Esta mañana le pregunté a mi madre sobre el discurso “Derribe este muro” de Reagan, el cual dio en la Puerta de Brandeburgo en Berlín un día como hoy hace 30 años.
“Enorme”, dijo ella. “No estaríamos aquí sin Reagan”.
(Nota importante: no vivo con mi madre. Estuvo de visita para ayudar con los niños.)
Éramos refugiados soviéticos, y llegamos a Estados Unidos en 1989, el año en que el Muro de Berlín finalmente cayó, aun cuando cuánto tuvo que ver Mikhail Gorbachov, el blanco del discurso de Reagan, en el asunto es materia de debate. Para la mayoría de los rusoestadounidenses, no hay debate: Reagan fue grandioso, y EE UU es grandioso. Esto podrá parecer simplista, pero solo porque la gratitud tiende a borrar los matices.
“Creemos que la libertad y la seguridad van de la mano, que el progreso de la libertad humana solo puede fortalecer la causa de la paz mundial”, dijo Reagan en su discurso.
Para los judíos rusos, los barqueros de Vietnam, los disidentes políticos de Cuba, los Estados Unidos no eran tanto una mejor vida como una nueva. Eso no quiere decir que todas las historias de inmigrantes sean historias de éxito, o que todos los inmigrantes estén monolítica e infaliblemente agradecidos de ser estadounidenses. Solo quiero decir que la promesa de la ciudadanía estadounidense era tan grandiosa que lustraba incluso las realidades más desagradables de la vida en Estados Unidos, de las cuales, seamos honestos aquí, había y hay a plenitud.
Que el 30º aniversario del discurso de Reagan se dé durante la era del Presidente Donald Trump parece ser el tipo de ironía cruel en que la historia es experta. Su prohibición musulmana posiblemente haya sido derrotada por sus propios tuits, mientras que el muro con México siempre fue más metáfora que realidad. ¿Una metáfora de qué? Un EE UU cerrado que le prohíbe la entrada a la gente y se aísla del mundo. La retirada del acuerdo climático de París no solo fue un ataque al logro del ex Presidente Barack Obama sino también a la convicción de Reagan de que Estados Unidos tenía que liderar mediante la fuerza moral (incluso cuando, sí, la fuerza moral estaba ausente de gran parte de nuestra política local).
Los presidentes son como padres, frecuentemente enfureciendo o avergonzando a quienes viven bajo su control. Sin embargo, Trump no es tu papá haciendo Pilates en el patio delantero; él está poniendo una cerca, cerrando las persianas y echando llave a la puerta. “Cuidado con el perro”, dice un letrero en el patio delantero. “Prohibido el paso”, dice otro.
Alrededor de 50,000 refugiados haitianos esperan su destino, con letreros sugiriendo que Trump podría enviarlos de vuelta al final. Las visas para refugiados altamente calificados también enfrentan un escrutinio contraproducente. ¿Cuál es el punto de esto? No hay uno, me temo, excepto fomentar la mezquindad y paranoia de algunos radicales derechistas que ayudaron a elegir a Trump.
“Donald Trump es el nuevo Reagan”, escribió Jeet Heer paraThe New Republic hace un año. Eso ciertamente no era verdad entonces. Es todavía menos verdadero ahora. Ningún inmigrante de ningún lugar querría entrar voluntariamente en el panorama de la “carnicería estadounidense” que Trump retrató en su oscuro discurso de toma de posesión. Su nación carece del ingrediente fundamental de Reagan que fue tan atractivo a mi familia hace tres décadas: la esperanza.
“EE UU no está vuelto hacia dentro sino hacia fuera”, dijo Reagan justo después de su victoria en la contienda presidencial de 1980. “EE UU todavía está unido, todavía fuerte, todavía compasivo, todavía aferrándose duro al sueño de paz y libertad, todavía dispuesto a proteger a quienes son perseguidos o están solos”.
Ese es el EE UU al que vinimos, no la nación “lisiada” visualizada por Trump.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek