Toco este tema ahora, porque el próximo año será imposible. Tendremos elecciones presidenciales y de nuevo amistades rotas, familias divididas, memes sin fin, y otros ridículos. Ya iremos, cada quien a nuestra esquina a reafirmar convicciones y preferencias. Quizás nuestros sesgos sean casi inevitables, pero la solemnidad con que los resguardamos, esa sí es una condición tratable.
La devoción con que tomamos los temas políticos, es extrema en retórica. De pronto, hablando de los efectos previsibles de una iniciativa legislativa, ponemos en juego el sentido que le damos a la vida, y así nuestras fobias y fantasías. Nos hallamos súbitamente lidiando con absolutos y no con matices, haciendo de cada proceso electoral una aparente querella entre el bien y el mal.
Tal vez peque de optimista, pero pienso que nos alcanza para dejar de tomarnos tan enfermizamente en serio. Y quizás así, desde el humor, poder dudar de nuestro fervor y ejercer tantita ecuanimidad.
Nuestra época, como cualquier otra, tiene sus particularidades, generalmente evidentes. Los peces rara vez se saben dentro de una pecera; y nuestra pecera ha sido bautizada sensatamente como la era de la posverdad. Ahora lleva más peso el contexto o la imagen pública del emisor, que acaso los hechos o un sano argumento. Confundimos celebridad con credibilidad, mientras conferimos autoridad moral a quienes mejor se representen como indignados o, incluso, víctimas históricas.
Las redes sociales nos comercian al mejor postor; ejércitos de trolls y bots persuaden a la opinión pública, mientras que, ante la avasalladora información a nuestro alcance, generalmente hacemos poco más que usarla para reafirmar nuestros prejuicios.
Creo que hoy en día, en el discurso público suelen pesar más los sentimientos que los hechos, como un mal-viaje ácido de Orwell. Es una extravagancia; una en la que nos acostumbramos, bajo el augurio de presentarnos como contemporáneos y tolerantes, a decir que cada quien tiene ‘su verdad’.
Si bien la posmodernidad logró desarmar la hipocresía de muchos discursos, lejos de proponer algo constructivo para reemplazar la farsa, no ha hecho más que reclamos sin sentido. El rigor de asumir que hay parámetros tangibles para una verdad y una falsedad, se ha marchado por la ventana de nuestra pantalla y sus apps. Sin indicadores de realidad no hay progreso o, digamos, Estado de derecho.
Así es, hemos desistido en el ejercicio del criterio (fundamento de la civilización), y retornamos hambrientos de una narrativa que nos hile la vida a un entorno sociopolítico, polarizado por identidades y lealtades grupales. En vez de afirmar los valores de la universalidad de los derechos y el ejercicio de la razón cosmopolita, hemos regresado a lo primitivo; a las identidades basadas en características involuntarias: etnia, género y (amén del posmarxismo rampante) las clases sociales, como prácticamente un credo religioso, con santos y pecadores.
Los chairos me llaman facho, porque no me sumo a su entusiasmo y supuesta superioridad moral; los fachos me llaman progre, por negarme a adoptar algunas de sus extremas posturas sociomorales. Los dos casos me resultan, tras una leve impaciencia, hilarantes. Ambos deliran en su presunción de pedirle lo absoluto a lo relativo. Pero como decimos en México: “Dios no anda en chismes”. Quizá reírse es cínico, pero la alternativa de indignarme, no será posible. Me niego.
Por un lado la ‘izquierda’ reclamando lo imposible desde una supuesta superioridad moral. Desestimando los avances, las luchas, los derechos conseguidos, las iniciativas logradas; devaluando todo progreso (lento y gradual) en comparación con un mundo divino y abstracto, según ellos mejor.
En contraparte los reaccionarios, montados en su discurso de ideales, razonando como si hablara Simplicio con Platón. De paso ignorando la realpolitik, las constantes negociaciones y las tantas instancias involucradas en cada movida. Es decir, el entramado humano.
Lo vivimos en redes sociales a diario: el grupo que aplaude todo lo que hace el gobierno, y los que desprecian toda acción que venga de Palacio. Con el tiempo he aprendido a silenciarlos, a unos y otros (en mi feed, al menos).
De tal suerte, existe una creciente fracción del electorado que podríamos llamarnos escépticos. Sin lealtades a una causa u otra, sin afinidad de partido y sin la construcción del sentido de voto sobre una devoción ideológica. No, nuestra identidad no se fundamenta en una postura política; sólo somos ciudadanos dispuestos a escuchar y razonar nuestro voto, secreto y singular.
Y he aquí mi defensa de la apatía. Renunciemos al escándalo fácil que nos incita a reaccionar. Requerimos ejercer la duda sobre nuestras convicciones y dejar de aferrarnos a los reflejos de nuestra identidad. Solo así dejaremos de ser presas de la polarización que busca definirnos en combate.
Votemos con calma. Con tedio incluso; el tedio de entrevistar a un aspirante a un puesto vacante. Con el franco aburrimiento de elegir nuevo equipo de gerentes, vagamente igual de mediocres que los anteriores. Evaluemos a los candidatos con la pereza de un burócrata redactando un memo; con la indolencia con que las instancias gubernamentales reciben nuestras quejas ciudadanas. Ya no con esas pasiones ideológicas que asumen nuestra lealtad a un grupo de amigos, a alguno de nuestros tíos en la borrachera, o las que nos inculcaron nuestros padres. Sí, la apatía nos incita a traicionar lealtades que asumimos inconscientemente. Nuestras convicciones se hacen identidad justo ahí, donde el afecto las ha enquistado en el cuerpo.
Pero, diferenciemos entre abstención y apatía. No estoy necesariamente a favor de la primera, que suele ser una manera de asumirse ‘moralmente superior’, desde la resignación o el cinismo. La abstención puede ser genuino letargo de ejercer el voto un buen domingo. En cuyo caso, puedo respetarlo, como respeto las horas que disponemos para las virtudes del sueño. Pero el tipo de abstencionismo, que se fundamenta en que todos los candidatos son corruptos e ineptos, me disgusta. Incluso, si todos los candidatos son ineptos y corruptos, no lo son en mismo grado y modo. Ese pesimismo es demasiado romántico. Cursi.
No, no estoy abogando por eso, sino por un grado de sensatez, que evapore el sentimentalismo a nuestro voto. Por eso incito a la a-patía. Implica, claro, analizar los factores personales que se baten con nuestras convicciones. También es una invitación a bajar el nivel de misticismo y erotización que atribuimos a la clase política. Son personas, nada más, con virtudes y defectos, capacidades y carencias. Más que héroes o villanos, títeres o visionarios, son empleados, acaso gerentes de una compleja empresa con un entramado simbólico particular. En realidad, no son tan interesantes. Doy fe.
Con el aburrimiento de consejero, sin esperar más o menos de lo que nuestro voto implica. Apatía necesaria—un mero protocolo, un fastidioso deber civil, razonado y titubeante—. Lejos del México ideal e idealizado, ese que los caudillos proclaman, y que de pronto, por la mera fuerza moral de sus personalidades se impone. Nada de eso; solo un México llanamente mejor, tangible y cuantificable en tabuladores internacionales, en torno al crecimiento económico, índices de corrupción, estadísticas de bienestar, productividad, seguridad pública etc. Nada más, nada menos. Compatriotas, ejerzamos la apatía.