Incluso los domingos a las seis de la mañana ya estaba frente al espejo con la navaja de afeitar en mano. Su bigote inmaculado era su firma desde que tengo memoria, meticuloso hasta la médula, le gustaba verse impecable, saliera de casa o no.
Mi madre siempre ha tenido el carácter fuerte, un temperamento podríamos decir ‘indomable’, tanto para su tiempo como para el mío. Prefería juegos de azar, montar a caballo y arreglar vehículos antes de sentarse a leer, compartir un té o jugar con nosotros, mi padre, era el otro lado de la moneda, cada tarde me acompañaba a completar las tareas con paciencia y cuidado, compartíamos en complicidad como postre bebidas de leche con fresa –nuestras favoritas-, nos gustaba a ambos estar en casa.
Mis hermanos no compartían nuestra afición a la lectura, sobra decir que mucho menos al orden o a la satisfacción de completar los deberes por lo que, desde muy pequeña me convencí de que él y yo pertenecíamos a un mundo distinto. Conforme crecí esta creencia se fue fortaleciendo, mientras que mi hermana y hermano preferían desde muy jóvenes tomar el auto de mamá, para reunirse con amigos y salir de fiesta, mientras ella estaba en alguna reunión vecinal o en el casino, nosotros nos quedábamos a escuchar algún disco viejo de papá o ver una película de la época de oro del cine mexicano – mientras que no fuese Pedro Infante el protagonista porque su favorito era Jorge Negrete-.
Era obvio que no estábamos en sintonía con el resto de los habitantes de la casa, claro que nos queríamos pero nunca fuimos una familia convencional. Mamá era permisiva y a la vez ausente lo que colocó a mi papá en un papel pasivo que tomó como suyo después de un tiempo, siempre pensé que se había rendido, que le pareció por su propia personalidad mejor no debatir y limitarse ‘a lo suyo’ como si cada quien tuviera una vida aparte. Fui testigo de todo esto pero hasta ahora puedo ver con mayor claridad cómo es que fue esta transición, como eligió no decir nada cansado de no ser tomado en cuenta, y en eso nos parecíamos, aún hoy nos parecemos.
Cuando alguien te mira es increíble, en el otro nos encontramos y nos definimos, más aún si esa otredad es nuestro origen, cuando se trata de nuestros padres, sin importar el tipo de relación que se tenga podemos vernos reflejados, tanto en lo que hay a la vista como en aquello que no, todo nos habla de nosotros mientras que los construye en un plano distinto, en este caso, mi padre y yo compartíamos ese espacio, esa otra línea en la que nos guiábamos para el día a día mientras que el resto parecía estar en un mundo paralelo.
Hace algunos años que visité después de un periodo largo a mi padre, en su tocador estaba el espejo donde siempre, desde que tengo memoria se ponía a arreglar su bigote por las mañanas, al encontrar el espejo empolvado y una caja semivacía de navajas se me iban llenando los ojos de agua, por primera vez noté los surcos en su cara y sus manos de piel delgada. Conformé crecí se convirtió en la sombra de aquel papá entusiasta, se encerró entre su música y películas. De ser el abuelo que apodaba a todas sus nietas y nietos de forma ingeniosa pasó a ser el que pretende que no escucha para seguir en lo suyo, para no complicarse el día. Bromeábamos diciendo que era una ventaja de la edad, pretender sordera para seguir en lo suyo ya que no había un diagnóstico médico, eventualmente lo hubo.
Hay algo que se va de nosotros al atestiguar cómo aquellos que amamos se van transformando en alguien que ya no son, una melancolía inevitable al ver que nuestros padres se van haciendo viejos, no importa que tanto se hable del ciclo de la vida o de la muerte como algo natural, no hay palabras o acciones que nos den amparo cuando nos enfrentamos a la orfandad, a cualquier edad.
Disfruté el microcosmos que ambos creamos juntos y compartimos, con eso me quiero quedar, con su pulcritud, sus ganas de orden a pesar de estar siempre en medio del caos. Me quedo con su afición a cierta marca de refresco sobre otra, con su amor al dulce de leche que comía a escondidas de su doctor y de mi hermana, me quedo con los apodos cariñosos que les puso a mis hijos, con su sentido del humor y amor por la música, me quedo con los fines de semana en los que lo acompañaba a vender malteadas, me quedo con la lista de refranes y dichos que durante semanas me ayudó a hacer para una tarea, me quedó con las tardes sentados en las mecedoras afuera de la casa en verano, me quedo con todo lo que puedo integrar hoy y también , por fortuna o por desgracia; me quedó con esta terrible tristeza que pega ruidosa como granizo al vidrio al saber que nunca más podré tomar su mano y sentir su piel, volver a verlo a los ojos o escucharlo repelar porque alguien hable bien de Pedro Infante. Papá: aunque ya no estés, estás, porque te quedas conmigo.