El próximo fin de semana se llevarán a cabo las primeras elecciones locales bajo el actual gobierno. Poco más de 13 millones de personas podrán votar para elegir gobernadores en Puebla y Baja California, así como para la renovación de ayuntamientos y diputaciones locales en Durango, Aguascalientes, Quintana Roo y Tamaulipas. Será un proceso electoral inédito bajo el nuevo escenario creado por la abrumadora presencia del lopezobradorismo y sus radicales promesas de cambio político. Además, representará un termómetro del sentir ciudadano sobre el rumbo adoptado. En este contexto, mucho se discute sobre el significado político e ideológico que ostenta la Cuarta Transformación.
Para “los aperturistas” representa una verdadera revolución que apuesta al cambio del régimen en un sentido democrático, para “los inmovilistas” es simplemente la reedición de un sistema clientelar de tipo populista y autoritario. No faltan “los evolucionistas” quienes sostienen que sólo proyecta una alternancia cosmética de la vieja clase política que adaptándose a los tiempos busca espacios en el nuevo bloque gobernante. Por su parte, “los reformistas” consideran que se trata del relanzamiento del modelo neoliberal clásico orientado a debilitar la intervención del Estado en la vida económica y social. Finalmente, “los conservacionistas” sostienen que es la continuación del sistema de privilegios para unos cuantos, que no representa cambio político alguno y que más bien se orienta a consolidar una vieja, pero eficaz, estructura de poder.
No obstante, en el debate sobre los alcances de la Cuarta Transformación se encuentra ausente una reflexión sobre el papel que toca desempeñar los ciudadanos. Ellos representan el auténtico impulso para una transformación radical del sistema. Su crecimiento político, sin embargo, colisiona con un proceso de cambio que no los toma en cuenta. Como sus antecesores, el actual partido gobernante proyecta una empresa eficaz para la explotación de la cosa pública. Durante mucho tiempo se consideró que la democracia se caracterizaba por la centralidad de los partidos políticos y por el rol que desempeñaban en la toma de decisiones. Con fuertes distorsiones derivadas del enorme poder que acumularon bajo una configuración institucional que les permitía incidir en la función de gobierno, hoy los partidos se encuentran en crisis y alejados de los ciudadanos, mientras que el monopolio político gubernamental avanza, arrastrando al país a un futuro incierto.
Resulta evidente la exclusión ciudadana y la distancia cada vez mayor entre lo que se anuncia y lo que se realiza en su nombre. Este eclipse ciudadano ocurre justamente cuando su presencia es más necesaria frente a la urgencia de nuevas libertades y oportunidades sociales. A ello contribuye una intolerante cultura de exclusión del disenso que configura una democracia sin alternativas. Han cambiado las mayorías en el poder pero no la esencia del régimen político: continúa la degeneración partidocrática, así como la ocupación y el reparto de las instituciones del Estado.
El proceso electoral local que se llevará a cabo cuenta con la novedad de un Presidente de la República que mantiene un ininterrumpido activismo político en los medios de comunicación y en el territorio, promoviendo las bondades de su proyecto y ofreciendo apoyos de todo tipo. Mientras la máquina estatal impone su presencia, la autoridad electoral guarda un embarazoso silencio frente al despliegue gubernamental y su impacto sobre la equidad en la contienda. No habrá transformaciones de fondo sin ciudadanos libres y participativos.
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