La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos garantiza la protección de la persona, la familia y las propiedades. El espíritu de nuestra ley suprema es brindar a todos los mexicanos el derecho a vivir bajo el amparo de las leyes y la protección legítima de las autoridades. Esto lo encontramos en las llamadas “garantías de seguridad”, mismas que se derivan de lo que estipulan los artículos 14 y 16 constitucionales, los cuales velan porque los derechos de los ciudadanos no resulten afectados debido a procedimientos ilícitos cometidos por la autoridad.
El derecho a la seguridad es un derecho protegido por nuestra Constitución que debe ser garantizado de manera incondicional por el Estado, como expediente para la legitimidad de éste. No es una mera concesión del gobierno, no se trata de un bien selectivo y tampoco es una prestación condicionada a la existencia de recursos o de voluntad política.
Igualmente, el derecho a la seguridad es, junto al derecho a la vida, parte de un conjunto de derechos humanos fundamentales como lo son la libertad de expresión, de tránsito o de conciencia. Es decir, la seguridad es el contenido de un derecho que, por ello mismo, compromete a nuestras autoridades a garantizarlo sin dañar otras libertades y derechos civiles de característica similar.
En el orden jurídico internacional de los derechos humanos, el derecho a la seguridad se concibe como ese derecho surge de la obligación del Estado de garantizar la seguridad de la persona. En este sentido, el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”; el artículo 7 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos señala que: “Toda persona tiene el derecho a la libertad y a la seguridad personales”, mientras que el artículo 9 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos señala que: “Todo individuo tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales”. Tanto el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, como la la Convención Americana sobre los Derechos Humanos, son instrumentos de derecho internacional vinculantes para México y según el artículo 1º de nuestra constitución, reformado en 2011, tienen rango constitucional.
Para la supervisión, seguimiento y asistencia técnica para el cumplimiento de las obligaciones internacionales de derechos humanos se crearon mecanismos e instancias ad hoc. Desde la perspectiva de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (OACNUDH) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); dos de las entidades más importantes a de los sistemas internacional y regional de derechos humanos, el concepto de seguridad ciudadana es el más adecuado para el abordaje de los problemas de criminalidad y violencia en lugar de los conceptos de “seguridad pública”, “seguridad humana”, “seguridad interior” u “orden público”. Este concepto deriva pacíficamente hacia un enfoque centrado en la construcción de mayores niveles de ciudadanía democrática, con la persona como sujeto de derechos y como objetivo central de las políticas públicas.
Diversos estudios señalan que la expresión “seguridad ciudadana” surgió, fundamentalmente, como un concepto en América Latina en el curso de las transiciones a la democracia, como medio para diferenciar la naturaleza de la seguridad en democracia frente a la seguridad en los regímenes autoritarios. En estos últimos, el concepto de seguridad está asociado a los conceptos de “seguridad nacional”, “seguridad interior” o “seguridad pública”, los que se utilizan en referencia específica a la seguridad del Estado. En los regímenes democráticos, el concepto de seguridad frente a la amenaza de situaciones delictivas o violentas se asocia a la “seguridad ciudadana” y se utiliza en referencia a la seguridad primordial de las personas y grupos sociales.
Las diferencias entre las expresiones de seguridad pública o seguridad interior y seguridad ciudadana no descansan nada más al terreno conceptual, sino que se deben ver representadas en estrategias y mecanismos específicos. Es decir, una estrategia de seguridad ciudadana debe centrase en los ciudadanos como individuos y colectivos, conteniendo estrategias de uso de la fuerza pública en los casos que sea necesario, pero también de prevención de la violencia y el delito, de generación de trabajo digno y bien remunerado, así como de atención a individuos y grupos en conflicto con la ley. Todo ello desde un enfoque de derechos humanos. No puede, de ninguna manera, centrarse prioritaria o exclusivamente en el uso de la fuerza.
En México no desconocemos el concepto de “seguridad ciudadana”, de hecho, a inicios del actual Gobierno se apostó fuertemente al mismo. Por ello, existe una Ley General para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia (LGPSVD), que asume la seguridad ciudadana como derecho humano que debe ser garantizado por el Estado y coproducido por todos los actores sociales. Esta ley dio origen al Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia (PNPSVD), mismo que lamentablemente fue desprovisto desde inicios del 2017 de los recursos financieros con que contaba para su implementación, sin que mediara una explicación convincente. Paradójicamente, 2017 ha sido el año más violento desde que existen registros en nuestro país.
Sin tener aún una evaluación que nos muestre los resultados y lecciones aprendidas de las estrategias de seguridad ciudadana a nivel federal y estatales, ni del por qué se dejó de apostar a ellas, los poderes ejecutivo y legislativo federales optaron por apresurar la puesta en marcha de una Ley de Seguridad Interior. Es decir, nos han endilgado una nueva ley de seguridad (basada en el uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad que atañen a autoridades civiles), cuando aún no nos rinden cuentas sobre los esfuerzos previos relacionados a leyes y políticas públicas de seguridad previamente puestas en marcha e interrumpidas abruptamente. Además, lo hicieron sin escuchar a todas las voces de la sociedad y sin atender las observaciones específicas de OACNUDH y la CIDH.
En Guanajuato las cosas no pintan mejor, el Gobierno actual no fue capaz en ningún momento de diseñar y poner en marcha una estrategia integral de seguridad ciudadana con componentes de prevención, de cohesión social y derechos humanos. Es decir, con más elementos que el mero fortalecimiento de las policías y mecanismos de fuerza pública. Con bombo y platillos anunció el Programa Escudo como la gran estrategia de seguridad, en el que invirtió aproximadamente 3 mil millones de pesos, aunque solo se limitaba a un sistema de cámaras de vigilancia y detectores de placas y una red de transmisión de datos en apoyo a las policías estatal y municipales. El Programa fue un rotundo fracaso que, a la postre, nos llevó a un deshonroso cuarto lugar en la última medición de incidencia delictiva del mismo Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Sin “meas culpas” o análisis mayores, se optó por facilitar la instalación de una Brigada de la Policía Militar trayendo 3,200 soldados como policías militares e invirtiendo en un clúster que costará al Estado y sus municipios más de 450 millones de pesos. El Gobierno guanajuatense ni siquiera ha tenido la delicadeza de promover una ley específica que acuerpe su decisión, menos aún ha hecho una evaluación seria del éxito o fracaso de sus fallidas políticas y programas sociales en materia de seguridad y prevención de la violencia y el delito.
Pareciera que su cálculo es que no hace falta perder el tiempo en esto, que los ciudadanos y ciudadanas no merecemos instituciones serias, leyes y políticas públicas y que, además, al cabo no son tantas las voces que reclaman por eso. Quizá por ello es por lo que en nuestro Estado se ha aplazado el proceso legislativo para elegir a un Fiscal General y quizá por ello también es que prefieren no contar con una ley y una política pública de seguridad ciudadana, para, de facto, hacer cualquier cosa sin que luego tengan que rendir cuentas a nadie.
Hoy nos venden como la panacea que el ejército a través de su rol de “policía militar” va a poner orden en Guanajuato y lo peor es que la ciudadanía y los medios cuestionamos muy poco la frágil fundamentación de esta medida, el tiempo que duraría y sus repercusiones en los derechos humanos de nosotros y nuestros hijos. Quizá es que lo hacen también porque tienen muy claro que como sociedad no hemos demostrado la capacidad de articularnos mínimamente para exigir que se nos escuche y que haya transparencia y rendición de cuentas.
Estas medidas propias de países, estados y regímenes autoritarios no han sido nunca exitosas. Basta hacer un análisis sumario reciente de otras experiencias en nuestra misma región Latinoamericana. Sin embargo, nuestros gobiernos siguen gobernando con ocurrencias e invirtiendo mal los recursos públicos que se les confieren.
Se nos viene un 2018 muy complicado y lamentablemente, el proceso electoral en el que ya estamos inmersos es, como siempre, un castillo en el aire del que no vale la pena esperar mucho. No hay a la vista políticos de partidos o independientes que den señales serias de que puedan con el paquete. Así pues, el verdadero cambio tiene que venir de la ciudadanía, de lo individual a lo comunitario; de nuestra conciencia, de nuestras propuestas y de nuestras acciones específicas. Ojalá que 2018 sea un año del despertar ciudadano y de justicia social, que es lo único que sacará a México y a Guanajuato a flote.
@jmramosrrobles
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