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El PRI, la verdadera cultura de la corrupción

Publicado el 21 de abril, 2017
El PRI, la verdadera cultura de la corrupción

EN PROPORCIÓN con los años de vida de los partidos, y el número de miembros que están en calidad de prófugos, detenidos, investigados, sentenciados o sospechosos, no hay duda: el Partido Revolucionario Institucional es el más corrupto.

Fundado en 1929 con otras siglas, el PRI gobernó de manera hegemónica este país hasta 1989, cuando Ernesto Ruffo Appel —hoy senador de la república— ganó y le fue reconocido el triunfo como gobernador de Baja California. Llegó el panista a quitarle el poder político al inacabado sexenio de Xicoténcatl Leyva Mortera, un priista, por supuesto, que tenía la entidad sumida en la represión, la corrupción y el abandono urbano.

A partir de aquel año los triunfos de la oposición se fueron sucediendo en el país en una etapa de alternancia política que comenzó a finales de la década de 1980 y se consolidó en la década siguiente, hasta llegar al momento actual, cuando el PRI gobierna menos de la mitad de los estados, con 15 gubernaturas, mientras el Partido Acción Nacional administra diez estados, y el Partido de la Revolución Democrática ha ganado en cinco entidades federativas; una más la ocupa el Partido Verde Ecologista y, otra, uno que fue candidato independiente.

El PRI sigue contando con una mayoría, pero ya no es absoluta. Donde sí tiene ese rango es en el número de gobernadores perseguidos por corrupción, enriquecimiento ilícito, peculado, lavado de dinero, narcotráfico, operaciones con recursos de procedencia ilícita. Hoy, más que antes, la participación ciudadana, la supervisión de organizaciones de la sociedad civil y la denuncia anónima (sin menospreciar las herramientas de la era digital que, al alcance de cualquier ciudadano, se convierten en instrumentos de supervisión pública y exhibición en medios tradicionales y alternativos) han contribuido a la persecución obligada de la corrupción.

En esta época es más fácil que se persiga públicamente a un gobernador y que las autoridades se vean obligadas, por más del mismo partido que sean, a investigarlo, procesarlo y llevarlo ante la justicia. Ahí están los casos de Mario Marín, de Puebla, y Humberto Moreira, de Coahuila, a quienes la sociedad y organismos civiles tanto han denunciado.

No es el caso hoy de Javier Duarte de Ochoa, preso en Guatemala y próximo a extraditarse a México por lavado de dinero y delincuencia organizada. O el de César Duarte, de Chihuahua, prófugo de la justicia mexicana y de la estadounidense. O el caso de Tomás Yarrington, quien hace unas semanas acabó sus cinco años de evasión de la justicia al ser detenido en Italia. Y cómo olvidar a Andrés Granier, exgobernador de Tabasco, quien está recluido en una cárcel mexicana. Mientras, Rodrigo Medina lleva en libertad un proceso judicial por haber defraudado cuando fue gobernador de Nuevo León.

Muchos otros exgobernadores no han sido juzgados, pero sí señalados por sus sociedades por sus excesos y los abusos en la utilización del presupuesto. Por la represión, la corrupción de sus colaboradores, la falta de desarrollo urbano en sus estados, la ausencia de inversión.

La corrupción en México, dijo el presidente Enrique Peña Nieto en una entrevista en 2014, “es un asunto cultural”. Efectivamente, en su partido, en su contexto, en su idiosincrasia de priista y su ideología partidista, la corrupción sí es un asunto cultural. En su gobierno, de hecho, si consideramos la estadística dada a conocer recientemente por Transparencia Internacional, respecto al Índice de Percepción de Corrupción en el sector público, de un puntaje de 100, donde cero es el peor evaluado y 100 es el menos corrupto, México obtuvo un 30, con lo que se ubica en la posición 126 de los más corruptos en 2016. En 2015 era ligeramente menos corrupto, pues ocupaba el lugar 95.

La misma organización refirió que “entre las 35 economías que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), México se ubica en el último lugar”, es decir, el más corrupto.

NO SON LOS ÚNICOS…

El resto de los partidos no están exentos de corrupción en sus filas, pues ahí está el caso de Guillermo Padrés, exgobernador de Sonora y panista, preso por defraudación fiscal y operaciones con recursos de procedencia ilícita. O el del exgobernador de Baja California Sur, el entonces perredista Narciso Agúndez, quien estuvo en prisión y fue investigado por peculado. O el también miembro del partido del sol azteca José Luis Abarca, exalcalde de Iguala, acusado de participar en la autoría intelectual de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. Incluso, están los legisladores del Partido Acción Nacional que sistemáticamente han sido señalados por cobrar moches a alcaldes al momento de repartir el presupuesto. Esos solo por mencionar a algunos de los panistas y perredistas que han sido investigados y que fueron aprehendidos.

Pero la mayor cantidad de políticos y gobernantes deshonestos, sospechosos, prófugos, investigados, señalados, la concentra el Partido Revolucionario Institucional.

Quizá tenga que ver con que es el partido con más años en la diversidad política de México. Fue fundado en 1929 y lleva 88 gobernando este país. Es el instituto político que por 71 años tuvo control de la Presidencia de la República y a lo largo de ese tiempo ha hecho de la corrupción una cultura. O quizá sea el hecho de que, frente a los 78 años que cumple el Partido Acción Nacional, fundado en 1939, los 28 que lleva de existencia, el PRD, originado en 1989, o los seis años del Movimiento de Regeneración Nacional, es precisamente el PRI el partido que más alcaldes, gobernadores, regidores, diputados, senadores y funcionarios ha tenido en el país, lo cual, por lógica, por proporción y con base en los hechos actuales, lo convierte en el más corrupto de todos.

En ese contexto resulta muy simplón pensar que porque el gobierno de Enrique Peña Nieto, de manera tardía, sospechosamente burocrática y taimadamente política, detuvo a Javier Duarte de Ochoa, se da muestra de un cambio en el PRI y que, con ello, y con la aprehensión de Tomás Yarrington, ganarán las elecciones del Estado de México al dar una muestra los tricolores de ser férreos en el combate a la corrupción, incluso cuando se trata de los de casa.

Duarte y su esposa, y la familia de esta, y otros tantos más, robaron al estado de Veracruz más de 3,000 millones de pesos, según los cálculos del gobierno de aquel estado, y los de la Procuraduría General de la República con la colaboración del Servicio de Administración Tributaria. Era priista cuando Peña pidió el voto para él, también cuando el mismo presidente lo refirió como el ejemplo del nuevo PRI, lo mismo cuando los políticos priistas que hoy gobiernan 15 estados de la república lo felicitaron, le echaron porras, al igual que senadores y diputados que hoy prefieren guardar silencio ante la exhibición de la corrupción en su partido.

No, la detención de Duarte no le abona al PRI ni le lleva votos. Tampoco la aprehensión de Yarrington, así detuvieran a todos los exgobernadores priistas señalados de transas, a los senadores y diputados que cobran comisiones por votos o por entregar presupuesto; eso no habla bien en términos electorales del PRI. A estas alturas, después de tan oscuro pasado y presente, nada de eso. El exponer a tantos servidores públicos siniestros emanados de las filas del tricolor solo pinta y dibuja a este partido como lo que históricamente ha sido: la cuna de la corrupción en México, y prueba de ello es que en la antesala de las elecciones —las de este año y las de 2018— le sobran los malos ejemplos.

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