Cuando nos mudamos por el trabajo de mi padre en la secundaria, me costaba hacer nuevos amigos, mi apariencia y timidez no eran una buena combinación fuera del rancho de mis abuelos, tenía que esforzarme para no preocupar a mi madre, así que decidí entrar al equipo de basketbol. Ahí fue donde conocí a Ismael, y aunque ninguno estaba muy comprometido en la cancha, desde entonces comenzó una amistad que duraría años.
Con el tiempo, seguimos hablando y frecuentándonos a pesar de tener profesiones y planes de vida muy distintos, había sido mi amigo desde el primer día, y pensaba que lo conocía a veces mejor que a mi mismo, pero nunca imaginé la tormenta que se desataba dentro de él. Y es que entrados en nuestros treintas, a simple vista, todo parecía “normal”, una hipoteca, una familia cariñosa, un trabajo estable que le permitía un buen estilo de vida, viajes…incluso algunos peculiares pasatiempos, pero detrás de esa fachada se escondía una batalla silenciosa.
Durante unos meses que tuve una carga de trabajo más fuerte, cada vez eran menos las cascaritas o carnes asadas que organizábamos así que cuando me di cuenta de que algo no estaba bien fue cuando su esposa me llamó desesperada, entonces até cabos y comprendí que, quizá por eso no lo veía en el club los fines de semana, y cuando, entre semana hablaba con él, se escuchaba cansado y me contaba que le estaba costando mucho trabajo dormir, que percibía que las noches se habían vuelto más largas, mientras luchaba con el insomnio, su energía aparente iba desvaneciendo en un mar de apatía. Yo quería ayudar, pero no sabía cómo, a menudo me sentía impotente frente a algo que trascendía mis conocimientos y habilidades, pero hice lo que si podía hacer, llamarle todos los días, y en cada oportunidad visitarle aunque fuera para no hacer nada especifico, hablar sobre la NBA, salir a caminar o comer algo.
Los síntomas de su depresión eran sutiles pero persistentes: la pérdida de interés en actividades que solían entusiasmarlo, cambios en el apetito y peso, la fatiga constante que no cedía. Aunque su sufrimiento era invisible para muchos, aprendí a reconocer las señales que dejaba en su camino.
En vez de insistir en soluciones obvias, me di cuenta de que simplemente estar presente era crucial. Escuchar sin juzgar, ofrecer apoyo emocional y recordarle que no estaba solo se convirtieron en mis mayores herramientas. Fue difícil resistir la tentación de aconsejarle buscar a otro psiquiatra, ver a un terapeuta distinto… pero comprendí que a veces la ayuda más valiosa puede ser la compañía silenciosa, claro que él sabía racionalmente que aquello que estaba haciendo era lo que tenía que hacer, pero también sentía que no era suficiente, y ese es uno de los más grandes problemas de percepción cuando se sufre de depresión.
Navegar por las aguas turbulentas de su depresión nos llevó a conversaciones profundas y honestas. Compartió conmigo sus miedos y pensamientos oscuros, permitiéndome ser un faro en su tormenta interna. A pesar de la importancia de buscar ayuda profesional, entendí que mi papel como amigo no era reemplazable, y que, aunque, no era mi responsabilidad la amistad así como es disfrute y compartir buenos momentos, también es trabajo constante para mostrarle al otro que estás ahí, que lo ves, mandar un mensaje o hacer una llamada aunque estés ocupado, acompañar y escuchar desde una posición libre de juicios.
La depresión no siempre se manifiesta de manera evidente, y aprender a reconocerla lleva tiempo. En nuestra travesía, descubrí que, más allá de las terapias y medicamentos, la empatía y el entendimiento son un bálsamo esencial. Ismael encontró consuelo en saber que no estaba solo, y yo aprendí que a veces, simplemente estar ahí, puede marcar la diferencia, claro que han habido momentos en los que sentíamos miedo de dejarlo solo, pero el gran amor que le tiene su esposa, y el apoyo incondicional que se teje en su red de apoyo han sido esenciales para acompañarlo en su proceso. Un proceso que no ha sido lineal, pero, los días buenos le permiten disfrutar de sus hijos, de su presente y de ver basketball colegial.
- Él no lo sabía, pero cuando recién llegué y fue el primero en acercarse cambió mi vida, lo menos que puedo hacer es seguir en la suya. Porque también los amigos salvan.