Al romper con una tradición de modestia política y aprovechar un creciente nacionalismo, el líder chino, Xi Jinping, revive el culto a la personalidad para posicionar a su país como la mayor superpotencia del mundo.
A principios de octubre, el vicepresidente estadounidense Mike Pence pronunció un discurso en Washington, D. C., el cual, para muchos analistas de política exterior, marcó nada menos que el inicio formal de una guerra fría del siglo XXI. Esta vez, China, una dictadura de un solo partido y la segunda mayor economía del mundo, es presentada como el adversario más importante de Estados Unidos. Ahora, el presidente Donald Trump deberá sentarse con el hombre que dirige China, Xi Jinping, en la Cumbre del G-20 a realizarse en diciembre próximo, en lo que podría ser un último esfuerzo para evitar una guerra comercial potencialmente devastadora.
¿Pero quién es Xi, en qué cree y cómo gobierna? El periodista francés François Bougon responde a estas preguntas en un nuevo libro, Inside the Mind of Xi Jinping (En la mente de Xi Jinping, aún sin traducción al castellano). Como excorresponsal en Pekín de la Agencia France-Presse, Bougon observó cómo Xi, el hijo de un pionero revolucionario, fue ascendiendo en las filas del Partido Comunista de China hasta convertirse en una figura tan prominente que su nombre ya está inscrito en su constitución; “un privilegio —escribe Bougon— que solo Mao Zedong, fundador del Partido, disfrutó en vida”.
Mientras las relaciones de Estados Unidos con Pekín alcanzan su nivel más bajo desde el periodo inmediatamente posterior a la masacre de la Plaza Tiananmén en 1989, podemos decir que comprender a Xi, el hombre que dirige a la nación más poblada de la Tierra, es ahora más importante que nunca. —Bill Powell
En 2009 se produjo un poco frecuente momento de verdad. Xi Jinping se encontraba en México, el “patio trasero” de Estados Unidos, el gran rival de China, reforzando su postura internacional con distintos viajes al exterior. Era el mes de febrero, y Xi seguía siendo solo el vicepresidente, pero ya era uno de los favoritos para ocupar el cargo principal. De pie, confiadamente, detrás del micrófono colocado frente a la embajada de China en México, enfrentó a un público especialmente seleccionado de compatriotas: expatriados, diplomáticos, hombres de negocios y estudiantes. El tema del evento era la cooperación global y la pacífica atmósfera hizo que sus afirmaciones resultaran aun más impactantes.
“Hay ciertos extranjeros bien alimentados que no tienen nada mejor que hacer que apuntar con el dedo”, declaró. “Sin embargo, en primer lugar, China no exporta la revolución. En segundo lugar, nosotros tampoco exportamos pobreza o hambruna. En tercero, nosotros no provocamos problemas en los países de otras personas. ¿Qué más puedo decir?”
El blanco de estos comentarios, aquel que supuestamente sí exportaba la hambruna y el descontento, estaba claro, como señaló en un telegrama diplomático el subjefe de misión de la embajada de Estados Unidos en México. Este funcionario describió la “conducta inusual” de Xi al inicio de su visita “a un país con fuertes lazos con Estados Unidos”, como marcar una línea en la arena.
China se muestra particularmente resentida por ser un objeto de críticas por parte de Occidente cuando considera a su rival estadounidense como una superpotencia mundial mucho más cuestionable. La declaración de Xi mostraba una genuina molestia. Cuando se encuentra en el exterior, generalmente se centra en acuerdos en los que todas las partes ganen y en el crecimiento de su país. Su comentario no solo reveló su orgullo nacional, sino también que China, que ahora cuenta con una fuerte economía y un poderoso ejército, ya no necesitaba lecciones de nadie. Cuidado, decía; China se ha vuelto susceptible.
La modestia bien estudiada de la nación abrió el paso al nacionalismo en la década de 1990, un cambio perfectamente descrito en el título y la sustancia del exitoso libro de 1996, titulado China Can Say No (China puede decir que no). Escrito por cinco jóvenes intelectuales chinos, en el libro se acusa a Estados Unidos de obstaculizar el crecimiento de China y de querer contenerla, como lo hizo ese país con la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
En 2009, algunos de esos autores atacaron de nuevo con otra obra, Unhappy China (China descontenta), donde afirmaban que el país debía adoptar una postura hegemónica en el mundo desde la cual oponerse a la influencia de Occidente. Había llegado el momento de asumir un papel de liderazgo internacional. Lejos de retraerse, lo que se necesitaba era expandir su influencia.
Xi aprovechó esa oleada de orgullo nacional. Llegó al poder en 2012, halagando a los jóvenes nacionalistas por una parte, mientras que por la otra entraba en contacto con los defensores del neoautoritarismo de la década de 1980, que estaban convencidos de que solo un régimen fuerte había sido capaz de salvar al país tras la represión del movimiento de Tiananmén. Se habían ido los días en que, después de la masacre de 1989, China había sido marginada por otras naciones, cuando el entonces líder Deng Xiaoping aconsejó “mantener un perfil bajo y esperar nuestro momento”.
Xi ha roto con esta doctrina del perfil bajo, aún si esto significa revivir una vieja enemistad con Japón e incluso si ello implica identificar explícitamente a Estados Unidos como el gran enemigo del siglo XXI, decidido a debilitar a China.
Para impulsar este programa de política exterior, Xi ha ido mucho más allá que sus predecesores en cuanto a su enfoque del ejército. En 2016, se concedió a sí mismo un nuevo título, el de comandante en jefe. Ahora, está a cargo de las operaciones militares cotidianas en caso de que surjan conflictos externos o tensiones regionales. En el Mar del Sur de China, ordenó la construcción de islas artificiales para manifestar la presencia china en territorios sobre los que países vecinos como Vietnam y Filipinas reclaman su soberanía. Con esta acción, Pekín ha desacatado por primera vez una resolución de la Corte de Arbitraje de La Haya. En el verano de 2016, después de una apelación por parte de Manila, la corte concluyó que Pekín había “violado los derechos de soberanía de Filipinas”. Xi rechazó el fallo. La agencia estatal de noticias Xinhua fue todavía más explícita y denunció un plan de Occidente para contener el desarrollo de China.
La línea de ataque de Xi o, desde su punto de vista, sus medios para establecerse a sí mismo, ha incluido aprovechar al máximo las debilidades de los países de Occidente tras la crisis financiera de 2008. Como dijo Mao Zedong, se debe aprovechar el momento. En el mismo periodo, los intelectuales comenzaron a regir el “derecho a hablar” de su país y a defender la existencia de un “modelo chino”.
En 2009, Liu Yang, uno de los autores de China Can Say No y de Unhappy China, publicó China Has No Model (China no tiene ningún modelo), donde afirma que el país ahora debe encontrar su propio camino. Para hacerlo, debe volver a comprometerse con su filosofía tradicional, en particular la ética y la moral confucianas, que son lo opuesto a los intereses capitalistas.
La prosperidad causada por la política reformista de Deng ha provocado problemas de corrupción y desigualdad social. Sin embargo, también ha permitido que China redescubra su fortaleza. Sobre todo, ha convencido a la mayoría del pueblo chino de que la cultura occidental no es adecuada para su país. Cuatro años antes de que Xi asumiera el poder, Liu ya evocaba el “sueño chino”, que debería “ser extenso y pertenecer a toda la humanidad”.
Al igual que Liu, Xi dice cosas muy positivas de la cultura y de la calidad excepcional de China. Si China no es Europa, ¿entonces por qué tendría que convertirse en una democracia, un sistema nacido en un mundo tan lejano a China?” En un discurso pronunciado en 2014 y que recordaba a Mao, Xi se refirió al filósofo alemán Karl Jaspers y a su concepto de la “Era Axial”, que fue popular en la década de 1950, pero que desde entonces, se ha vuelto obsoleto: la idea de que el mundo ha conocido un periodo, similar al amanecer de una civilización, donde han surgido poderosas culturas por todo el mundo. Para desarrollar este concepto, Jaspers trató de hallar una posible unidad en la humanidad global. Por otra parte, Xi vio un medio sutil para presentar a China como una civilización aparte y justificar su desarrollo único. El punto en común de la humanidad en la obra original de Jaspers claramente ha dado lugar a una concepción exclusiva de la civilización, impermeable a las mezclas culturales y a las influencias externas.
El catedrático Zhang Weiwei de la Universidad Fudan en Shanghái, es una de las influencias clave de Xi. Zhang, al igual que muchos de sus colegas, afirma que China será el país que influirá en todo el mundo. Para él, nos estamos alejando de un mundo vertical, con Occidente en la cima, para acercarnos a un mundo horizontal, en el que todos los países, entre ellos China, serán iguales a Occidente en cuanto a su riqueza e ideas. “Se trata de un cambio sin precedentes en la historia de la humanidad en relación con la gravedad económica y política, el cual cambiará el mundo para siempre”, señaló.
La buena noticia, de acuerdo con Zhang, es que Xi será el hombre que ponga en práctica este nuevo paradigma. “Muchos países ahora recurren a China en busca de inspiración, ya que ha sido mucho más exitosa que muchos otros países en los últimos 40 años, en particular, al enfrentar problemas como la erradicación de la pobreza y el surgimiento de la clase media más numerosa del mundo”.
Entonces, de cara a los desafíos de la globalización, no se trata de una cuestión sobre “el modelo chino” sino de “la solución china”, una expresión que Xi utilizó por primera vez en julio de 2016, en un discurso por el 95 aniversario del Partido Comunista de China.
De manera muy conveniente, el modelo occidental se está quedando sin combustible, y no solo debido a la crisis financiera de 2008. La fatiga democrática se extiende por toda Europa. La desigualdad está al alza, y los “perdedores” de la globalización están listos para votar por partidos que prometen un Estado fuerte.
En Estados Unidos, la elección de Donald Trump reveló lo impredecible que puede ser la democracia. Los medios de comunicación chinos aprovecharon alegremente esta oportunidad perfecta. En octubre de 2016, el Diario del Pueblo afirmó que “El caos de la elección presidencial de Estados Unidos revela a un sistema político fallido”. Al abundar sobre el tema, incluso pretendió dar una lección a los estadounidenses, aconsejándoles “analizar de manera detallada y honesta [su] arrogante democracia”.
Durante muchos años, el Estado chino ha respondido al informe anual sobre derechos humanos en China, elaborado por Washington, con su propio contrainforme. En esta refutación, el gobierno describe escrupulosamente todas las fallas de su rival: la creciente inseguridad, el aumento en los crímenes provocados por armas de fuego, la creciente discriminación racial y las desigualdades económicas, todo lo cual desmiente la afirmación de Estados Unidos de ser la tierra de la libertad.
La idea de que el sistema democrático global tiene muchas fallas está ganando terreno, y, por fortuna para Pekín, es cada vez más fácil convencer a las masas de ello. Xi no es el único líder internacional que promueve un modelo alternativo, y este es, ciertamente, un acontecimiento propio del siglo XXI. La solución de Xi recuerda fuertemente a las propuestas autoritarias de Vladimir Putin de Rusia, de Viktor Orbán de Hungría y de Recep Tayyip Erdogan de Turquía. ¿Estamos oyendo los primeros compases de una versión antiliberal de “La Internacional”?
Si Europa tolera el surgimiento de los experimentos autocráticos de Xi, así como su insistencia de que China es una potencia mundial creíble, no hay nada que pueda impedir la expansión del modelo chino. La prueba de la eficiencia de ese país, y su particular benevolencia hacia Europa, está en la Iniciativa Belt and Road (Franja y Ruta), el multimillonario esfuerzo de infraestructura que se extiende por el centro y el oeste de Asia, Oriente Medio y Europa.
Durante el gobierno de Xi, en el lapso de unos cuantos años, China ha incrementado en gran medida su presencia en el centro y el este de Europa, aprovechando al máximo la apatía de la Unión Europea con respecto a su avance. Los Balcanes, un importante cruce de caminos entre Asia y Europa, es el objetivo elegido: en 2014, Pekín prometió un fondo de inversión de 3,000 millones de dólares, un año después de ofrecer una línea de crédito de 10,000 millones. Vuk Vuksanovic, investigador y exdiplomático serbio, explicó la estrategia en 2017: “Mientras que los occidentales generalmente han considerado a la región de los Balcanes como un fastidio, un territorio étnicamente fragmentado en la periferia del mundo euroatlántico, China lo ve como un conducto hacia los mercados europeos, así como una forma de proyectar su influencia y adquirir amigos entre los nuevos miembros de la Unión Europea y entre los posibles candidatos a pertenecer a ella”.
Al parecer, Xi dice “sí, nosotros podemos”. Actualmente, China se enorgullece de ser la única potencia mundial capaz de hacerle frente a Estados Unidos culturalmente, económicamente y militarmente. Este liderazgo global se ha mostrado en áreas improbables: por ejemplo, servidores civiles de países no democráticos de África o del sureste de Asia son enviados a Pekín para recibir entrenamiento propagandístico.
Otras pruebas del éxito de la influencia de China pueden verse en la visita del mandatario y su pareja a Estados Unidos, realizada en abril de 2017. Ellos fueron invitados a la residencia de Trump en Mar-a-Lago, ubicada en Palm Beach, Florida, donde la pequeña nieta del presidente estadounidense cantó una canción china. Sus padres se mostraron orgullosos de mostrar sus avances en el idioma chino mandarín. Esta escena, tan inocente como pudo haber parecido, pronto podría convertirse en el símbolo de un giro geopolítico, donde China suplantará a Estados Unidos como la superpotencia dominante.
Tras haber atacado a China durante su campaña presidencial (“No podemos seguir permitiendo que China viole a nuestro país, y eso es lo que están haciendo. Es el más grande robo en la historia del mundo”, declaró Trump en mayo de 2016), el presidente estadounidense acabó cambiando de opinión. Su primer encuentro con Xi no fue el violento choque que se pronosticaba: Trump lo llenó de elogios en una entrevista con The Wall Street Journal: “Tenemos una gran química juntos. Nos agradamos el uno al otro. Me agrada mucho. Creo que su esposa es maravillosa”.
Xi le dio a Trump una breve lección de historia sobre las relaciones entre China y Corea del Norte. “Tras escuchar por 10 minutos, me di cuenta de que no es tan fácil”, admitió Trump en referencia a Corea del Norte.
Trump es la interrogante en este caso. Xi, ávido jugador de Go, el antiguo juego de estrategia, ha colocado sus piezas en el tablero. Quizás la volatilidad sea la estrategia de Trump, o podría ser simplemente un tigre de papel que dejará que Xi lo rodee.
Donald Trump llegó al poder con la intención de “hacer que Estados Unidos sea grande otra vez”. Al presentar su estrategia de seguridad nacional en diciembre de 2017, identificó a China como una de las “potencias rivales” que “pone en riesgo el poder, la influencia y los intereses de Estados Unidos, al intentar erosionar la seguridad y la prosperidad de Estados Unidos”. Pero también afirmó en el mismo discurso que la cooperación estratégica entre ambos países debe continuar.
Las tensiones continúan y dan pie a rumores, no todos ellos imprecisos. En el verano de 2016, la RAND Corp., un respetado grupo de analistas cercano a los círculos militares de Estados Unidos, señaló que una guerra era improbable, pero no imposible.
—
Tomado de Inside the Mind of Xi Jinping (En la mente de Xi Jinping), de François Bougon. Copyright © 2018 por François Bougon y publicado por Oxford University Press. Todos los derechos reservados.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek