Radamel tomó la pelota, la acercó a sus labios y le susurró ternura. La acarició, la miró con sus ojos de amante y abrió sus manos para cubrir con su piel la superficie entera y convencerla de que la anhelaba a toda ella, a cada partícula de su brillo esférico, cada rombo y costura.
Su incondicional amor ardiente era eterno.
Después, la cámara de Rusia 2018 mostró al jugador de Colombia posando el balón en el césped para que el partido ante Inglaterra iniciara y los Octavos de Final definieran si ella sería suya, de su país, o pese a su trato amoroso se alejaría por siempre pues así lo quería el destino.
El destino. Confiaba en el destino o quizá en Dios o en La Providencia o la fe o una fuerza superior. La secuencia, imposible en un jugador croata, alemán, sueco, inglés, gritaba de qué están hechas aún las entrañas de Latinoamérica: era una íntima visita a un templo para rogar un milagro.
Después vino un duelo que fue guerra, fuego. Patadas, cabezazos, empujones, ojos inflamados de furia, reclamos, camillas, jugadores retorcidos en el piso, alaridos de dolor.
Extraña decisión de Colombia para ayudar al destino: no ejercía el futbol vanguardista que llegaba al arco rival con esa verticalidad escrupulosa, marca de su identidad en la primera fase del Mundial. No, los dirigidos por Pékerman exigían lo que sentían suyo con otro método: el frenesí, que sumó 23 foules, 6 tarjetas y un penal en contra por un empujón de Sánchez.
El remate desde el manchón de Kane, máximo goleador de la competencia, fue al centro del arco. De quedarse quieto, Ospina la habría agarrado con un ligero movimiento de manos. Pero se lanzó: gol inglés, con un balón que pasó a tres centímetros del botín del portero que alzó la pierna. Tres centímetros, no más. Acaso Dios, la providencia, la fe, o esa fuerza superior en la que Colombia depositaba tantas ilusiones hacía su voluntad.
Pero vino el milagro. A 148 segundos del final, Mina se levantó y desde una altura sobrehumana dio un martillazo al balón, que picó en el césped. Aunque el británico Trippier la chocó con la cabeza, por la fuerza bruta la pelota viajó al techo del arco. ¿Qué hizo Mina? Corrió hasta sus hinchas amarillos y ante la veneración a gritos por su gol del empate repitió con el gesto de sus brazos, cabeza y rostro: no fui yo, fue el Creador. Su gol, voluntad de Dios.
Media hora más tarde, serie de penales. El técnico Pékerman prefirió tapar con las manos sus ojos y en esa ceguera guiarse por los gritos, como si oír y no ver restara sufrimiento. Los sudamericanos anotaron el primero, el segundo, el tercero, y aunque Rashford y Kane marcaron Henderson falló. 3-2 para Colombia, a falta de dos tiros.
El siguiente, Mateus Uribe, corrió y la empalmó con potencia: travesaño. De inmediato, se metió los dedos a las cuencas oculares como si quisiera extirpar de su cabeza una herida para toda la vida. En el último de la serie, Bacca la mandó al centro y media altura. El arquero británico voló pero estiró cuanto pudo su brazo derecho: golpeada, la pelota se alejó del arco.
Eliminada, Colombia se fue de Rusia.
“Gracias a Dios por permitirme ser parte de este gran equipo”, tuiteó Cuadrado. “Gracias Dios por tus Bendiciones tus tiempos son perfectos y sabes para qué nos tienes”, lo secundó Mateus. “Mi Fe está puesta en ti mi Dios y hoy acepto tu voluntad”, en su Twitter añadió Bacca.
La cámara enfocó a la tribuna: un niño sonriente con la bandera británica pintada en el rostro saltaba feliz sosteniendo un cartelito cuyo mensaje era claro, simple, frontal: “Kane, score a goal (Kane, marca un gol)”.
Kane, obediente, no había marcado uno, sino dos.
En el futbol, cada quien tiene su Dios.