Cuántas veces he querido volver a un momento que ya no existe.
No por nostalgia dramática, sino por esa necesidad tibia de tocar, aunque sea con la memoria, lo que me hizo sentir en casa. A veces no es una persona. A veces es una tarde, una canción en la radio, una conversación que parecía irrelevante pero que después cargué como talismán durante años.
Hace poco soñé con un hotel antiguo. De esos con alfombras rojas gastadas, lámparas que titilan, olor a polvo y madera encerada. Caminaba por un pasillo largo, buscando una habitación que no recordaba haber reservado. Afuera llovía. Adentro, alguien me esperaba. No lo vi. Solo sentí la certeza de que esa persona se había marchado hace tiempo. Y aun así, ahí estaba.
Desperté llorando.
No tengo la menor duda de que ese hotel no era un lugar. Era una idea.
Un espacio mental que inventé para regresar a lo que ya no tengo.
Y no lo digo como metáfora bonita. Lo digo con el cuerpo. Con la garganta cerrada.
Hay una película de los 80 que siempre me ha parecido conmovedora: Pídele al tiempo que vuelva. Un hombre se enamora de una mujer que ya no vive en su tiempo, y viaja al pasado para encontrarla. Todo en esa historia está cubierto de luz dorada, de vestidos largos, de un amor difícil de resistir, que parece tan imposible como inevitable.
Y cada vez que la veo me pregunto: ¿cuántas veces hemos intentado lo mismo, sin magia, ni ficción?
¿Cuántas veces hemos cerrado los ojos con fuerza esperando que, al abrirlos, estemos otra vez en esa escena que no supimos que era la última?
No lo sé.
Solo sé que hay días en los que una taza de café, una prenda vieja o una canción bastan para abrir una puerta secreta. Y uno entra. Sin pensar. Sin querer salir.
Lo que da miedo no es entrar. Es no saber cuándo volver,hay quienes preferirían no hacerlo.
A veces pienso que ese impulso de quedarnos en el recuerdo es también una forma de duelo. Un mecanismo de defensa para no admitir que la vida siguió sin pedir permiso.
Pero también sé que hay una línea delgada entre recordar y habitar.
Y que a veces la cruzamos sin darnos cuenta.
No se trata de olvidar. Tampoco de borrar lo que fue hermoso.
Pero hay que tener cuidado. Porque si uno se queda demasiado tiempo en la habitación de lo que fue, empieza a creer que ahí también está lo que será.
Y no.
La vida está en otra parte.
Aveces es difícil distinguir si es que quiero volver a lo que fue, o si solo quiero dejar de pelear con lo que ya no puede ser. Reconciliarme conmigo y estas versiones que que fui, que soy.
Porque cambiar de piel no es poético.
Es violento.
Es incómodo.
Es mirar todo lo que ya no encaja y resistirse un poco más de la cuenta antes de soltar.
Es querer avanzar y, al mismo tiempo, echar raíces en lo que ya se quebró. Pero lo hago. Lo hacemos. Cada quien a su ritmo. Con pausas. Con dudas. Con ternura, cuando se puede.
Con rabia, cuando no.
Y es que, aun así, aún con todo, la vida sigue.
Incluso cuando no estamos listas.
Incluso cuando queremos quedarnos.
Desde siempre, hemos sido nómadas.
Cambiamos de piel, de etapa, de destino.
Nos movemos.
Cambiamos.
Dejamos cosas atrás aunque no queramos.
Y cargamos otras sin darnos cuenta.
Aprendimos a llevar con nosotros lo esencial: el pan, el fuego, los nombres de quienes amamos.
También aprendimos a dejar cosas atrás. A veces por necesidad. A veces por amor.
Eso hacemos:
seguir con la vida porque la vida sigue.
Incluso cuando duele.
Incluso cuando quisiéramos regresar y quedarnos justo ahí, en un hubiera que jamás será habitado, en un pasado que no existe… al menos, un minuto más, una ilusoria e ingenua última vez.
Eso hacemos:
seguir, aunque cueste.
Llevar lo que amamos en silencio.
Recordar sin quedarnos a vivir ahí.
Soltar sin dejar de querer.
Porque no fuimos hechas para quedarnos.
Fuimos hechas para sentirlo todo, y así, seguir.