El concepto “posmodernidad” lo importamos del filósofo francés J. F. Lyotard en 1973, mediante su obra editorial “La condición postmoderna”. Algunas sociedades han superado está condición, ahora trabajan el instante, las tecnologías a 300,000 kilómetros / segundo. En México somos tercos revisemos los signos. “El Otro” sigue ausente, los demás no son importantes, la vida gira alrededor del “yo”. Los líderes han sido sustituidos por modelos cuya belleza no se explica estéticamente sino mediante transmisión sin control de imágenes que entronizan un modelo de belleza facturada a fuerza de impactar la imagen en el consciente e inconsciente colectivo. Las masas así se transformaron en público, una muestra didáctica es cómo la ciudadanía votan por “los bellos”, personas y discursos. A mi juicio, incluso hay una posmodernidad tangencial en política, dado que nunca se rescribieron los rasgos particulares de la modernidad, en ese sentido al faltar esa reescritura cancela los anhelos de manumisión del pueblo; ahora la voluntad no tiene poder, se queda a disposición de un mercado político de aparadores irracionales. Nos fuimos en la corriente que odió a la modernidad, en base a una desesperanza de la razón, optamos por la adoración de lo efímero, a una vida compartida sin compendios axiológicos ni epistémicos. “El fin de la historia” fue anunciada por Fukuyama, se le dijo no a los grandes relatos.
Una posmodernidad a modo en la política en su lucha por el poder público inyectó el desencanto por la razón. El “logos” polisémico no pudo demostrar su significado esencial y original que permite dar razón de una cosa, el que reflexiona conoce, quizá por ello no desarrollamos un proyecto que alejara las formas opresivas de la modernidad. Empero, nos adentramos en la experiencia como eje y sepulturera de la racionalidad. Perdimos los esfínteres de hablar de manera coherente, nos alejamos de las fundamentaciones, sembramos en tepetates y cosechamos, sin duda, desconfianza. Las ideologías tuvieron su crisis, se vinieron abajo, las fatuidades y las ocurrencias se fueron hacia arriba. La posverdad se transformó en las tierras labrantías de la política, el discurso en terapia intensiva solo logró articular, “lo que quiso decir…” ante un demostrado fracaso discursivo. La verdad se forjó desde los lentes personales que imponen su correspondencia con la cosa desde las redes sociales. Pluralidad entendida como -estoy en el conjunto de personas y cosas, pero los otros se acogen a mi apofántica expresión-; y relativismo, entendido como sin importancia, cuando su expresión es lo que se relaciona.
Todo líder para tener esta categoría configura su verdad, que no es dialógica, pues al yo del emisor nadie le puede decir cómo es el mundo, el político dice ésta es la verdad o la insinúa y el pulpo informativo instala las falacias inconmovibles, “ladran Sancho, es señal que cabalgamos…”, “la rifa del avión presidencial…”, “los reaccionarios son los que no piensan como yo…”, expresiones que pierden su sentido gramatical, su significado e incluso su significante; la lógica del discurso político posmoderno infiere que la corrupción es un concepto asociado a una posición de lo partido, es decir, la corrupción es ideológica y dejó de ser una falta ética, moral, jurídica, científica, gubernativa… Esas y otras son las grandes pérdidas de los fundamentos.
Los políticos “posmos” dicen las cosas pero nunca las muestran. El cuerpo electoral en porcentaje muy alto sin responsabilidad otorga su voluntad e hipoteca su futuro. Se queda con la ilusión de que se cumplirán los compromisos. En la modernidad el dinero se disfrazó de crédito, un tsunami del consumo; en la posmodernidad política ese dinero regreso disfrazado de ocurrencias con traje de políticas públicas y bikini de programa social, un tsunami del márquetin y argumento demoscópico, este “mercado libre” político subsume el “éthos”, impide habitar y en consecuencia no integra carácter a la política, destroza las tradiciones, pero logra ser opción: “el menos malo; voto útil; el que no tiene pelos en la lengua; el que me da mi chingada gana ¡que caray!”…,
Se muestra una vacante existencial y una pérdida del sentido político, un elector sin identidad es clave para llevar simpatía a la causa, un cuerpo electoral adherido a las carencias, a las necesidades, se hace presa de la venta de esperanzas sin proyecto. Un elector fragmentado, hijo y nieto de Don Narciso, que le heredó la sobre explotación del “yo”, un narcisismo de confusión alarmante y una pérdida de su capacidad auto-crítica.
La verdad se debe deconstruir con ejercicio político, encontrar al otro en su habitar, convencerlo de cambiar la realidad por otra que atienda su propia realidad. Reescribir la política en su plenitud, nueva pedagogía, rediseñar la historia, disrupción y preocupación del futuro como anticipo, saber escuchar al otro, gobernar los pueblos y que los pueblos ordenen qué y cómo se gobierna.