El día en que Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, anunció que daría inicio la investigación de impeachment [juicio político], dos asistentes de la presidencia recuerdan que Donald Trump respondió con “desafiante ironía”.
Según manifestó en la conferencia de prensa del 25 de septiembre en Naciones Unidas, a fin de demostrar que no hubo “presión” ni quid pro quo [algo a cambio de algo], enviaría al Congreso una transcripción de su controvertida conversación telefónica con el presidente Volodímir Zelensky, donde constaba que nunca le ofreció algo a cambio y que su único objetivo era que el ucraniano le proporcionara “basura” sobre el ex vicepresidente Joe Biden, su rival político más prominente. ¿Qué había de malo en eso?, se jactó.
Sin embargo, esos mismos asistentes añaden que, cuando se hizo evidente que la controversia ucraniana se convertiría en el fundamento del proceso político en su contra, la ironía de Trump dio paso a la rabia.
Y quienes lo conocen bien saben lo que eso significa: aquí viene el contraataque. Como dijera Roger Stone, su asesor político de toda la vida y durante la campaña de 2016 (quien enfrenta cargos derivados de la investigación de Robert Mueller): “Es un contragolpista consumado. Si le pegas, te devolverá el golpe, pero mucho más fuerte. No es que busque pelea, pero se defenderá si te metes con él. Siempre”.
La beligerancia de Trump fue lo que cautivó a sus partidarios en 2016 y, en buena medida, esa imagen le ha resultado útil en el ámbito político: pelea contra los chinos en comercio; pelea para “vaciar el pantano” del “Estado Profundo” de Washington; pelea para contener la inmigración ilegal. De hecho, esa agresividad siempre caracterizó su contenciosa carrera empresarial. “Me encanta tener enemigos. Pelear con mis enemigos. Molerlos a golpes”, declaró en cierta ocasión. Y al llegar a la Casa Blanca, algunos de sus asistentes atizaron ese instinto; entre ellos, el exdirector de campaña Steve Bannon, y su actual asesor en política nacional, Stephen Miller.
A decir de un funcionario de la presidencia —no autorizado para hablar oficialmente—, Trump “ha estado en pie de guerra contra sus enemigos políticos casi desde el primer día, lo cual explica que no tuviera reparos en pedir al presidente de Ucrania que le proporcionara detalles sucios sobre Biden y su hijo, Hunter. Su belicosidad se ha vuelto la norma y, ahora, ante el procedimiento de impeachment y las esperables represalias de la presidencia, es inevitable que esa combatividad alcance niveles de enardecimiento político nunca vistos en Washington ni en todo el país.
Es más, su campaña ha empezado a mofarse de los demócratas porque han osado emprender la investigación. “Los demócratas no pueden opacar los logros estelares del presidente Trump”, declaró Brad Parsale, administrador de la campaña 2020. “Por eso han convertido el escándalo de Biden en un problema de Trump. Mas eso fortalecerá al presidente y energizará a sus partidarios para conducirlos a una victoria aplastante”.
“De veras pensamos que las cosas iban a mejorar hasta el año de las elecciones”, lamenta un funcionario. “Pero ¿ahora? ¿Quién sabe?”.
Una buena cantidad de allegados a Trump no comparte ese entusiasmo. Varias fuentes de la Casa Blanca revelan que Mick Mulvaney (jefe interino del Gabinete); Ivanka y su marido, Jared Kushner; y otros más esperaban que, tras la publicación del informe de Mueller (que el multimillonario interpreta como reivindicación), la presidencia disfrutaría de un lapso de paz, durante el cual, una sólida economía y un año de “normalidad” —según la expresión de un asesor— fortalecerían a Trump en las elecciones del próximo año.
Si bien es evidente que el atractivo para su base emana de la destreza de Trump para trastocar las convenciones políticas de Washington, existe la inquietud, incluso entre algunos miembros de su campaña, de que la incesante cobertura mediática de sus escándalos (desde la “colusión” rusa hasta sus violaciones de emolumentos —para forrar los bolsillos de su corporación— y el asunto de Ucrania) hayan provocado el hartazgo de un amplio sector de votantes independientes y republicanos moderados. Aunque los asesores principales de la Casa Blanca opinan que los demócratas padecen del “síndrome de desquiciamiento Trump”, su mayor temor es el “síndrome de agotamiento Trump”, el cual podría orillar a los electores a buscar alivio en lo que un miembro importante de la campaña describe como “un demócrata cuerdo”. Y en vista de los principales contendientes, todo apunta a Joe Biden.
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Esta percepción ha arraigado gracias a que el índice de aprobación de Trump se ha estancado en las inmediaciones del 40 por ciento; y también porque Biden lo supera en casi todas las encuestas, además de que se ha vuelto muy competitivo en los estados del medio oeste que fueron clave para su victoria electoral de 2016 (su campaña de 2020 considera que podría Trump llevarse la reelección si compite contra Elizabeth Warren o Bernie Sanders, pese a que ambos lo superan en varias encuestas).
Y, ahora, el asunto “Ucraniagate” —que un asesor llama “espectáculo de mierda”— ha garantizado que la Casa Blanca no disfrute del anhelado periodo de calma. La conferencia con el mandatario ucraniano tuvo lugar en julio —literalmente, al día siguiente de que Robert Mueller rindiera su publicitado testimonio ante el Congreso, echando por tierra la posibilidad de destituir a Trump por su supuesta colusión con los rusos—, de modo que los asistentes de la presidencia están chirriando los dientes de frustración. “De veras pensamos que las cosas iban a mejorar hasta el año de las elecciones”, lamenta un funcionario. “Pero ¿ahora? ¿Quién sabe?”.
DAR PELEA NO ES LO MISMO QUE GANAR
Trump dará pelea a sus enemigos. No obstante, sus confidentes saben que no tiene la victoria asegurada, como demuestran varios casos a lo largo de su carrera empresarial. Tomemos el ejemplo de 2009, cuando demandó por difamación al columnista Tim O’Brien, quien publicó un artículo en The New York Times detallando que el patrimonio neto del magnate de bienes raíces ascendía a 150 o 250 millones de dólares, y no a miles de millones de dólares como se jactaba. Al final, un tribunal de Nueva Jersey desestimó el caso por falta de pruebas. Más aun, en una declaración asentada por la abogada de O’Brien (la exfiscal federal Mary Jo White, quien presidiría la Comisión de Bolsa y Valores bajo el mandato de Obama), Trump confesó que, a lo largo de los años, había mentido muchas veces en cuanto al valor de sus propiedades. A todas luces, el contragolpe lanzado a O’Brien fue de lo más contraproducente.
Durante su larga carrera empresarial, Trump perfeccionó el modus operandi de ignorar, negar y atacar. En los primeros años de la década de 1990, cuando sus negocios en casinos y bienes raíces empezaban a colapsar, sus socios de aquellos días aseguran que no supo responder oportunamente al deterioro. “[Trump] tenía que encontrar la manera de pagar la deuda y no actuó con rapidez”, declaró Steve Wynn, propietario de un casino rival. Y más tarde, la auditoría de su empresa precisó que “el apalancamiento excesivo de la organización, sobre todo referente a los activos hoteleros, ha creado una atmósfera de crisis”. Eso fue lo que terminó por llamar la atención del magnate.
Instalado en la Casa Blanca, Trump no ha tenido el lujo de ignorar las crisis que lo rodean.
Trump solía trabarse en ásperas disputas con sus acreedores, obligándolos a aceptar apenas una fracción de lo que adeudaba su organización. Aun así, siempre negaba que su compañía tuviera problemas financieros importantes e insistía en que la valuación rozaba los 1,000 millones de dólares, una cantidad absurda en aquella época.
Instalado en la Casa Blanca, Trump no ha tenido el lujo de ignorar las crisis que lo rodean. Ya que no pudo pasar por alto la investigación de Mueller, decidió atacarla como una “cacería de brujas” y una “estafa”. Pese a ello, entre bastidores, accedió al consejo de su abogado de conceder a Mueller todos los documentos y testimonios que le pedía. Por su parte, la Casa Blanca tuvo buen cuidado de acercarse a la gente de Mueller para aclarar que la retórica del presidente era “mera política, y así lo entendieron”, comenta John Dowd, exrepresentante legal de Trump. Una vez concluida la indagación, el informe de Mueller anunció: “La investigación no determinaba que los miembros de la campaña de Trump hubieran conspirado o colaborado con el gobierno ruso”.
Pero ahora, ante la petición de que su homólogo ucraniano le proporcionara basura sobre Joe y Hunter Biden (mientras su padre ejercía la vicepresidencia, Biden hijo fue miembro de la junta de una gasera de Kiev que le pagaba 50,000 dólares mensuales), Trump vuelve a dejarse llevar por la negación. Como, en su opinión, la transcripción de aquella conferencia no demuestra que estuviera esperando algo a cambio de liberar la ayuda para Kiev —incluidos los fondos destinados a la defensa—, el mandatario estadounidense insiste en que no procedió indebidamente. “Fue una conferencia hermosa”, aseguró el mes pasado, ante la prensa reunida en la ONU.
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En esa misma conferencia, dejó entrever la estrategia para arremeter contra sus enemigos políticos. Cuando un periodista preguntó por qué le parecía correcto que el presidente de Estados Unidos pidiera ayuda a un mandatario extranjero para ensuciar la reputación de un rival político, y cómo se habría sentido si Barack Obama hubiera hecho lo mismo en su contra, Trump respondió: “Bueno, si lo piensas bien, eso fue lo que [me] hizo”.
Esa observación fue una referencia al operativo del Departamento de Justicia que resultó en la investigación de Mueller. Dicha indagatoria del FBI —a cargo de John Durham, abogado de Connecticut y con el nombre táctico de “Operación Huracán Fuego Cruzado”—, inició presuntamente en julio de 2016, mas los partidarios de Trump aseguran que empezó mucho antes. Los defensores del presidente insisten en que, en 2015 y a instancias de los jefes de inteligencia de Obama, varias agencias extranjeras (británicas, australianas y checas) proporcionaron a la CIA información de inteligencia sobre Trump y los miembros de menor rango en su campaña.
A lo largo de una carrera empresarial larga y contenciosa, Trump perfeccionó el modus operandi de ignorar, negar y atacar.
Si bien John Brennan y James Clapper —respectivamente, jefe de la CIA y director de Inteligencia Nacional de Obama— niegan la acusación, Durham está investigando el papel que pudo haber desempeñado la CIA antes que el FBI lanzara su investigación formal. El problema para Trump es que esa estrategia de ataque (el argumento de que la CIA y el FBI colaboraron con organismos de inteligencia extranjeros para dañar su candidatura y luego, paralizar su presidencia) solo dará resultados en la eventualidad de que Durham descubra evidencias creíbles del alegato. Mas eso requiere de tiempo, así que los simpatizantes del presidente tal vez nunca obtengan la confirmación que tanto ansían.
Entre tanto, es muy probable que la feroz pelea de impeachment se prolongue hasta bien entrado el periodo de campañas. Los optimistas de “Trumplandia” confían en que se repita el esfuerzo impopular e infructuoso de 1998, cuando los republicanos intentaron derribar a Bill Clinton y el partido pagó por su osadía con grandes pérdidas en la Cámara de Representantes y el repunte de la popularidad de Clinton. De hecho, Trump se regodea pronosticando que el inminente juicio político iniciado por los demócratas “será muy positivo para mí”.
El inconveniente es que la historia rara vez se repite. Si Trump logra sobrevivir, será porque el impeachment requiere de dos tercios de los votos del Senado, cámara que se encuentra en manos del Partido Republicano. En todo caso, estamos presenciando una guerra política épica en un Washington que, de cualquier manera, no logra gran cosa.
Y puede que la inquietud de algunos habitantes del “mundo Trump” esté justificada: cabe la posibilidad de que, en un año, una cantidad suficiente de estadounidenses, hartos de drama y conflictos, voten por jubilar a Donald Trump.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek