HAY algunas cosas que lamento. Ojalá pudiera decir que son tan pocas que no vale la pena mencionarlas, pero estaría mintiendo. Si alguien tiene ambiciones, tendrá cosas que lamentar. Es parte del paquete.
Recientemente cometí el error de escribir mis memorias, en las que narraba aventuras de mi vida como médico y científico. Naturalmente, el proceso de escritura me llevó a meditar sobre las muchas cosas que lamentaba, las cuales, por desgracia, no pude detallar en el libro porque mi editor deseaba “mantener las cosas en un tono positivo”.
Una de las cosas que más lamento es que nunca llegué a dominar un instrumento musical. Cuando era estudiante tocaba las percusiones, y también tomé lecciones de piano, pero no seguí adelante. Cuando era joven tenía tanta prisa por alcanzar mi sueño de convertirme en médico que tuve que dejar de lado otras ambiciones, como mis aspiraciones musicales.
Constantemente tengo fantasías como las de Walter Mitty, el personaje del libro de James Thurber, en las que soy un músico de élite. En ocasiones incluso llevo esas fantasías a la práctica. Hace unos años llevé a un profesor visitante a un restaurante de lujo en el campus del Centro Médico Duke, en Carolina del Norte. Teníamos que esperar unos minutos para que nos asignaran una mesa, así que me senté en una banca frente a un piano. De repente, el piano cobró vida y comenzó a tocar por sí mismo. Sin perder un segundo, puse mis dedos en las teclas y comencé a balancearme como si estuviera tocando. Muchos de los comensales voltearon a verme y movieron la cabeza en señal de aprobación, creyendo que yo, espontáneamente, les había regalado un poco de música ligera para amenizar su cena.
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Unos minutos después sentí que la pieza iba in crescendo hacia el clímax, así que lancé mis manos hacia arriba en una floritura justo cuando la canción terminaba. El salón estalló en aplausos, y yo me puse de pie para hacer una reverencia al público. Mientras recibía de buena gana la adulación y comenzaba a caminar hacia mi mesa, el piano volvió a cobrar vida y comenzó a tocar otra canción por sí solo, haciendo que todo el salón estallara en risas. No estoy seguro de qué fue lo que disfruté más: el aplauso por mi “interpretación” musical, o las carcajadas que provoqué después, cuando el público se dio cuenta de que todo había sido un completo fraude.
Y, sin embargo, siempre que las personas me preguntan qué carrera habría escogido si no me hubiera convertido en médico y científico, siempre digo que habría sido un comediante de stand-up. En la década de 1960, cuando era estudiante en Ciudad de Nueva York, asistía con frecuencia a los clubes de Greenwich Village a ver los números de comediantes de vanguardia como Mort Sahl y Lenny Bruce.
Desgraciadamente, carecía del nivel de talento incendiario para tener éxito como comediante profesional de stand-up, pero esto no me ha impedido soltar bromas siempre que tengo la oportunidad en mi vida diaria. De hecho, una parte central de mi filosofía de asesoramiento es que pienso que el humor y la jovialidad son grandes estímulos para la creatividad: cuanto más se ríe la gente, tanto más creativa se vuelve. Por esta razón, bromeo constantemente en las reuniones con los alumnos de mi laboratorio de investigación en Duke, donde espero que el tono humorístico prepare el camino para la inspiración.
El comediante de stand-up que vive en mi interior sale a veces, cuando me invitan a dar presentaciones ante un público de científicos. Hace algunos años me pidieron dar un discurso después del almuerzo a todos los miembros del consejo directivo y a los investigadores actuales del Instituto Médico Howard Hughes (HHMI, por sus siglas en inglés), que ha financiado las investigaciones de mi laboratorio durante muchas décadas. Actualmente, el HHMI es una organización bien gestionada y seria, pero mi charla se centró en los alocados primeros días del HHMI en la década de 1970.
NUNCA SERÉ UN GRAN MÚSICO NI UN COMEDIANTE
El público disfrutó enormemente mis estrambóticas historias, y cada uno de los chistes fue un éxito. El legendario neurocientífico Eric Kandel reía tanto que las lágrimas le corrían por las mejillas. Olvídense del Premio Nobel de Química: el punto más alto de mi carrera ocurrió cuando mi rutina de comedia arrasó en el almuerzo del HHMI.
Me encanta dar charlas a grupos de estudiantes, y estos pocas veces dejan de preguntarme sobre las cosas que lamento. Una pregunta común es: “¿Lamenta que haya pasado tanto tiempo para que ganara el Premio Nobel?” La mayor parte del trabajo por el que gané ese premio lo realicé décadas antes, pero no recibí la llamada de Estocolmo sino hasta 2012. Les respondo a los estudiantes que, en cierta forma, lamento la larga espera, especialmente porque significó que ninguno de mis padres viviera para verme recibir el premio.
Cuando era joven obtuve muchos premios en la escuela al principio de mi carrera profesional, e invariablemente mi madre decía: “Bueno, eso está bien, Bobby, pero no es el Premio Nobel”. Para mi madre, aparentemente era el Nobel o nada. Entonces, cuando finalmente lo gané, habría sido muy satisfactorio llevar a mi madre a Estocolmo para mostrarle que finalmente lo había logrado.
Desafortunadamente, nunca tuve la oportunidad, pero cuando asistí a la ceremonia del Nobel, recuerdo haber tenido elaboradas fantasías internas en las que mi madre estaba ahí para compartir la ocasión conmigo, y de alguna forma esos diálogos imaginarios con mi madre fueron intensamente satisfactorios.
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Un tema común de todas las cosas que lamento es que la fantasía ha sido un importante mecanismo de afrontamiento para mí. Nunca seré un gran músico ni un comediante de stand-up, y ciertamente, no puedo traer a mis padres de vuelta para conversar con ellos y sanar mis heridas, pero puedo usar mi imaginación como una especie de terapia para hacer frente a esas cosas que lamento. Gracias a esta reflexión espero que en los próximos años pueda abordar otras cosas que lamento, como el hecho de nunca haber aprendido otro idioma.
Me he dado cuenta de que lo que realmente quiero es simplemente sonar como si supiera hablar otro idioma. Mi hijo Noah, que fue un actor profesional, me ha sugerido que contrate a un asesor de acento. ¿Para qué dedicar años a aprender un idioma si puedo desplegar un arsenal de acentos corteses después de unas cuantas semanas de entrenamiento? Uno de estos días me escucharán participar con todos los alumnos extranjeros de mi laboratorio de investigación en diálogos en los que reproduzco sus melodiosos acentos, cambiando de acento, al estilo de Zelig, al pasar de una persona a otra, y dando fácilmente la impresión de que soy un políglota cosmopolita.
Seguiré sin poder hablar más de un idioma, pero la fantasía temporal de que puedo hacerlo podría ser suficiente. N
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El Dr. Robert Lefkowitz es catedrático de la Universidad de Duke y coautor de A Funny Thing Happened on the Way to Stockholm: The Adrenaline-Fueled Adventures of an Accidental Scientist (Algo gracioso ocurrió de camino a Estocolmo: las aventuras llenas de adrenalina de un científico accidental). Randy Hall, coautor del libro, también contribuyó en este artículo. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor.