Mujeres indígenas en Jalisco hacen frente a la violencia conyugal, de género y social trabajando sin salario en una red de apoyo común.
ZAPOPAN, JAL.— Después de volar por el aire, el plato se le estrelló a Cristina en el cuerpo. Su marido tenía una puntería irrebatible. Tampoco fracasaba para asestarle las patadas que debía consentirle sin más. Sin subir la voz, sin alzar la cara: que así era el trato para las mujeres mazahuas.
Cristina migró con su esposo del pueblo a la ciudad y cargó con la violencia hasta ese mediodía en que, al joderla con la loza, la sumisión se le volvió rabia.
Sobreponiéndose a sus propias historias de violencia racial y de género, Cristina Martínez y su compañera indígena, Marta Hernández, han consolidado una red de defensoras de derechos humanos en el centro de un asentamiento urbano mazahua-purépecha en Zapopan, Jalisco. Según registros oficiales, han logrado incidir en la vida de más de una centena de mujeres.
Desde hace siete años comenzaron a trabajar sin instituciones ni esquemas asistenciales, sin remuneración, contra la violencia hacia las mujeres originarias que se desplazan desde el medio rural. El objetivo es transformar las estructuras cotidianas que atentan en su contra, con charlas, talleres que ellas mismas imparten y gestionan.
A la comunidad de Cristina y Marta la colinda el Volcán del Colli, de la Sierra Volcánica Transversal. Los muros aún esperan el enjarre y exhiben castillos al aire. También hay, menos afortunadas, viviendas bardeadas por maderos entre los que se entromete el aire saturado de olor a leña. Del cielo, atorados en los cables de la electricidad, cuelgan adornos de festividades pasadas. La nomenclatura está resuelta con grafiti y, entre techos de lámina, también destacan antenas de televisión digital.
Surgió con la migración de integrantes originarios del centro y occidente mexicano. Los viajeros se fueron sumando y actualmente a la comunidad la integran más de 600 adultos, según un censo interno.
Al igual que Baja California, Nuevo León, Quintana Roo, Aguascalientes, Tamaulipas, Colima y Morelos, Jalisco es una de las entidades clasificadas como polo de atracción para inmigrantes, de acuerdo con el Sistema de Indicadores Sobre la Población Indígena en México.
Se mueven por la carencia que empuja, explica Cristina, la representante legal de la Red de Promotoras de los Derechos de las Mujeres Indígenas en Jalisco (Prodemi). “Pero no somos emigrantes: estamos en nuestro propio país”, corrige.
La indígena que se muda, lleva consigo los roles de género de los pueblos originarios que comparten una estructura predominantemente patriarcal y violenta: una de cada tres mujeres indígenas vive al menos una agresión sexual durante su vida, de acuerdo con el Informe de la Relatora Especial de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, Victoria Tauli-Corpuz. Ahí también se destaca la prevalencia de condiciones de violencia doméstica y feminicida, así como la exposición al delito de trata.
La Encuesta de Salud y Derechos de las Mujeres Indígenas (Ensademi) evidencia, por su parte, que el 56.6 por ciento sobrelleva episodios de humillación o agresión desde el ámbito de su familia de origen; en la edad adulta el 25 por ciento presenta violencia severa por parte de su pareja sentimental, independientemente de su estatus migratorio.
“En mi pueblo la costumbre es: ‘Si te regaña tu marido, agáchate’; ‘si te regaña tu suegra, agáchate’”, testifica Cristina.
Ella salió de Santiago Coachochitlán, Temascalcingo, en el Estado de México, pasando Maravatío —Michoacán—, pero antes de Atlacomulco. O al revés, asegún se mire.
Allá trabajaba “como hombre”: quemando el barro para hacer macetas y venderlas en el municipio de El Oro. Conoció a su esposo en las fiestas locales y estimó escenas de gloria.
“Pensé a lo grande —recuerda— en el matrimonio que era una maravilla y allá no voy a sufrir en cargar agua, ni ir a lavar al río (Lerma), ni ir al molino. Ahí en la ciudad voy a estudiar y cuál…”
“Cuando empecé a tener mis hijos, él empezó a agarrar el alcohol, no me dejaba salir, ni platicar con sus primos. Si veía a un hombre era golpe seguro donde fuera, no me buscaba lugar (para pegar). Ya me iba con mi ojo morado. ‘Qué le pasó, doña’ me preguntaban, ‘nada, me caí’ o ‘me dio una pelota’, decía, ocultando, pues. Tampoco me daba gasto”.
La violencia económica la resolvió vendiendo dulces en la zona de una plaza comercial, en el sur de la ciudad. El esfuerzo le fue insuficiente cuando sus tres primeros hijos entraron en la escuela. Recurrió al Sistema DIF local, institución de la que siempre había marcado su distancia por temor a que le quitara a sus niños por mantenerlos en la vía pública, mientras ella comerciaba.
No fue así y, además, generó una red de contactos. De ahí también surgió el acercamiento con el “Instituto de Gestión y Liderazgo Social para el Futuro” (Indeso, A. C.), que trabajaba un proyecto sobre la reafirmación de derechos de género.
La sola transición del espacio rural al urbano no garantiza el cese de violencia conyugal indígena, ni siquiera con la incorporación de la mujer como proveedora de recursos. Son dos los factores que inciden en la evolución: la intervención de los hijos mayores para la defensa de la madre y el acercamiento con terceros que rompen el contexto comunitario inmediato, según el estudio “Mujeres indígenas migrantes: violencia intrafamiliar y factores de cambio en las relaciones de género”, de la antropóloga Marta Romer Zakrzewska.
“Empecé a platicarles a las demás mujeres, y empezaron a seguirme, a seguirme, y ya éramos un grupo de 150 mujeres. Mi esposo me regañaba porque iba, me escondía el monedero para que no saliera, pero yo siempre me echaba en el pecho unos 50 o 100 pesos y me iba”, recuerda Cristina.
La tarde en que le llovió la vajilla en su propia cocina, Cristina se atrevió a defenderse por primera vez. Ya no sería la misma. Su esposo lo captó, se alejó por días, improvisando un refugio ante la nueva fuerza de la mujer. Le pidió perdón y, también con alguna intervención religiosa, fue cesando la violencia. Al menos para ella.
“Aquí en la colonia llegan (familias que se mudan del Estado de México) y piden posada, si son mazahuas. Cuando pueden pagar su propia renta, se van. Las mujeres vienen temerosas, pero les digo ‘no tengas miedo, ya no estás sola, si algo pasa avísanos y si quieres meter a tus hijos a la escuela, yo te acompaño’; hablamos sin que nos oiga el marido. A veces me llegan mujeres bien golpeadas (…) yo lo viví. Me gusta apoyar porque yo lo viví”, afirma y en ninguna palabra lleva acento de mártir.
“LA MAMÁ DE LETI ES UNA INDIA”
A Marta le prohibieron el contacto entre su boca y la vajilla de los señores de la casa. Era 1985 cuando se mudó definitivamente a la ciudad y llegó a trabajar como empleada doméstica.
La dieta que ahí le permitían era de frijoles y un huevo. No más. Que no fueran sus tripas a tener ningún choque cultural.
“Tenía 12 años. Era la casa de una doctora (…), me dijo: ‘Ven, te voy a enseñar la casa y te voy a enseñar tu vaso, tu plato, cuchara y una taza para café. Aquí en este cajón’. El cajón me lo dejaron solo, como si yo tuviera alguna enfermedad. Me agarré llorando”, recuerda.
Además de la violencia de género, las mujeres indígenas suman la agresión por su identidad cultural cuando llegan a los centros urbanos.
La última edición de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis) exhibe que al menos 37 por ciento de quienes pertenecen a la población indígena han sido vejados con algún acto de discriminación debido a su identidad. Más de la mitad de los mexicanos reconocen que el solo hecho del color de piel es suficiente razón para vivir alguna violencia.
Marta Hernández González llegó desde Sicuicho, de Los Reyes, Michoacán, localidad enclavada en la Meseta Purépecha. De allá no olvida julio ni sus cantos desvelados, los maizales, el chilacayote que rellena empanadas. Ni olvida ni permite que eso tan suyo se le torne burla. Lo hizo entender en la escuela de su hija.
“Yo siempre andaba con mi ropa típica. Me veían en el camión y gritaban: ‘La mamá de Marta es una india’”. Por eso se burlaron de mi hija y la hicieron llorar delante de sus compañeros. El maestro me mandó hablar que porque había un problema”. El problema, aclaró Marta, ante el profesor y el estudiante, era la desmemoria. Esa que deja a la identidad como rescoldo de folclor.
“¿En qué perjudica (mi ropa)? Soy mexicana y soy purépecha y no tengo por qué avergonzarme”, sentenció en el salón de secundaria. “Para que me pisoteen ya pasó el tiempo”.
Dentro del Plan Nacional de Desarrollo, el gobierno federal implementó en abril de 2014 el Programa Especial de los Pueblos Indígenas. En el diagnóstico de este se especifica que la desigualdad y la desventaja social y jurídica en la que históricamente han subsistido los pueblos indígenas de México contribuyen para la desvalorización del patrimonio cultural indígena dentro del imaginario colectivo. El Índice de Culturas en Riesgo (ICR-2010) que incluye el programa destaca que las mayores presiones respecto a la pérdida de identidad, se generan en las culturas del norte, sur y sureste de México.
Marta se acercó a Cristina y al trabajo del Indeso por la insistencia de su esposo: él por ser músico tarasco ya tenía algunos contactos con los integrantes. Aunque tenía resistencias a relacionarse socialmente, Marta quería evitar más chistes por vestir rebozo y huaraches. En la organización no hubo una palabra al respecto, al contrario; quien la cuestionó fue su familia.
“Pero vale la pena seguir en lo que ando. Hay que trabajar por las compañeras, que no saben ir al doctor o que van y no les hacen caso, enseñarse a defender una misma y a las demás”, sostiene.
Marta va más por la transformación en lo micro. Cuenta como ejemplos la historia de la “mamá de Angelito”, salvada cuando su marido la traía de los cabellos. Cuenta el día en que le marcó el alto a don Miguel para que no le destrozara el cuerpo a Crescencia y la vez que le ayudó a una muchacha a legalizar su identidad. Todas historias de vecinas, todas de la comunidad.
“No tenemos una paga o algo que nos recompense, pero tenemos las ganas de trabajar defendiendo a las mujeres. Ya no estamos para aguantar, estamos para defendernos entre nosotras. Nosotras mismas”, sostiene.
La defensa por los derechos colectivos y comunitarios, explica Alejandra Flores Carlos, “incluye la dignificación como persona”. En el compilado Participación y políticas de mujeres indígenas en contextos latinoamericanos recientes, la especialista en estudios étnicos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) refiere que “el elemento étnico es consustancial al reconocimiento como mujer”. El cruce de la identidad cultural y la emergencia de nuevos feminismos ha sido promovido por las reivindicaciones de pueblos originarios de los últimos años.
La participación de indígenas en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1995 es reconocida como pauta mundial para la toma de la indígena como protagonista de sus propios procesos. En Latinoamérica y México, el momento relevante fue la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN): en los Acuerdos de San Andrés se exigió por primera vez la inclusión de la mujer.
Avivada por su propia experiencia, Marta sostiene que la transformación en el papel de las mujeres de los pueblos originarios no significa una contradicción para abrazar las raíces.
“Las fiestas, las tradiciones pueden seguir igual. Pero maltratar a la mujer no puede ser una costumbre, ni puede ser un valor. Eso tiene otro nombre y se llama abuso a la persona”, resume. Resignifica. Defiende.
“NO ÉRAMOS COLEGIADAS”
De patio en patio, con carácter nómada, trabajaban en cualquier espacio. Hoy, a los pies de El Colli, en el vértice que forman las calles San Martín y San Miguel, en la Colonia 12 de Diciembre, la Red de Promotoras de los Derechos de las Mujeres Indígenas en Jalisco tiene su centro físico.
La finca no es de alguien porque es de todas. Era un terreno ocioso, pero levantaron bardas para que le sirviera a la comunidad y se mantuvo en resguardo por parte del municipio de Zapopan. Luego ellas encontraron cómo administrar el espacio. Ellas siempre encuentran el cómo.
Adentro de la casa de la Red, tiras de cinta canela sujetan cartelones que exhiben los derechos por los que trabajan: por la salud reproductiva, por el trabajo digno y por vivir sin violencia. También está enlistado el “Ser feliz” —así, llanamente.
Hay un par de mesas y sillas de madera y otras que lucen una marca refresquera. También se observan unos asientos diminutos, pensados para los niños que aleccionan los jueves por la tarde en lengua purépecha.
En 2011, el Indeso ejecutó el proyecto “Equidad de género y liderazgo de las mujeres indígenas en Jalisco”, el cual culminó en la formación de la Red como asociación civil, con personalidad jurídica propia para defender y promover los derechos de la mujer indígena de forma local.
La Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) buscó a las mujeres en lo particular para proponerles trabajar un recurso por 144,000 pesos, ya sin la compañía del instituto. Cristina, Marta y otra compañera que al final declinó, aceptaron independizarse.
“Nos dijeron que no éramos aptas para llevar un proyecto, que no éramos colegiadas, que no teníamos estudios y no íbamos a saber administrar. ¿Entonces qué se ganaban con lo que nos enseñaron?”, dice Marta sobre su versión de la escisión con Indeso.
Obtuvieron un contacto con la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (Conami), organización que las orientó para la comprobación de gastos con su primer proyecto enfocado en educación sobre salud sexual y reproductiva.
A partir de entonces han continuado con diversos proyectos de formación sobre derechos humanos. Entre los momentos de mayor alcance de Prodemi, según los registros de la Dirección de Fortalecimiento de Capacidades de los Indígenas de la CDI, fue en el año 2014 cuando se logró incidir en la vida de 125 mujeres.
RED PROMOTORA
Máquinas de coser y materiales para bordar artículos que comercian como una figura cooperativa se resguardan en el interior de la finca de la Red. De la venta se obtiene para salvar el pago de los servicios. Clavar las agujas también les calma los males; Francisca Velázquez lo sabe.
Es mazahua e, igual que Cristina, llegó desde Santiago Coachochitlán, Temascalcingo. Fallecieron sus padres y a los ocho años se mudó con su abuela para trabajar en la zona metropolitana de Guadalajara.
“Me gustaba ponerme mis enaguas, mi mandil y me peinaba con mis trenzas. Mucha gente nomás nos veía y gritaba: ‘¡Ahí van las huicholas!’”, dice sobre la burla que hería su identidad con un mote genérico.
“Luego, luego se ve cuando alguien es de fuera, pero de todos modos dejamos de vestir como nos vestíamos, empecé a cambiar, a ponerme pantalón para que ya no hubiera más humillación. Cuando viene uno de un pueblo luego no halla las palabras para decir, para defenderse y yo ni sabía hablar español, aquí aprendí”.
Cuando su abuela murió, el duelo la enfermó de insomnio. Estuvo tres años sin dormir, bordando de madrugada, abstraída en una depresión amplificada por los golpes de su marido y el maltrato de su familia política.
Al atenderse psicológicamente, la costura fue su terapia paralela. Fue también la manera de engancharse al trabajo de la Red y participar con esta en la defensa de derechos.
“Me ha tocado ver a muchas mujeres aquí y son las mismas historias, pero con diferente actor. Yo me junté muy chica, a lo mejor por buscar amor de una persona. Ahora es diferente, me siento más fuerte. Hay que salir adelante, no quedarse ahí”, encarga.
La secunda Crescencia Cruz Martínez, purépecha, de Jesús Díaz Cirio, en Los Reyes, Michoacán. Hace 22 años dejó su tierra de trigo, de paré, de uarhasï —nopal y papa.
“Todo tan bonito”, dice. Llevó consigo la violencia de quien había aceptado como esposo.
“Él tomaba mucho y empezábamos a discutir”, justifica sobre el origen inmediato de las agresiones. “No tengo familiares aquí (en la ciudad), me sentía sola, muy mal. Como dos veces lo dejé, pero iba otra vez con nosotros… Y estar así no es vida”.
La vecindad con Marta la llevó a la cooperativa de la Red de Promotoras. Se encantó con el bordado y se arrimó las nociones que le dieron marco para convertir su vida.
“ME SIENTO FELIZ”
La política del actual gobierno federal para impulsar el desarrollo de las mujeres indígenas es limitada, al considerar las estrategias específicas y asignación presupuestal.
En el Programa Especial de los Pueblos Indígenas 2014-2018 ninguno de los ocho indicadores de evaluación que lo integran tiene alguna visión de género que permitan identificar avances en las trasformaciones de roles.
De hecho, no existe información que permita dimensionar cualquier impacto en las acciones a favor de las culturas originarias en México, según se exhibe en la auditoría de desempeño 16-1-47AYB-07-0277 277-DS realizada por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) al programa presupuestario P013 “Planeación y articulación de la acción pública hacia los pueblos indígenas”, del ejercicio fiscal 2016.
En el último dato anual actualizado del Programa de Derechos Indígenas, en su vertiente “Derecho a la Igualdad de Género”, manejado por la CDI, se informa un monto aplicado por 45 millones 35,000 pesos —donde 35 por ciento de la población beneficiada es del sexo masculino—. Esto significa 11 pesos por cada mujer hablante de lengua indígena en México; seis pesos si se incluye al universo de hombres.
En la lógica de los olvidos públicos, Prodemi destaca la relevancia de generar su propio desarrollo. En el horizonte inmediato, el proyecto a concretar es la creación de una casa para la mujer indígena en la localidad, plan que ya han postulado para la atracción de recursos, pero sin fortuna. Sí, también les llega el hastío, reconocen por separado Marta y Cristina.
“A veces decimos: ‘Ya no quiero saber nada’, porque a veces no tenemos recursos para caminar, para el camión o para movernos. Tenemos que desembolsar nosotras, ir a la CDI a pedir que nos apoyen para el camión; ‘no hay recurso’, nos dicen”. Pero, al mismo tiempo, confiesa Cristina: “Me siento feliz con lo que se ha logrado en la comunidad, sí hemos visto algún cambio, pero hay mucho trabajo que hacer para que las indígenas reciban lo que merecen”.
Y remata: “No, lo construido poco lo dejo y si lo dejo ¿quién lo va a hacer?”, pregunta la mujer mazahua, subiendo la voz. Alzando la cara.
La agenda de igualdad se provoca ”desde abajo”: Celia Magaña
Un proyecto de intervención social sensiblemente construido, junto con la fuerza individual de liderazgos, son las condicionantes para las transformaciones comunitarias, afirma la investigadora de la Universidad de Guadalajara (UdeG) Celia Magaña frente al caso de la Red de Promotoras de los Derechos de las Mujeres Indígenas en Jalisco (Prodemi).
Resalta la capacidad individual de las líderes de la Red, Cristina Martínez y Marta Hernández, para no solo permanecer con la experiencia personal de la violencia, sino trascender a esta y aportar un cambio a su comunidad; la condición resiliente, más una visión originaria enfocada en la colectividad, serían los elementos que las llevaron a la consolidación del proyecto. Del caso, la investigadora destaca sus posibilidades de éxito por crearse desde la autogestión y desarrollarse horizontalmente, de mujeres a mujeres.
“La agenda de igualdad, de género y con un enfoque intercultural, no va a funcionar mientras no sean los actores mismos quienes nos involucremos ‘desde abajo’. Muchas intervenciones y políticas se hacen desde escritorio, sin ese anclaje para ser adoptadas”, describe.
Respecto a la discusión sobre si la transformación del papel de la mujer indígena afecta la identidad originaria, la investigadora afirma que se trata de un falso debate, desechado por historias como las de Prodemi.
“Nos da cuenta de cómo esa tensión (entre derechos colectivos e individuales) no es irremediable(…). En la cultura siempre hay diferentes fuentes, unas con una vertiente más igualitaria y otras de una tradición más opresiva. Hay momentos en la historia en donde una vertiente se vuelve hegemónica y no deja lugar para las otras. Pero siempre se puede recurrir a la primera y seguir reencarnando una cultura, hacerla viva, sin que necesariamente tengamos que continuar reproduciendo condiciones de abuso”, explica.
“Ellas (las mujeres indígenas) nos han enseñado que cuestionando las opresiones y los privilegios, tanto en el interior de sus comunidades como en el exterior, se puede luchar por los derechos sin traicionar ni atentar contra alguna tradición”.