“Pienso en una Guerra, justa o impuesta, de lógica muy imprevista. Es tan sencillo
como una frase musical”. Arthur Rimbaud, Iluminaciones.
Los cadáveres se apilan, uno a uno hasta contar miles: 18,994 cuerpos sin vida que, como en las ideas de Rimbaud, recuerdan a la imagen de la bandera de carne sanguinolenta. Prácticamente 19 ml personas que han perdido la vida, de enero a julio de este año en México, a manos de otro violento que jaló del gatillo; que hundió sin piedad el cuchillo, que con sus manos apretó el cogote hasta quitarle el último aliento a su víctima.
No nos confundamos; aquí está pasando otra cosa; y que no nos vengan con su “fenomenología del delito”. Los asesinos de hoy braman por la misma sangre por la que han sido lo que fueron los grandes asesinos de la historia; pero aquí pasa otra cosa; hay algo siniestro, inasible, que se ubica mucho más allá del delincuente común.
Suele pensarse que más allá de la muerte no hay nada más terrible; ¿pero qué pasa cuando la muerte es “un algo más” que la sola muerte? Y es que estamos ante auténticos carniceros que se mueven por todo el territorio nacional con total impunidad, como si fuesen portadores perpetuos de una “patente de corso” que les autoriza a asolar y desolar a poblados enteros.
Debemos tenerlo claro: ya no estamos solo ante gatilleros con revólveres calibre .38 al cinto (que ya era demasiado). No, se trata de tipos con entrenamiento militar, portan armas largas, cuchillos, pistolas y todo aquello capaz de lastimar. Pasamos del perfil del “delincuente armado y peligroso”, al del psicópata capaz de hacer cualquier cosa, a nombre de su organización.
No es exagerado decirlo así, y más nos vale dimensionarlo de esta forma: es como si de pronto hubiesen soltado a miles de Charles Manson armados con fusiles de asalto a nuestras calles; como si cientos de “Jack el destripador” hubiesen sido entrenados en técnicas y tácticas de combate urbano, y puestos en la calle para imponer el terror.
¿Cómo entender si no, la decapitación de personas vivas; el desmembramiento de cuerpos; cómo entender que haya sujetos capaces de disolver cuerpos en ácido o dados a comer a cerdos salvajes en “granjas de desaparición de cuerpos”? ¿Cómo explicar lo que han convertido en una “siembra de pedacería humana” en las plazas públicas, poniendo en tela de juicio cualquier noción de dignidad humana?
El bien y el mal son de suyo evidentes, sostendría Baruch de Spinoza; y en nuestro contexto, esa frase tiene pleno sentido y absoluta claridad. El mal habita sin piedad entre nosotros; porque no estamos solo ante lo que se considera institucionalmente un “incremento de la incidencia delictiva”; al contrario, la corrupción y la incapacidad de los gobiernos ha provocado una siniestra orgía de sangre, por la que no sólo mueren las víctimas de la violencia sádica, sino que pierden su vida y colorido, esperanza y razón de ser, los pueblos donde los malévolos han decidido sembrar el miedo.
En todo esto hay un vaciamiento y hemos llegado al umbral de lo decible; porque seguir en esta tesitura, o incluso dar un paso más allá, desborda toda posibilidad de imaginación y se coloca en el ámbito de lo que no es dado o dable pensar desde una mente que guarda niveles mínimos de cordura.
La violencia salvaje que se ha desatado en nuestro país es inédita en todos los sentidos, porque en muchos territorios, su práctica y todas sus implicaciones se han convertido además en un relato aspiracional; y en eso, incluso los autores más sórdidos y oscuros palidecerían frente a las patologías y grado siniestro de los criminales que nos agobian.
Es hora de que en el mundo institucional se den cuenta de que estamos nada menos que frente al mal radical; y que lo urgente es expulsarlo de nuestra realidad.