobre los sistemas políticos contemporáneos, ofrecen una perspectiva en la que se concluye categóricamente que en aquellos lugares donde la figura del Ejecutivo es predominante en la toma de decisiones, siempre aparece una estructura política orientada a la centralización.
Es el momento de plantear la reconducción al circuito representativo de nuestras instituciones, introduciendo correcciones en el sistema presidencialista y propiciando mayor apertura hacia la sociedad civil. Las prácticas parlamentarias son funcionales a la democracia cuando mantienen su naturaleza colegiada, pluralista, deliberativa y paritaria, y para consolidarlas se deben superar las disfunciones estructurales del viejo sistema. Las instituciones están sujetas a múltiples vicisitudes que hacen inevitable su permanente adaptación a los cambios culturales, sociales y políticos de nuestro tiempo, por lo que se requiere de un Poder Legislativo que sea independiente de los otros poderes y democrático en su actuar.
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