Las armas son inmanentes a todo ser vivo. Incluso el cuerpo es un arma. La vida es una lucha desde el inicio hasta el final.
Desde la antigüedad “la guerra” impera sobre todas las cosas. Heráclito de Éfeso decía que “la guerra es padre de todas cosas, que a unos hace hombres y a otros esclavos”. Ámbito que también lo encontramos en los relatos bíblicos donde Abel y Caín, aún hoy demandan una reflexión aparte.
Sin entrar al tema de “la guerra”, las armas han sido pilares para cualquier civilización. Todas acompañadas de estrategias para abordar al contrincante de manera puntual. Así por ejemplo, David vence al poderoso Goliat con una piedra. Los Upanisads y el Corán, también nos relatan la importancia de los utensilios que se han tenido para casos de vario linaje; y es que ni en las grandes utopías renacentistas se dejó de lado la relevancia de estos artefactos o instrumentos. Lo que hoy llamamos civilización, se ha construido a través de los resultados de la eficacia de esos arneses. Quizá por ello mismo, existe la necesidad de definir qué es un arma. Porque en este concepto cabe todo, decíamos, desde “una piedra”, hasta “el conocimiento” en cualquiera de sus facetas.
Según Wolfgang Sofsky en su Tratado sobre la violencia[1], “el arma no es sólo un medio para un fin, sino un portador de significaciones que tiene un valor cultural. Es a la vez violencia materializada y violencia simbólica. Es demostración de poder y de fuerza”[2]. Asunto concordante con las características hobbesianas para pensar las funciones del Estado desde una perspectiva política.
De hecho, la cultura de los pueblos se construye con el vigor de su propia fuerza. Los griegos, a esa potencia que llevan las idiosincrasias de un tiempo a otro, la llamaban “kratós” (palabra que puede significar empuje, fuerza, violencia, gobierno, mando o pilotaje…), vocablo clave para entender después, lo que los romanos hicieron del mundo con su ars (habilidades, talentos, demostraciones, cualidades, conductas, oficios, técnicas, ciencias, conocimientos, doctrinas, etcétera).
Pero el honor deja atrás el uso de las armas, la fuerza del diálogo es capaz de fulminar la violencia física entre los pueblos como entre los individuos. La comprensión es la posibilidad de la paz. Y esto es un asunto de los humanismos y de las religiones de nuestro tiempo, como lo apuntó en su momento Hans Küng en sus debates intelectuales del siglo XX.
Esta primera década del siglo XXI, emergió con el síncope de las Torres Gemelas y de las grandes crisis a escala global; hemos sido testigos del derribamiento de los sectarismos y de algunos muros en el mundo. Y en esa misma primera década de nuestro siglo, también hemos sido testigos atónitos de una gran gama de conflictos internacionales, donde el poder de la tecnología de punta, apunta a ser la protagonista por antonomasia del poder militar que de múltiples maneras respalda al político.
Se rearma el mundo después de la penosa experiencia de la Guerra Fría, y no hay ni tiempo ni espacios para discursos edificantes ni piadosos. El poder económico que entró en colapso con los macrosistemas bursátiles de la economía mundial, ha detonado siniestros caminos para reactivar las bisagras de esa acumulación que dejó de lado, a la dignidad humana; poder por demás, embalsamado y cubierto al calor de la circulación de las armas y de las drogas bajo el cobijo alimentario tanto de unos y como de otros.
La armonía no es un concepto para las mayorías del mundo ante la sobrevivencia de la vorágine de los intereses de los Estados, que se han reducido penosa, estratégica, y tácticamente a los económicos, que dan razón de ser a los armamentismos de nuestra era.
Justicia y Verdad, son hoy conceptos vacíos con los qué justificar negocios sin pensamiento, ni alguna capacidad de crítica, porque ya desde algunos lustros se ha venido anunciando la “muerte de la filosofía”. Sin filosofía la vida se vuelve mecánica, sin imaginación, sin sorpresa, seca, frívola, sin responsabilidad…
Esta generación es crucial (como quizá todas) para el porvenir. Los adelantos de la ciencia no son paralelos a los de las humanidades. El poder está al servicio de las grandes corporaciones y no a los de la “humanidad”. La ciencia misma se volvió un ars bélico de nuestro tiempo, un argumento para el consumo médico, ahí donde no hay ni enfermos, ni enfermedades.
Esta relación dispersa (ciencia y conciencia), ha quebrantado, aunada a la pobreza con la que vivimos todos, a las estructuras básicas como la familia. El pensamiento de Estado que seguimos con atención en Walzer[3], e incluso con Roland Dworkin[4], requiere revisar la situación que guardan en este momento los derechos humanos a toda escala, ante las prioridades que generan no sólo los conflictos bélicos, sino el armamento que potencializa la trasformación de instituciones como la familia misma, a efecto de estar armada, y de ser hecha pedazos por la migración.
Rememoricemos lo que hemos hecho en el mundo para revalorizar la importancia del sujeto, de la persona ante la democracia, y del porvenir de los pueblos que despojamos de la reflexión y hasta de sus raíces.
Como hace un siglo, habremos de unirnos al unísono de Don Miguel de Unamuno: ¡que viva la vida! ante un imperativo de asumir a la muerte como un momento inaplazable. Las resonancias de lo mejor del legado literario, nos dan un sentido posible para asumir nuestra particular responsabilidad, en todas y cada una de las trincheras para transformar el sentido real de las armas metafísicas, rumbo a otras direcciones deseables.
Los ecos del legado más alto para Occidente que hay que rescatar para el presente y para el porvenir, no son sólo los griegos o los romanos de la tesitura clásica, sino los de las culturas que se funden en el tiempo de los grandes encuentros con los que estamos hechos.
Un verbo mayor en estos episodios es el del “amor” como fundamento del sentido que desarma al mundo. El “amor” en griego (que se dice de muchas maneras), representa a una diosa que se llamaba Afrodita, esposa de Ares (dios de la guerra), de donde se desprende la idea categórica de que, es el amor la única fuerza que doblega a la guerra. Amor y sentido que se diluyen en los laberintos de la naturaleza humana. Por ello decía Pablo, que es el amor, el que todo lo resiste.
Los imperativos axiológicos tendrán, como siempre que ser integrales: no se puede formular ningún cambio sustantivo social, sin uno económico, sin uno político. Hay que vislumbrar e imaginar ese sendero con las idiosincrasias que nos merecen todos y cada uno de los pueblos, ausentes y presentes en estas instituciones, donde apremia percibir las dimensiones de etnicidad para una comprensión global de la humanidad con armas de otro alcance.
[1] ABAD editores, Madrid, 2006.
[2] Ibidem p. 27. “muchas armas además son también objetos estéticos… Estos artefactos son además objetos de juicios morales. Las armas son alabadas y bendecidas, también aborrecidas, boicoteadas y condenadas…” p. 28.
[3] Guerras justas e injustas. Barcelona, Paidós 2001.
[4] La democracia posible. Principios para un nuevo debate político. Paidós, Barcelona, 2008.