Nadie nos enseña a vaciar la casa de nuestros padres o abuelos.
Nos enseñan a cuidar, a respetar, incluso a obedecer. Pero no a meter en cajas la vida de alguien que amamos. No a decidir qué se queda, qué se dona, qué se tira. No a abrir cajones sabiendo que lo que saques será, quizás, lo último que toques de esa persona.
La primera vez que entré solo a la casa de mi abuelo después de que se fue, sentí que el aire estaba detenido. Como si las cosas también supieran que ya no iban a ser tocadas por él. Ahí estaba su sillón, aún con la forma leve de su espalda. El bastón apoyado en la esquina. Una taza sin lavar en el fregadero. Como si fuera a volver.
Vaciar su casa fue como entrar a un museo sin guías. Sabía que cada cosa tenía un significado, pero no siempre sabía cuál. Solo me quedaba el gesto de adivinar. Y eso duele. Duele no haber preguntado más. No haber estado más atento cuando él contaba sus historias de juventud con esa sonrisa tímida, como si no quisiera molestar.
La casa no olía a polvo. Olía a historia. A muebles encerados, café recalentado y ese perfume fuerte y profundo que usaba desde siempre. Ese que me hacía pensar, de niño, que así olía el mundo de los adultos. Todo era familiar, pero también ajeno. Había silencio, pero no paz.
Fui de cuarto en cuarto. En la cocina, descubrí la vajilla que solo usaban en Navidad. Entera. Como esperando una promesa que no se cumplió.
En su ropero, el abrigo de lana que tanto le gustaba. Me lo puse por un instante. Me quedaba grande. Me hizo sentir pequeño. Luego lo doblé con cuidado y lo guardé, sin saber si lo hacía para mí o para él.
Los cajones escondían fotos en sepia, boletos de tren, cartas sin remitente, su libreta con cuentas del mes, recetas médicas, una medalla oxidada y varias estampas de santos. Cosas que nunca mencionó y que ahora, sin su voz, parecían gritar su historia.
Y en el cuarto pequeño, las enciclopedias. Las mismas que me prestaba para hacer tarea, diciéndome: “Aquí está todo lo que uno necesita saber.” Las dejé al lado del contenedor. Nadie las quiere ya. Eso dolió más que tirar cualquier mueble. No porque fueran útiles, sino porque me enseñaron a amar el saber. A hacer preguntas.
Entre los objetos también estaban sus contradicciones: el radio viejo donde escuchaba boleros y noticieros, su fidelidad ciega a ciertas marcas de refresco, su desprecio a una televisora y la devoción absoluta por otra “que sí sabía contar historias”. Su amor por las películas de la Época de Oro del cine mexicano —ningún domingo estaba completo sin un chiste de Cantinflas o una frase de Pedro Infante—.
Siempre estaba de buen humor. Hacía chistes incluso cuando se sentía mal. Entre cada objeto encontré una carcajada suya. Entre cada silencio, su forma de estar: terco, generoso, firme y bueno.
A veces lo extrañaba incluso cuando estaba vivo.
Emily Dickinson lo escribió con esa verdad que corta en seco:
“El ajetreo en una casa / la mañana después de la muerte / es la más solemne de las labores… / Barrer el corazón / y guardar el amor / que no desearemos usar de nuevo / hasta la eternidad.”
Y sí, barrí. Y guardé.
Pero también dejé cosas abiertas. Como su taza. Su abrigo. Su historia.
Porque el duelo no es solo dolor. Es también la insistencia de recordar bonito.
La elección de no quedarte solo con lo que faltó, sino con lo que alcanzó a darse.
Y si algo he aprendido, es que a veces la despedida más profunda no es con la muerte, sino con lo cotidiano:
con ese gesto repetido que ya no volverá,
con la pregunta que ya no tendrá respuesta,
con la puerta que ya no se abrirá de nuevo.
Ese día cerré la puerta con una mano temblorosa.
Y aunque la casa quedó vacía, su ausencia estaba llena.
Llena de historias, de cosas pequeñas, de un amor imperfecto.
Pero amor, al fin.