En Los Privilegios de la Vista, Octavio Paz narra el devenir de la estatua de la Coatlicue Mayor, la madre de todos los dioses del panteón azteca. Descubierta en 1790, las autoridades virreinales decidieron dejarla enterrada en el sitio donde había sido encontrada, puesto que “la imagen azteca no sólo podía avivar entre los indios la memoria de sus antiguas creencias sino que su presencia en los claustros era una afrenta a la idea misma de belleza”, decía Paz.
La mole de piedra permanece hoy como un símbolo proveniente desde lo más recóndito de la cultura precolombina, esa cultura que permaneció escondida durante siglos una vez que arribaron los españoles. En México, la cultura arqueológica no fue valorada debidamente sino hasta entrado el siglo XX, época en que los vestigios comenzaron a ser vistos desde la óptica del arte, es decir como verdaderas expresiones de la estética precolombina.
Es poco probable que las antiguas civilizaciones mesoamericanas concibieran sus creaciones como verdaderas expresiones artísticas; más bien las piezas más representativas que hoy conocemos al parecer tenían un sentido más ritual y representativo del sistema religioso de aquellas civilizaciones.
No es posible valorar las imágenes de la Coatlicue o del Sol Azteca en la misma dimensión en que apreciamos las antiguas esculturas de los dioses griegos y romanos. En las civilizaciones europeas el contacto entre los diversos pueblos y culturas eran algo ortodoxo y comprensible, de manera que los encuentros o “descubrimientos” de nuevos núcleos sociales no representaban ningún choque cultural.
Los hispanos y celtas de la península ibérica eran conscientes de la existencia de las civilizaciones del lejano oriente y no encontraban ningún motivo como para destruir las expresiones culturales de los demás; en todo caso, solo se limitaban a someterse unos a otros para la obtención de beneficios económicos.
Al encontrarse con el nuevo mundo, la visión europea no fue la misma que se dedicaba a una nueva comunidad nómada desconocida en el desierto de Mongolia o a un pueblo amurallado en las costas de Noruega, sino que se trató de algo absolutamente diverso que no podía ser considerado como parte de la extensión del mundo civilizado. Las extravagantes sociedades descubiertas no pudieron ser concebidas con la misma familiaridad dispensada a las exóticas tribus del norte de África o a los misteriosos clanes del medio oriente.
Lo que los europeos descubrieron en América no eran manifestaciones de arte autóctono sino esotéricas representaciones de una cosmología absolutamente nueva y diversa, totalmente desconocida y alejada de las representaciones grecorromanas o de las expresiones culturales de los pueblos de oriente.
La influencia ancestral del cristianismo resultó un factor determinante en el devenir de la cultura europea occidental y en las concepciones artísticas. Desde el siglo II d. C., el obispo de Roma fue una figura concluyente en la configuración de las civilizaciones.
Se sabe que la religión católica en sus orígenes fue prohibida y perseguida por el Imperio Romano. Paradójicamente, tales circunstancias adversas fueron las que permitieron el avance del catolicismo en el mundo hasta su legalización, merced Constantino, como una religión útil para unir al fragmentado imperio romano.
El cristianismo sirvió como punto de confluencia entre las civilizaciones occidentales, pero no podía haber sido así en los nuevos pueblos de las indias occidentales. Se hizo necesario destruir para poder construir.
Era imposible que el encuentro entre civilizaciones nunca se hubiera dado. En algún punto de la línea del tiempo la aproximación tenía que suceder. Igual nunca sabremos cómo sería la historia moderna si el encontronazo hubiere dilatado algunos siglos más o si los pueblos guerreros de mesoamérica hubieran atajado definitivamente a los conquistadores, como sucedió en lo que hoy es Japón y en otras latitudes orientales.
¿Cómo habrían evolucionado la sociedad mexica y los demás pueblos circunvecinos? ¿Qué sería hoy de los incas? Ello es tanto como preguntar qué habría pasado si Anibal, el conquistador cartaginés, hubiese culminado el asedio a la antigua Roma, conquistándola y destruyendo todo vestigio de aquella floreciente civilización. Qué sería del mundo contemporáneo si la Alemania nazi hubiese resultado vencedora en la Segunda Guerra Mundial.
Tan solo hacernos esas preguntas resulta un ejercicio inútil, tales planteamientos no sirven más que como argumento para una novela de ciencia ficción. El caso es que las cosas fueron sucediendo como hoy lo sabemos.
La historia de la civilización humana es la historia de la arbitrariedad y la injusticia que el hombre sistemáticamente ha ejercido sobre el hombre. Es materialmente imposible encontrar períodos de la historia universal en los que la naturaleza violenta del hombre no se haya manifestado.
La conquista europea sobre los pueblos de América no fue una excepción, eso hay que reconocerlo tanto como el hecho de que no se trato solo de lo que hoy podríamos concebir como un genocidio. No es necesario recordar que al encontrarse los dos mundos no había un México ni una España, sino que se trataba de dos sociedades en formación, fragmentadas y con pocos signos que les identificaran como lo que hoy entenderíamos como un país.
Nunca hubo una invasión de algo llamado o concebido como “España” a algo visto como “México”. Los mexicanos de hoy somos producto y consecuencia de la unión de dos sociedades diversas. No es un caso aislado ni la primera vez que algo así sucedía. La mezcla entre los seres humanos provenientes de diversos puntos geográficos es la constante en la evolución humana.
La narrativa maniquea que distingue entre los españoles como los villanos de la historia y los pueblos originarios mexicanos como los agredidos es simplemente un relato que, a fuerza de repetirse, muchos han terminado por acatarlo como cierto.
En función de esa historia hoy se exige perdón por algo que inexcusablemente habría de suceder. La cosa es que no queda claro quién es el sujeto activo obligado a ofrecer las disculpas y quién exactamente es el ofendido legitimado para aceptarlas o rechazarlas.
Los pueblos se forman por sus historias, que los hacen ser las sociedades actuales, México es el país que es, con todo y los bemoles, gracias a su mezcla, a su conquista; nace a partir de ello, no existía.
España tuvo su historia también y sufrió sus propias invasiones. Sin México y sin España entonces, pero siendo los países que son hoy, las disculpas parece que sobran. Quizá empecemos a cambiar como sociedad el día que entendamos que las culpas de nuestro país son propias, las hemos creado y las seguimos creando a diario los mexicanos.