Poco a poco me deslizo fuera de la cama, casi sin hacer ruido, no quiero despertarla. Me incorporo, la miro y aun no entiendo qué hice bien, ni cómo es que termine teniendo la suerte de compartir la vida con ella.
Entre un balance de prisa y torpeza bajo las escaleras mientras me cepillo los dientes, no hay tiempo que perder, todo debe quedar listo antes de que despierte, hoy cumple 32, tenemos mucho que celebrar, hace dos semanas terminó la quimioterapia y parece que todo va bien.
Sofía nunca ha sido quejumbrosa, incluso cuando la vida le da dado tanto razones como permiso para serlo, ella decide que no. Llevábamos apenas unos meses juntos cuando comenzó a manifestarse el intruso en su pecho, era solo el inicio.
La conocí en un parque, yo iba paseando a Dalí, o quizá al revés, es lo de menos…entonces la vi; sobre una manta colorida, leyendo mientras mordía un sándwich. Sus movimientos eran tan fluidos y naturales que parecía una invasión observarla, como si el lugar fuese suyo y no hubiera nada ni nadie más. Me perdí mirándola, imaginando historias de su pasado, viendo como el sol le bañaba las piernas de tonos dorados. Por fortuna, Dalí no perdió el tiempo, aprovechó mi distracción, corrió hacia ella, le arrebató el bocado de golpe y se echó a correr. Benditos sean los perros.
Entre risas se incorporó, mi disculpa fue invitarle un café, ella prefirió una hamburguesa. Desde entonces paseamos a Dalí juntos. Quizá Dalí no habla pero es no le impide ser el mejor consejero.
El sol la baña por las mañanas, no le gusta cerrar las cortinas, dice que así no necesita alarmas, y es cierto. Entre mis dedos comenzó todo; sus pechos se hicieron amorfos y duros. Había antecedentes en su familia, no tardó el diagnóstico, había que extirpar de inmediato para mitigar los daños.
Antes de la cirugía nos mudamos juntos, no quería desaprovechar ni un minuto con ella, la idea de perderla me quitaba el sueño, mientras que la tibieza de su cuerpo era mi bálsamo, lo sigue siendo.
A Sofía no le gusta que hablemos del cáncer como un enemigo a vencer, le parece injusto ante cualquier contrincante, dice que al menos para ir a una batalla se entrena y para esto no. Para esto nadie está listo. Así que nada de llamarle guerrera o vencedora, aunque para mí sea la mujer más valiente del mundo. Me callaba y con cuidado le detenía el pelo cuando los efectos secundarios del tratamiento se hicieron presentes.
Hace dos semanas nos entregaron los resultados. Puede que, en efecto, esto no sea una guerra, pero Sofía ganó, bueno ganamos, porque al no perderla también gané yo.
Termino de remojar las torrejas mientras se derrite la mantequilla en el sartén, el olor a café inunda la cocina, hace varios días que Sofía retiene sin problema el alimento aunque casi no le da hambre, por eso le preparo su platillo favorito.
Vuelvo a la habitación, va entrando el sol, Sofía entre lagañas me da la bienvenida con una sonrisa luminosa, coloco la charola en su regazo y le digo bajito “Feliz cumpleaños” mientras me deslizo de regreso entre las sábanas siento su cuerpo tibio y pienso que soy el hombre más afortunado del planeta. Porque lo soy.
Esta tormenta pasó, aún no se bien cómo lo logramos o si de verdad ya pasó, de lo que si estoy seguro es de que no somos los mismos; algo dentro cambió porque al final de cuentas, quizá la transformación sea el verdadero propósito de las tormentas.