Creció entre rieles, durmientes y silbatos. No porque viviera cerca de las vías, sino porque su casa estaba llena de historias que viajaban sobre trenes. Su abuelo fue maquinista; su padre, también. A veces parecía que el hierro de los ferrocarriles no solo formaba parte de sus trabajos, sino de su manera de ver la vida: recta, firme, con rumbo.
Desde niña, cada visita al abuelo era una invitación a subirse a sus recuerdos. Le hablaba de los amaneceres en medio del llano, del vapor espeso que lo cubría todo como una nube densa, del saludo puntual en las estaciones pequeñas donde la gente esperaba con emoción y sombrero en mano. Le contaba cómo los trenes unían pueblos, acercaban familias y traían esperanza en forma de vagón.
En su casa, el tiempo parecía marcarse al ritmo de los rieles. Había fotos de locomotoras, gorras de maquinista, mapas con rutas que ya no existen. Y aunque los trenes dejaron de pasar, las historias nunca se detuvieron.
Con los años entendió que aquellas conversaciones no eran sólo memorias: eran una forma de pertenecer. El tren no era solo un medio de transporte, era identidad. Era el modo en que su familia había aprendido a entender la distancia, el trabajo, el tiempo. Y también, sin saberlo, era la herencia que le estaban dejando: no un oficio, sino una manera de mirar el mundo. Con paciencia, con destino, con pausa.
Hoy, tantos años después, le emociona profundamente saber que los trenes de pasajeros están de regreso. Que volverán los viajes largos mirando por la ventana, el vaivén suave que arrulla, los paisajes que cambian lentamente como si uno pudiera saborearlos con calma. Le llena el pecho imaginar que ahora sus hijos podrán vivir un pedazo de esa historia. Que conocerán ese México que se recorre sobre rieles, que se saluda entre estaciones, que se cuenta con anécdotas y silbidos.
El regreso de los trenes no es solo una apuesta por la conectividad, la movilidad o la infraestructura. Para ella —y para muchos otros— es una reconexión con las raíces, con las memorias de quienes dedicaron su vida a conducir el país sobre acero. Es una oportunidad de compartir algo más que un medio de transporte: compartir un legado.
Lo dijo Juan Rulfo, con esa voz suya que parece traída del polvo: “Allá, donde silba el viento, se oye de vez en cuando el silbato de un tren que no llega, pero que uno siempre espera.”
Ojalá que el tren nunca más deje de pasar.