En nuestra sociedad, ser madre ya implica una carga emocional, física y social significativa. Pero ser madre de un niño con una discapacidad permanente implica vivir en una constante resistencia. No solo contra los miedos personales, sino también contra instituciones ciegas, políticas simuladas y una cultura que continúa viendo la discapacidad desde una óptica asistencialista y capacitista.
Las madres de niños con discapacidad permanente cargan con un miedo profundo: ¿quién cuidará de mi hijo cuando yo ya no esté? Este temor no es gratuito ni irracional. Surge porque el entorno que debería garantizar derechos, inclusión y autonomía, simplemente no está diseñado para ello. Las políticas públicas, aunque aparentemente inclusivas, están atravesadas por una simulación peligrosa. Se promulgan leyes, se crean programas, se celebran “días de la discapacidad”, pero en la realidad cotidiana, estas madres enfrentan trámites interminables, falta de acceso a servicios adecuados, y una profunda indiferencia institucional.
Según el INEGI (2020), en México hay más de 20 millones de personas con alguna limitación funcional, y cerca de 500,000 niñas y niños viven con una discapacidad permanente. Sin embargo, menos del 30% accede a servicios de salud especializados y solo 1 de cada 10 asiste a una escuela con infraestructura y personal capacitado para atender sus necesidades. Esta brecha en el acceso constituye una violación directa al Artículo 24 de la CDPD, que establece el derecho de las personas con discapacidad a la educación inclusiva en todos los niveles, sin discriminación.
Las barreras no son solo físicas, son también estructurales y simbólicas. El modelo médico- rehabilitador sigue siendo el enfoque predominante en la atención gubernamental a la discapacidad: la discapacidad es vista como una “enfermedad” que debe ser “curada” o “mejorada”, en lugar de reconocer la diversidad funcional como una forma legítima de ser en el mundo. Esta perspectiva excluye, infantiliza y medicaliza a los niños con discapacidad, perpetuando una lógica asistencialista en lugar de un enfoque social de derechos humanos que promueva la autonomía y el respeto a su individualidad.
La CDPD, en su Artículo 3, defiende el respeto por la dignidad inherente, la autonomía individual —incluida la libertad de tomar decisiones—, y la no discriminación. Estos principios se ven violentados cuando los sistemas de salud, educación y bienestar social continúan operando bajo paradigmas de caridad o compasión, en vez de estructuras de justicia.
Y lo más grave: muchas veces, incluso las propias madres, desde el dolor o el desconocimiento, reproducen esta visión proteccionista. A sus hijos se les sobreprotege, se les habla en diminutivo, se les niega la posibilidad de decidir, de fallar, de crecer. La sociedad tampoco ayuda. Está diseñada para “tolerar” la diferencia, no para convivir con ella. Se celebra a quienes “superan” su discapacidad —como si vivir con ella no fuera ya una forma de plenitud— y se invisibilidad a quienes no encajan en ese molde funcional.
El capacitismo, esa ideología que da valor según las capacidades físicas o intelectuales, atraviesa la mirada social y muchas veces también la familiar. De manera inconsciente, incluso las madres pueden reproducirlo, pensando que su amor debe traducirse en protección absoluta, cuando en realidad, la verdadera lucha debería ser por la independencia, por el derecho de sus hijos a decidir sobre sus vidas, a educarse, a amar, a equivocarse, a trabajar y a vivir sin ser reducidos a su diagnóstico.
El Artículo 19 de la CDPD reconoce el derecho de las personas con discapacidad a vivir de forma independiente y a ser incluidas en la comunidad. Sin embargo, según datos del CONAPRED (2023), el 85% de las personas con discapacidad en México depende económicamente de un familiar, y más del 90% de las cuidadoras principales son mujeres, en su mayoría madres o abuelas. Esta situación no solo invisibilidad el trabajo de cuidado, sino que coloca sobre sus hombros una carga que debería ser compartida socialmente.
La deuda del Estado es inmensa, pero también la tarea cultural lo es. Necesitamos derribar los muros institucionales que simulan inclusión y construir políticas verdaderamente participativas donde las personas con discapacidad y sus familias sean protagonistas, no beneficiarios. Esto implica cumplir con el Artículo 4 de la CDPD, que obliga a los Estados a consultar y colaborar estrechamente con las personas con discapacidad en la formulación de políticas que les afectan.
Necesitamos abandonar el enfoque rehabilitador por un enfoque de diversidad funcional, donde la discapacidad no sea un error del cuerpo sino una característica más de la condición humana.
Y sobre todo, necesitamos abrazar otra forma de maternar: una que no ahogue en amor protector, sino que acompañe desde la confianza, el respeto y la lucha compartida por una sociedad verdaderamente inclusiva. Porque solo así, las madres dejarán de preguntarse con angustia qué pasará cuando ellas ya no estén. Solo así, podrán estar tranquilas sabiendo que sus hijos tendrán un mundo donde vivir con dignidad. Un mundo que, como establece el Artículo 1 de la CDPD, garantice el pleno goce de todos los derechos humanos y libertades fundamentales, en condiciones de igualdad.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.