El asesinato de Robert F. Kennedy —perpetrado la madrugada del 5 de junio de 1968— supuso el fin de la esperanza para muchos estadounidenses que hoy miran a las nuevas generaciones de la era Trump que hacen frente a un sentimiento similar. A ellas les dicen hoy: “Aunque algo murió dentro de todos nosotros, conservamos la fe. Seguimos soñando por un día mejor”.
ROBERT F. KENNEDY fue asesinado hace 50 años, el suyo fue el tercero de un trío de asesinatos de alto perfil que acontecieron durante esa década, la coda sangrienta de una era de violencia política.
Hoy, en nuestros tiempos de división y poco civismo, vale la pena recordar que los estadounidenses sobrevivieron a los horrores de la década de 1960 y principios de la de 1970, los cuales empezaron con el homicidio del hermano mayor de Robert, el presidente John F. Kennedy, en 1963. Pero 1968 fue una especie de parteaguas: “El año que hizo añicos a Estados Unidos”, como lo ha llamado el Smithsoniano, demolió el sueño fervoroso de los hippies en la década de 1960 con un coctel explosivo de intensificación en la guerra, disturbios con una carga racial, brutalidad policiaca y los asesinatos de Martin Luther King Jr. y luego RFK.
Por entonces no había ciclos noticiosos de 24 horas. Los medios sociales no difundían odio ni forjaban burbujas divisorias. El presidente no avivaba las flamas con tuits regulares, hackers rusos encubiertos no propagaban noticias falsas, y los libros que proclamaban el final de la democracia no se habían vuelto un lucrativo negocio suplementario para las editoriales, todo lo cual exacerba nuestro lío político actual, el cual puede sentirse inextricable.
Y aun así, en 1968 experimentamos algo mucho peor. “Por extraños y terribles que parezcan estos tiempos —y en verdad son extraños y terribles—, es difícil para los jóvenes que se desesperan por Trump el imaginarse cómo se sintió en mi generación, al llegar a la mayoría de edad a finales de la década de 1960”, dice a Newsweek David Talbot, autor de Brothers: The Hidden History of the Kennedy Years. “Una espantosa guerra imperialista que continuó penosamente por años y años, a pesar de las protestas masivas en las calles; una ira racial largamente reprimida explotando cada verano en nuestras ciudades; una estructura de poder en Washington que parecía incapaz de entender estas protestas y erupciones, ya no digamos hacer algo sustancial al respecto”.
Peter Goldman, quien escribía para Newsweek por entonces, recuerda una “sensación muy extendida de que estábamos en graves problemas. Los cimientos del país que conocíamos estaban derrumbándose. Nuestra cultura popular estaba cambiando”. Estados Unidos, dice Goldman, parecía haberse “soltado de sus amarres”.
Y Robert F. Kennedy fue, por un momento, el hombre que podría guiar a la nación fuera de su obscuridad. RFK fue el fiscal general de su hermano mayor y se mantuvo en ese puesto varios meses después de que Lyndon B. Johnson fue instaurado como presidente. Pero lo dejó para postularse al Senado federal por Nueva York en 1964 y ganó el escaño, girando más y más a la izquierda —más allá de la ideología más conservadora de JFK—, defendiendo a los pobres, los derechos civiles y el activismo laboral y hablando en contra de la Guerra de Vietnam.
RFK entró tardíamente a la votación primaria presidencial de 1968, anunciándolo el 16 de marzo. Él desafiaría a Johnson y Eugene McCarthy, senador por Minnesota, quien se postuló con una plataforma antibélica. Pero al contrario de sus rivales, Kennedy, educado en la Liga Ivy, tenía una capacidad notable para hablarles a los votantes negros y los de clase baja, creando una coalición en un momento de intenso antagonismo político. “¿Qué otra razón tenemos en verdad para [nuestra] existencia como seres humanos a menos que hayamos hecho alguna contribución para que alguien más mejore su vida?”, dijo él en uno de sus discursos, típicamente aderezado con erudición y una compasión católica casi eclesiástica.
En una entrevista con Kerry Kennedy para su libro, Ripples of Hope, conmemorando el aniversario del asesinato de su padre, Barack Obama (quien cumplió 7 años en 1968) comenta que se inspiró en la capacidad de RFK para cambiar sus opiniones, haciéndose más progresista con respecto a la raza y la pobreza. “Para cuando se postuló a la presidencia, te daba la impresión de ser alguien que en verdad había mirado hacia dentro y se había examinado a sí mismo”, dijo Obama.
El rico y privilegiado Kennedy también se oponía notablemente a los intereses de las grandes empresas (un artículo de 1968 en Fortune lo llamó el candidato más impopular desde FDR). El producto interno bruto, dijo él estupendamente en un discurso posterior a su anuncio en el Kansas republicano, “no mide nuestro ingenio, ni nuestro valor, tampoco nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje, tampoco nuestra compasión ni nuestra devoción por nuestro país. Mide todo, en pocas palabras, excepto lo que hace que la vida valga la pena”.
LBJ rápidamente se percató de lo que implicaba la popularidad de Kennedy; se retiró de la contienda el 31 de marzo, dejándola del todo abierta.
Metraje de una nueva serie documental en Netflix, Bobby Kennedy for President, muestra su carisma. Ello, junto con una nación todavía llorando la muerte de su hermano, llevó a un profundo anhelo público. Cuando él se metía entre las multitudes, la gente le tomaba las manos, gritando: “¡Dios te bendiga!” En una introducción a su libro, Kerry Kennedy escribe que le frotaban las manos a su padre hasta dejarlas en carne viva y los puños de su camisa se rasgaban al final de cada día de campaña.
Mientras tanto, la nación se ahogaba en muerte. La Ofensiva Tet que empezó en enero de ese año llevó al periodo más sangriento de la guerra para los soldados de Estados Unidos, siendo 1968 su año más mortal: 16,592 soldados estadounidenses murieron. El año también vio un máximo de más de medio millón de hombres combatiendo en la guerra.
Y luego, el 4 de abril, pocas semanas después de que RFK se unió a la contienda, Martin Luther King Jr. fue asesinado en un motel en Memphis, Tennessee. La ira y la desesperación estallaron en las comunidades negras de toda la nación, con disturbios en ciudades como Chicago, Baltimore y Nueva York. Kennedy hacía campaña en Indianápolis esa noche, y la policía local lo instó a cancelar su mitin, celebrado en un vecindario mayoritariamente negro. Kennedy no quiso oírlos, hablando improvisadamente con unas pocas notas garabateadas. Él citó a Esquilo, llamándolo “mi poeta favorito”: “Incluso en nuestro sueño, un dolor que no podemos olvidar cae gota a gota en el corazón hasta que, en nuestra desesperación, en contra de nuestra voluntad, llega la sabiduría a través de la gracia terrible de Dios”.
Con ojos tristes pero una sonrisa deslumbrante, Kennedy hizo campaña por la nación en todo abril y mayo. Sus posibilidades de ganar la candidatura demócrata no eran seguras, pero sí fuertes. Millones —progresistas y demás— vieron en Kennedy la luz y el amor que podrían, como King lo había predicado, expulsar la oscuridad y el odio.
Pero el 5 de junio, la noche de la votación primaria en California —por entonces la última en la temporada primaria demócrata—, toda esperanza de salvación fue destruida. A Kennedy lo mataron a tiros en el área de cocina del Hotel Ambassador en Los Ángeles en la que se suponía que sería su fiesta de victoria. En las horas previas a su homicidio, conforme el éxito se hacía claro, sus partidarios estaban extáticos. “Era como si todo lo que podías esperar y desear fuera a suceder”, recordó Dolores Huerta, organizadora laboral.
Sirhan Sirhan, un palestino enfurecido por el apoyo de Kennedy a Israel, fue sentenciado por matar a Kennedy y permanece en prisión; el incidente es considerado por algunos como el primer acto de violencia en terreno estadounidense derivado del conflicto árabe-israelí. Pocos meses después, los demócratas entumecidos nominaron al vicepresidente Hubert Humphrey en una convención en Chicago plagada de protestas y violencia policial. Richard Nixon fue elegido presidente en noviembre. Dos años después, miembros de la Guardia Nacional mataron a cuatro estudiantes en la Universidad Estatal de Kent en Ohio. Para 1974, Nixon se enfrentaba al desafuero y renunció.
El autor Talbot tenía 16 años y era un partidario apasionado de Bobby Kennedy cuando oyó la noticia del asesinato en la radio de su auto. “Esa ráfaga de tiros no solo hirió mortalmente a RFK, sino que dañó profundamente los sueños de un mejor Estados Unidos que habían abrazado millones de personas como yo”, dice él. “Para muchos de mi generación, estas heridas no han sanado; todavía tenemos problemas para creer en el futuro de nuestro país”.
Los jóvenes estadounidenses, motivados por la promesa enorme de JFK, RFK y MLK, quedaron pasmados. El periodista Jack Newfield, presente en el asesinato de Bobby, resumió elocuentemente el sentimiento en su libro de memorias de 1969, RFK: “Ahora me percato de qué hace única a nuestra generación, lo que nos define y separa de quienes estuvieron antes del invierno esperanzador de 1961, y quienes vinieron después de la primavera asesina de 1968. Somos la primera generación que aprendió por experiencia… que las cosas en realidad no iban a mejorar, que no íbamos a vencer. Sentimos, para cuando cumplimos los treinta, que ya habíamos entrevisto a los líderes más compasivos que nuestra nación podía producir, y todos ellos fueron asesinados. Y de este momento en adelante, las cosas empeorarían: nuestros mejores líderes políticos ahora eran parte de la memoria, no de la esperanza. La piedra estaba al pie de la colina y estábamos solos”.
Sin embargo, no todos compartían esa sensación de desesperanza. El representante John Lewis, el viejo congresista de Georgia y un líder de los derechos civiles, comenta a Newsweek que él y otros progresistas lucharon para mantener la fe en el futuro. “Durante la década de 1960, a pesar de [esos tres] asesinatos, nunca nos amargamos”, dice él. “Nunca nos volvimos hostiles. Nunca odiamos. No nos rendimos; seguimos soñando. Aunque algo murió dentro de todos nosotros, conservamos la fe. Seguimos soñando por un día mejor”.
Y sí llegaron mejores días. Cincuenta años después, el índice de pobreza en Estados Unidos es considerablemente más bajo, y la tolerancia y la igualdad son considerablemente más altos: el matrimonio gay es legal, y hay una mayor concienciación de la discriminación contra las mujeres y las minorías. Obviamente, todavía queda mucho por hacer, pero si hemos aprendido algo, es que los estadounidenses pueden optar de nuevo por la esperanza.
Paul Schrade, asesor de Kennedy y líder laboral, estaba en el Hotel Ambassador y le dispararon en la cabeza durante el ataque. Su recuperación espiritual tardó mucho más que su larga recuperación física. Dejó su empleo como organizador y volvió a trabajar en una fábrica aeroespacial por varios años, “porque quería un lugar tranquilo”, menciona él a Newsweek. Pero Schrade se unió a las marchas por la paz a principios de la década de 1970, a las que él les atribuye que llevaron al final de la Guerra de Vietnam. Y aun cuando él no piensa que el país en realidad no se ha recuperado de la era de los asesinatos, a sus 93 años todavía tiene una fe inquebrantable en el poder de los movimientos progresistas. “Estoy tan consternado por Trump como mucha gente, pero estamos, pienso yo, dando la vuelta a la página con Black Lives Matter, el movimiento #MeToo y los estudiantes contra las armas de fuego”.
Obama sostiene su creencia en que el país que lo eligió como su primer presidente negro, halle lecciones, incluso inspiración, en los peores momentos de Estados Unidos, como lo hizo RFK. “Si vamos a hablar de nuestra historia, entonces deberíamos hacerlo de una manera que alivie, no de una manera que hiera, no de una manera que divida”, dijo él en un mitin en octubre pasado. “Así es como nos levantamos. No nos levantamos repitiendo el pasado. Nos levantamos aprendiendo del pasado y escuchándonos unos a otros”.
“A pesar de lo que sucede hoy día”, comenta Lewis, “vamos a vencer”.
***
EL EDITOR DEL ASESINATO
Un periodista veterano recuerda su reportaje sobre la vida y la muerte de Robert F. Kennedy
Petet Goldman estaba en su hogar en Nueva York, viendo los resultados de la votación primaria presidencial en California. Era la madrugada del 5 de junio de 1968, y por un breve instante, Robert F. Kennedy parecía encaminarse a obtener la candidatura demócrata y tal vez seguir los pasos de su hermano asesinado a la Casa Blanca.
NBC salió del aire, pero Goldman, de 35 años y columnista de asuntos nacionales para Newsweek, se mantuvo despierto, mirando otros canales de noticias. De repente, vio un metraje de un perturbado Steve Smith, cuñado de Kennedy y su gerente de campaña, subiendo al podio del Hotel Ambassador de Los Ángeles “y anunciando que algo horrible había sucedido”.
Como observaría Goldman en su subsiguiente artículo de portada de Newsweek, había una sensación de “familiaridad repugnante” en la secuencia de los eventos de esa noche, que se dieron apenas dos meses después del asesinato de Martin Luther King Jr.: “el estallido de la pistola, el cuerpo desplomándose, los gritos, el pandemonio caleidoscópico”.
Llevaron de prisa al senador al hospital para una cirugía de emergencia, pero toda expectativa de recuperación se evaporó pronto. A Bobby Kennedy lo declararon muerto el 6 de junio. “Yo era algo así como el editor del asesinato en la década de 1960”, dice Goldman, quien ahora tiene 85 años y se ha retirado del periodismo para escribir ficción criminal. “Hice la portada de Jack [Kennedy]. Hice la portada de MLK. Hice un artículo en interiores sobre Malcolm X, un artículo en interiores sobre Medgar Evers…”. Como cronista prolífico de una era notablemente tumultuosa, él escribió más de 120 artículos de portada entre 1962 y 1988. Al parecer, alguien tenía que ser el testigo del desenmarañamiento de la nación.
Pero Goldman vio, brevemente, a un hombre quien podría unirlo todo de vuelta. “Bobby tenía un magnetismo extraordinario, y era lo opuesto de lo que usualmente pensamos como magnetismo en política. Era una especie de contra-carisma. Había tristeza en sus ojos. Pienso que terminó su vida todavía doliéndose por Jack”. Y tal vez anticipó su propia muerte. Goldman recuerda una anécdota de un reportero quien cubría la campaña presidencial de Kennedy. En cierto momento, hubo una pequeña celebración de cumpleaños para un miembro de su personal que incluyó globos. Cuando uno de ellos estalló, “Bobby se encogió y se veía aterrado. Pienso que él sabía que una pistola lo esperaba en alguna parte”.
Entendiblemente, por entonces, Kennedy era un candidato intranquilo. Goldman sí viajó con la campaña por un periodo breve, y recuerda que las manos de RFK temblaban cuando hablaba en público. “Bobby simplemente llevaba esta imagen herida, vulnerable de sí mismo, al grado en que querías rodearlo con tus brazos y decirle: ‘Va a estar bien’.”
“La única vez que lo vi cómodo”, continúa él, fue en una etapa en Indianápolis. Kennedy se reunió con una multitud de niños afuera de una guardería. “El cambio en el semblante [de Bobby] fue, para mí, notable”, comenta Goldman. Un niño, desorientado por la materialización en carne viva de una celebridad, se acercó y preguntó: “¿Cómo te sales de la TV?” El candidato sonrió pero no se rio ni se burló de él.
Kennedy murió la mañana de un jueves, y Goldman había terminado la mayor parte de su artículo el viernes por la noche, usando los archivos de reporteros quienes trabajaban por todo el país. Él quería terminar antes del funeral de RFK el sábado. Lo vio mientras trabajaba, bebiendo una botella de bourbon que su editor sacó del cajón de su escritorio. “Los dos estábamos allí sentados casi llorando, lo cual no es lo que se supone que hagamos los periodistas”.
Goldman cree que los eventos de 1968 llevaron indirectamente a la división actual entre liberales y conservadores. “Algunas de las fisuras que estaban abriéndose en la década de 1960 ensancharon la división entre las dos partes, y la división en muchos problemas sociales y culturales”, dice él. Libre de toda obligación de imparcialidad (una pintoresca expectativa periodística del pasado), él habla francamente del 45º presidente. “He vivido bajo una tercera parte de los presidentes estadounidenses [Herbert Hoover solo cuando Goldman era un bebé]. Soy un hombre viejo. Y Trump es el primero que en cierta forma me asusta. Él no tiene idea de lo que está haciendo. Con lo que está sustituyendo la pericia, es caos”.
Medio siglo después, Goldman también puede confesar cierta parcialidad política durante su carrera. “Me sentí muy atraído por Bobby, como todo el cuerpo periodístico itinerante”, comenta él. “Era la cosa más notable que hubiera visto, la aventura amorosa voladora en ese avión”. Cuando él murió, “estaba más triste de lo que habría estado por cualquier otro candidato”.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek