Cada 10 de mayo aparecen los moños, las flores, las promociones de electrodomésticos envueltos en papel rosa.
Las tarjetas con palabras dulces, los poemas con rima fácil, los desayunos fríos en la cama.
Y todo parece tan bonito, tan decorado, que por momentos da la sensación de que ser madre es algo que se puede agradecer con un ramo de rosas y una comida familiar en domingo.
Pero la historia de la maternidad no empezó con un pastel.
Ni con un refrigerador nuevo.
En la antigüedad, las madres eran divinas o temidas.
Isis, Coatlicue, la Pachamama. Diosas que nutrían, pero también daban muerte.
Sabían parir y enterrar. Alimentar y soltar.
Eran principio y fin.
Después vino la domesticación del mito.
La madre se volvió virgen, callada, incansable.
Un cuerpo útil. Una figura moral. Un símbolo nacional.
Y ella —la que hoy no lleva flores ni moños— no encajó en ninguno de esos relatos.
A las 6:23 am de un día cualquiera, antes de que su hijo despierte, ya lleva dos horas fuera de la cama.
No hay serenatas, pero sí hay uniforme limpio.
No hay poema, pero hay lista de pendientes y lunch con fruta.
No hay altar de papel picado, pero sí una mochila al hombro, una mano firme y una cabeza llena de números, horarios y silencios que no se dicen.
Ser madre, en su historia, no es un momento.
Es el ritmo.
Es la respiración.
Es la entrega que no se posa en fotos ni se mide con aplausos.
Es pagar la luz, cambiar las sábanas, entender las preguntas que no se formulan, hacer rendir lo que no alcanza.
No hay épica en su maternidad.
No hay testigos.
Pero hay consistencia.
Hay fuerza.
Hay días que terminan con ella hablando sola, cenando lo que quedó, mirando a la pared como si fuera una amiga.
Y, aún así, al día siguiente, lo vuelve a hacer.
Con amor. Con coraje. Con cansancio.
Sin esperar un calendario que la celebre.
Porque el 10 de mayo es una fecha.
Pero ella está en esto todo el tiempo.
Es madre cuando decide.
Es madre cuando duda.
Es madre cuando abraza y cuando se encierra en el baño a llorar en silencio.
Es madre sin flores, sin títulos, sin testigos.
Como muchas.
Como tantas que no entran en las canciones.
Que no encajan en los comerciales.
Pero que sostienen el mundo desde lo invisible.
No le pidan que se emocione con un día.
Denle tiempo.
Compañía.
Presencia real.
Y si quieren celebrar, no lo hagan con discursos.
Háganlo con acciones.
Con redes que acompañen, con descansos compartidos, con vida repartida entre muchas manos.
Porque ella —como todas— no necesita otro poema.
Necesita que alguien, por fin, se quede
cuando ya no tenga fuerzas para continuar sola.