YELAPA, JAL.— En esta tierra el mar es vecino, compañero, sustento.
En este lugar que se empapa con las aguas del Pacífico, los niños aprenden a pescar antes que leer o escribir.
En este pueblo llamado Yelapa nació Jonathan Lorenzo Ledezma. Aquí todos lo conocen como Johna. Él no puede articular palabras. Su lenguaje es diferente. Se comunica con sonidos guturales, con gestos, con movimientos de brazos, de manos y, sobre todo, lo hace con los ojos, con la mirada. Tiene 28 años y una buena parte de su existencia la ha pasado en el mar, pescando junto a Javier Lorenzo, su padre. Él le enseñó a identificar los peces: este es un atún; aquel, un jurel; ese, un huachinango. Con él aprendió a bucear para buscar al aferrado pulpo y las inmutables ostras. Con él conoció las tortugas, los delfines y las ballenas que, en ciertas temporadas del año, visitan estas aguas de Bahía Banderas. También con él miró, por primera vez, a uno de los habitantes del océano del que se tienen más preguntas que certezas: la mantarraya gigante.
Hoy Johna es uno de los varios pescadores de esta tierra que se han unido al Proyecto Manta, investigación científica que tiene como misión impedir que estos colosos marinos sean solo un recuerdo.
Son las nueve de la mañana de un domingo nublado. Johna está en el muelle listo para ir en busca de los gigantes. Esto no es una excursión turística. Es uno de los recorridos científicos que se realizan cada semana, desde finales de 2014, como parte del Proyecto Manta. Hoy los encargados de realizar las labores de investigación son Iliana Fonseca y Aldo Zavala, jóvenes biólogos —egresados del Instituto Tecnológico de Bahía de Banderas— que participan en este proyecto coordinado por investigadores del Scripps Institution of Oceanography, de la Universidad de California, en San Diego.
INFOGRAFÍA: Newsweek en Español.
Johna pide que esperemos antes de embarcar. Debe sacar el agua de lluvia atrapada en la lancha. La tormenta que acompañó la noche del sábado no impidió que se realizara un baile en Yelapa y que la música sonara hasta las cuatro de la mañana. La desvelada tampoco detuvo a Luis, César y Edson. Ninguno tiene más de 19 años. Los tres llegan al muelle y aún luchan por espantar al sueño. Son estudiantes de preparatoria, hábiles nadadores, buceadores y pescadores. Ellos, como Johna, se unieron al proyecto desde que se enteraron de que las mantarrayas gigantes son sus vecinas y están en peligro de extinción.
Johna da luz verde para subir a la lancha. Son las 9:35 de la mañana. Nos alejamos del muelle para bordear Bahía de Banderas. Desde el mar se puede mirar la mejor panorámica de Yelapa, un lugar de poco más de mil habitantes, con casas incrustadas entre los verdes cerros de la Sierra Madre Occidental. Yelapa es una comunidad rodeada de selva y mar.
Gracias a estudios como los de Rubin, es posible saber un poco más sobre estos animales de la familia de las Mobulidae, de los cuales aún hay muchas preguntas. Foto: Octavio Aburto.
SUMERGIRSE EN UNA ESPECIE
La ciencia comenzó a estudiarlas en forma constante hace no muchos años.
A finales de la década de 1970, el doctor Robert Rubin decidió sumergirse en el mundo de las mantarrayas gigantes y ser uno de los científicos pioneros en estudiar su ecología. Las conoció en uno de los lugares en donde, alguna vez, ellas fueron algo común: el Golfo de California.
“Cuando las vi por primera vez me impresionaron por su elegancia —recuerda Rubin—. Comencé a buscar en la literatura para aprender más sobre ellas y encontré que había muy poco escrito. No se conocía casi nada. La falta de información y la impresión que me causaron, por su inusual comportamiento, me llevaron a empezar lo que han sido más de treinta años de investigaciones”.
Ahora, gracias a estudios como los de Rubin, es posible saber un poco más sobre estos animales de la familia de las Mobulidae, de los cuales aún hay muchas preguntas.
Algunas cosas que se conocen: por lo menos hay dos especies de mantarrayas gigantes o mantas oceánicas: la Manta birostris (la cual puede llegar a medir hasta siete metros de punta a punta de sus aletas) y la Manta Alfredi(un poco más pequeña, de hasta cinco metros). Nunca dejan de nadar. Comen zooplancton. Viven poco más de cuarenta años. Son ovíparas; el huevo se desarrolla dentro de la madre. Solo tienen una o dos crías por cada ciclo de gestación, el cual dura un año. Pueden pasar de dos hasta siete años para que una hembra quede preñada. El tiempo depende de la región en donde habiten.
También se conoce que de las casi 1100 especies descritas de elasmobranquios —subclase de peces con esqueleto cartilaginoso—, las mantas poseen la forma evolutiva más reciente y avanzada. En su artículo “Ecology and natural history of the Manta Ray (Manta birostris)”, Rubin, director del Pacific Manta Research Group, escribe: “Su anatomía y fisiología reflejan la permanencia de varios rasgos ancestrales bien definidos. Estas características primitivas van acompañadas de una serie de sistemas sorprendentemente avanzados, como la función inmunitaria similar a la de los mamíferos y la capacidad de las hembras de nutrir a sus embriones en desarrollo antes del nacimiento”.
Algunas cosas que aún se desconocen: a dónde van a criar y dar a luz. Por qué tienen un cerebro tan grande. Cómo funciona su visión y su capacidad sensorial. Hay muchas preguntas sobre su buceo profundo.
Muchas mantas mueren en las redes de pesca que utilizan los barcos atuneros. Foto: Octavio Aburto.
Lo que sí se sabe es por qué están en peligro de ser solo parte de la historia. En algunas regiones se ha perdido hasta 80 por ciento de la población en las últimas tres generaciones. Y dos son las causas de su desaparición. Una es su captura incidental. Muchas mantas mueren en las redes de pesca que utilizan los barcos atuneros. Otras tantas, sobre todo aquellas que pasan más tiempo cerca de las costas, quedan atrapadas en las redes de pesca —conocidas en algunas regiones como chinchorros— que se extienden en el mar para que funcionen como una barrera. El otro impacto para estos animales comenzó a tomar fuerza hace unos cuantos años, sobre todo en Asia y África. En varios países se les captura para obtener sus branquias o aletas. Las primeras se ponen a secar y utilizan para hacer té. Las aletas son vendidas como si fueran de tiburón.
Los resultados de investigaciones realizadas en la última década permiten tener un mapa de los lugares en donde las poblaciones de mantarrayas gigantes han disminuido dramáticamente por culpa, sobre todo, de la pesca. En ese mapa se pintan de rojo zonas como Indonesia, la isla del Coco (Costa Rica), Filipinas, India, Sri Lanka, Mozambique y el Golfo de California, en México.
El caso de México es singular. En las aguas del país se han identificado cuatro lugares con poblaciones de Manta birostris: el Golfo de California, las Islas Revillagigedo, el Mar Caribe (en Holbox e Isla Mujeres) y Bahía de Banderas.
En la década de 1970, uno de los lugares predilectos para bucear con mantarrayas era el Golfo de California. Pero en menos de una década, entre los años 80 y 90, la pesca casi terminó con esta población. Hoy es raro mirar estos gigantes por aquellas aguas.
La pesca incidental también afectó la población de las Islas Revillagigedo, pero después de que en 2002 se prohibió la pesca en un perímetro de 9.5 millas alrededor del archipiélago, se ha registrado un incremento en el número de mantas.
En la Bahía de Banderas, los científicos comenzaron a estudiar, en forma sistemática, a las mantas oceánicas a partir de 2014, justo cuando comenzó el Proyecto Manta. Es en esta Bahía, pero en especial en Yelapa, donde los investigadores buscan que no se repita la historia que vivió la mantarraya gigante en el Golfo de California.
“Se está acabando la pesca, como sucede con la manta. Antes había muchas, muchas mantas”. Foto: Aldo Zavala
ALGO MÁS QUE CIENCIA
El restaurante de Fabián Huerta es uno de los pocos que no está a la orilla de la playa de Yelapa. Se encuentra muy cerca del muelle. Al final de un callejón que mira hacia la bahía. Estar escondido no le quita fama ni concurrencia. En las paredes del lugar cuelgan fotografías de la comunidad, en blanco y negro, captadas a finales de la década de 1960. En una de ellas se miran las pocas chozas —no más de diez— que entonces integraban este pueblo al que desde entonces solo se puede llegar en lancha. En otra, seis hombres construyen una panga, la antigua embarcación de madera que utilizaban los pescadores que comenzaron a poblar estas tierras en la década de 1950.
Es sábado por la tarde y Fabián empaca. El restaurante cerrará un par de meses, hasta que reinicie la temporada “buena”, es decir, cuando comiencen a llegar los estadounidenses y canadienses que huyen del invierno en sus países. “Aquí casi todos vivimos del turismo o de la pesca. Así ha sido desde que me acuerdo”, dice el hombre de cuarenta años.
Turismo y pesca. Esas son las dos actividades que dan vida a Yelapa. Gran parte de los turistas llegan al pueblo como parte de un “paseo” que ofrece la empresa que tiene el monopolio de viajes por los alrededores de Puerto Vallarta. Los menos son visitantes regulares que buscan la tranquilidad que les brinda esta comunidad, en donde se puede comer bien, nadar en su playa y visitar dos cascadas.
La pesca sigue siendo una fuente importante del sustento de los pobladores, aunque cada vez es más difícil vivir de ella.
En Yelapa nació Johna. Él no puede articular palabras. Su lenguaje es diferente. Se comunica con sonidos guturales, con gestos, con movimientos de brazos, de manos y, sobre todo, con los ojos. Con su padre conoció a uno de los habitantes del océano del que se tienen más preguntas que certezas: la mantarraya gigante. Foto: Thelma Gómez.
Roberto Rodríguez tiene 32 años. Aprendió a pescar al mirar a su padre y a sus tíos. Ellos lo hacían en forma rústica, tal y como hoy lo hace el niño de cinco años que, descalzo, brinca entre las piedras que están a un lado del muelle. El pequeño pescador elige la piedra más grande. Desde ahí lanza al mar la carnaza amarrada en el extremo de un hilo. Espera un poco antes de enrollar el hilo en un pequeño trozo de madera.
“Tenía ocho o diez años cuando aprendí —recuerda Roberto—. En ese entonces realmente había pesca en la bahía. Pescábamos dorado, atún, sierra. Ahora ya no. Poco a poco se ha ido acabando la pesca”.
“El mar ya casi no nos quiere dar. Nos lo hemos acabado. ¿Langosta? Ya casi no hay. ¿Pulpo? También nos lo estamos acabando. ¿El ostión de Tehuamixtle? Ese también se está acabando. ¿La almeja reina? Nos la acabamos… En tiempos buenos mi hijo y yo llegamos a sacar, en dos horas, hasta cien kilos de huachinango. Ahorita, si vamos no sacamos ni tres kilos”, dice Javier Lorenzo, conocido en el pueblo como Fiti, quien tiene 55 años y es padre de Johna.
Estudiantes de la primaria local con un póster del evento “Conociendo a la manta gigante en Yelapa”. Foto: Iliana Fonseca
“Se está acabando la pesca, como sucede con la manta. Antes había muchas, muchas mantas —recuerda Roberto—. Hace unos veinte años había demasiadas. Se miraban desde la playa. Ahora sí hay, pero no tantas. Con el tiempo dejaron de mirarse”.
En 2014, científicos del Scripps Institution of Oceanography de la Universidad de California, en San Diego, realizaban un monitoreo de Manta birostris en el centro de la Bahía de Banderas. “Encontramos muchas mantas en la costa, al sur, cerca de Yelapa. Al estar muy cerca del poblado, pensamos que teníamos que trabajar con la comunidad”, cuenta Joshua Stewart, uno de los investigadores que encabeza el Proyecto Manta.
El 6 de agosto de 2014, científicos y pescadores se reunieron. Fiti y Roberto no olvidan esa fecha: “Estuvimos platicando a la orilla del mar —recuerda Fiti—. Nos explicaron que la mantarraya estaba en peligro de extinción y que querían conocer más sobre ella. Ese mismo mes empezamos a realizar los primeros recorridos con los investigadores”.
Cuando Stewart y otros investigadores conocieron Yelapa, cuando caminaron por sus calles, cuando hablaron con los pescadores, cuando se enteraron de que en otros tiempos en estas aguas habitaron muchas, pero muchas mantarrayas gigantes, se convencieron aún más de que su trabajo no tenía solo que concentrarse en la investigación científica. Yelapa —consideraron— es un sitio ideal para poner en práctica los conocimientos de la ciencia y trabajar de la mano con la comunidad para conservar una especie en peligro. Así fue como nació el Proyecto Manta en Bahía de Banderas.
EDSON toma muestras del agua y mide su temperatura y salinidad. Foto: Thelma Gómez.
CONOCER A UN VECINO
Iliana Fonseca nació en Guadalajara hace 26 años. Llegó a Puerto Vallarta hace poco más de dos décadas y ahí, en las aguas de Bahía de Banderas, quedó enganchada a todo lo que es la vida marina. Por ello decidió estudiar biología y especializarse en conservación de especies. Hasta hace dos años, cuando se sumó al Proyecto Manta, no tenía idea de que las mantarrayas gigantes habitaban en la bahía donde ella creció.
Aldo Zavala nació en Puerto Vallarta; ahí ha vivido sus 24 años. Él tampoco tenía idea de que en esas aguas en las que había buceado fuera posible mirar de cerca la Manta birostris.
Iliana y Aldo fueron invitados —junto con Ramiro Gallardo y Cecilia González— para formar parte del Proyecto Manta. Vivieron durante cuatro meses en Yelapa. Durante ese tiempo tomaron muestras del agua, midieron su temperatura, salinidad y la presencia de zooplancton. Identificaron cuáles de las grandes rocas que dan a la bahía les servirían como lugares de avistamiento. Ahí pusieron en práctica una de las cualidades que deben tener quienes se dedican a investigar las especies en su hábitat: la paciencia. Pasaron horas y horas observando el mar. Horas y horas para identificar a qué lugares y en qué momentos del día llegaban las mantas. Horas y horas esperando hasta que apareciera una de ellas, quizá dos o tres. La paciencia trajo recompensas. Un día miraron un grupo de 18 mantarrayas gigantes.
Además del trabajo científico, Iliana y Aldo se encargaron de visitar a los estudiantes de la preparatoria para hablarles sobre sus vecinos, esos seres cuyo cuerpo recuerda un papalote. Cada una de las pláticas terminaba con una invitación: “¿Quieren conocer cómo hacemos esta investigación? ¿Quieren ir a nadar con las mantas?”. Muchos se entusiasmaron, pero solo unos pocos acudieron a la cita.
Desde que eran niños, los estudiantes escuchaban a sus abuelos y a sus padres contar historias sobre los “gigantes con cuernos”, de cómo volteaban las lanchas, de cómo sorprendían y atemorizaban a los buzos que andaban en busca del pulpo o las ostras.
Los pescadores de Yelapa, y de varias de las comunidades de la bahía, bucean sin equipo profesional. Solo se auxilian de una manguera conectada a un compresor que les proporciona oxígeno. “Cuando buceamos —explica Fiti—, las mantas se acercan porque les llaman la atención las burbujas del aire que se crean con el compresor. Como nosotros tomamos aire de la manguera, tenemos el riesgo de que la manta se atore y nos arrastre o que nos quedemos sin oxígeno. Hasta ahorita no he tenido accidentes con ellas”.
Las que sí han tenido muchos accidentes con los humanos son las mantas.
Los investigadores han visto a mantas mutiladas, con las aletas incompletas, con heridas causadas por los motores de las lanchas, cuyas propelas actúan como navajas cuando se topan con estos gigantes. También han encontrado mantas con líneas de pesca enredadas en alguna parte del cuerpo (que con el tiempo les provoca heridas, amputaciones o la muerte) o chinchorros atorados en sus aletas cefálicas.
A Luis, Enddy, Denilson, Edson, César y otros estudiantes de Yelapa, el miedo que les provocaban las mantas se transformó en curiosidad. Ellos decidieron sumarse al Proyecto Manta. “¡No me la creía estar ahí abajo con un animal mucho más grande que yo, pero mucho más grande!”. Luis se emociona al recordar su primer encuentro con el gigante. Como si se tratara de un trofeo, muestra la pantalla de su celular para que mire la fotografía que Aldo le tomó nadando a un lado de la manta. Es la misma imagen que ahora está en su perfil de Facebook.
Con el mismo entusiasmo, los otros estudiantes narran su encuentro con las mantas. César las miró en una zona poco profunda de la bahía. La manta estaba en el fondo, parecía una sombra en la arena.
“La manta comenzó a remover la arena con sus ‘cuernos’”, recuerda César.
“¡Eres muy afortunado! Muy pocas personas han podido mirar a las mantas cuando comen. Y eso estaba haciendo esa manta —explica Iliana—. Con sus aletas cefálicas conducen el agua a la boca, donde filtran el plancton que comen. Esas pequeñas aletas también les funcionan como timón. Si quieren sumergirse, las cierran y eso las hace más ágiles”.
En la preparatoria de Yelapa, las mantas comenzaron a ser tema de conversación. Los estudiantes que se sumaron al proyecto científico respondían a sus compañeros cuando les preguntaban: “¿Qué se siente nadar con ellas? ¿Con sus ‘cuernos’ no te agarran y te hunden? ¿No voltean la lancha? ¿No te atacan? ¿Cuándo puedo ir?”.
Los estudiantes y pescadores de Yelapa que se han unido al proyecto, además de bucear con el gigante, ya aprendieron a tomar muestras de zooplancton y cómo hacer el registro de los datos científicos cuando se hace investigación en el mar.
Los científicos tienen planes de sumar a más gente de la comunidad. “Queremos que más gente del pueblo nade con las mantas para que las conozcan”, explica Iliana. El Proyecto Manta —insiste— no se trata solo de estudiar la especie. Uno de los objetivos es involucrar a la población para que ellos conozcan lo que hay en la Bahía, para que aprendan más sobre la manta y se sumen a su conservación. “Porque no se cuida lo que no se conoce”.
Gracias al trabajo de los científicos, la mantarraya gigante empieza a ganar un lugar en Yelapa. Ya es protagonista de murales, de cuentos y de las conversaciones de niños y adultos. “En este proyecto hemos crecido juntos, tanto investigadores como pescadores. Todos hemos aprendido de las mantas”, confiesa Iliana.
Si hay alguien en Yelapa que más contacto ha tenido con estos gigantes es Johna,el hijo de Fiti.De todos los pescadores, él es quien en más ocasiones ha viajado con los investigadores. Él es quien tiene el sentido de la vista más afinado, el que las encuentra con mayor facilidad. El que, con los brazos, con sonidos guturales, con la mirada, avisa que ahí están.
Johna, como las mantas, se comunica con la mirada.
Josh Stewart y Antonio Ruiz observan una manta. Foto: Aldo Zavala
EL LENGUAJE DE LOS OJOS
Joshua Stewart es un neoyorkino que cambió el paisaje de los rascacielos por la inmensidad del mar. Hoy es estudiante de doctorado en el Scripps Institution of Oceanography. Es un biólogo marino que primero se enfocó en estudiar corales, pero cambió de parecer cuando buceó al lado de una mantarraya gigante. Fue algo así como amor a primera vista.
“Ocurrió en 2007, en aguas cercanas a República Dominicana. Fue una experiencia completamente diferente a lo que había vivido con otros animales en el mar. La manta me estaba mirando a los ojos. Fue muy extraño. Como si nos estuviéramos comunicando”.
Cada mantarraya gigante tiene una personalidad diferente, aseguran quienes las conocen de cerca, quienes han nadado con ellas y las han estudiado por años. Las hay curiosas y amigables. Como aquella que los investigadores bautizaron como la Compita: “Estuvo nadando con nosotros como cuarenta minutos. Nos cansamos de bucear y ella seguía ahí —recuerda Aldo—, dándonos vueltas. Es la manta más amigable que hemos encontrado. Se trata de una manta macho, de unos cuatro metros y medio. Una manta demasiado curiosa”.
Otras son más cautas, sobre todo aquellas que se han golpeado con una lancha o que han sido heridas por las propelas de un motor o por una red de pesca. Algunas más están a la defensiva. Otras son juguetonas. Eso sí, coinciden los científicos, todas dan señales de la inteligencia que las caracteriza.
¿Se puede hablar de inteligencia con este pez gigante? La ciencia tiene pruebas de que así es.
Para saber qué tan inteligente es un animal, los científicos comparan la proporción del cerebro respecto al tamaño del cuerpo. Y la Manta birostris posee el cerebro más grande si se habla de peces. Además, la mantarraya tiene conductas que llaman la atención de los científicos. “Los tiburones ballena —explica Stewart— también son grandes y gentiles, pero ellos siempre están en los suyo: comiendo o en tránsito. Ellos te ignoran. Les da lo mismo que estés o no. Cuando buceas con la manta es claro que se da una interacción: ella te mira e investiga. Se interesa en saber quién eres”.
La Compita no es la única manta bautizada por los científicos. A otra la nombraron Majahuitas, porque es cerca de esa playa donde la han visto en más de una ocasión. Es fácil de identificar porque tiene una lesión en la aleta izquierda, como si se la hubieran cortado. Es una hembra, de tonalidades oscuras, que mide poco más de cinco metros.
Durante los más de dos años que tiene el proyecto, los investigadores han identificado cerca de 120 mantas. ¿Cómo pueden diferenciar a un individuo de otro?
El doctor Robert Rubin, junto con la investigadora Karey Kumli, fue el primero en utilizar imágenes fotográficas de la parte ventral (abdomen) de la manta como un sistema de identificación. Resulta que las manchas de la parte ventral son únicas para cada individuo; son algo así como su “huella digital”.
Las fotografías de las 120 mantas identificadas en Yelapa integran una base de datos que analizan los biólogos Ramiro Gallardo, Santiago Domínguez y Antonio Ruiz para conocer las características de las mantas de Bahía de Banderas.
Como parte del Proyecto Manta se han colocado sensores acústicos en treinta mantas. Estos aparatos envían señales de radio a dispositivos sumergidos a lo largo de la Bahía de Banderas, los cuales registran la fecha y hora en que la manta pasa por el lugar. También se han puesto sensores satelitales, para conocer los trayectos y profundidad máxima a la que llega una manta. Y se han tomado biopsias para estudios genéticos.
Los investigadores ya identificaron las dos amenazas principales para estos animales en la Bahía de Banderas. La primera es su captura incidental, sobre todo por la pesca artesanal que aún utiliza chinchorros. El segundo es el nutrido tránsito de embarcaciones que hay en la bahía. “Cuando las mantas salen a la superficie —explica Stewart— son muy vulnerables. Es cuando las lanchas pueden chocar con ellas”.
Gracias al trabajo de los científicos, la mantarraya gigante empieza a ganar un lugar en Yelapa. Ya es protagonista de murales, de cuentos y de las conversaciones de niños y adultos. Foto: Iliana Fonseca.
REVOLUCIÓN SUSTENTABLE
Hace una década, cuando los estudios mostraban que la población de las mantarrayas gigantes disminuía en forma veloz, Joshua Stewart y otros investigadores fundaron Manta Trust. La organización comenzó con cuatro personas y ahora tiene cerca de cuarenta miembros, los cuales no solo realizan proyectos de investigación en diferentes partes del planeta, también trabajan en comunidades pesqueras para desarrollar con los pobladores planes de conservación y manejo de las mantas. Y tienen un equipo dedicado a impulsar leyes —tanto nacionales como internacionales—, así como áreas naturales que permitan proteger a estos gigantes.
Los investigadores han comprobado que en las regiones en donde existe un plan de manejo para la pesquería, leyes de protección y planes de turismo sustentable, las poblaciones de manta se recuperan.
Yelapa —resalta Stewart— tiene todos los elementos para “hacer una revolución y apostarle a un turismo sustentable. Tiene infraestructura y gente sensible y con experiencia en el turismo. Están las condiciones para que pueda realizarse investigación científica y, al mismo tiempo, desarrollar un turismo responsable alrededor de las mantas”.
La observación y buceo con mantarrayas gigantes es una actividad turística que ya se desarrolla en la isla de Yap (Micronesia), en Hawái, en las Islas Galápagos o en el estado insular de las Maldivas.
Un ejemplo de turismo responsable en un ecosistema marino está en Cabo Pulmo. En esa comunidad de Baja California Sur la pesca dejó de ser la principal fuente de ingresos, después de que sus pobladores —asesorados por científicos— desarrollaron un plan de turismo sustentable. Cabo Pulmo es hoy un lugar al que acuden buzos de todo el mundo para conocer un arrecife muy bien cuidado y las especies marinas que ahí habitan.
En varios de los últimos informes de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, organismo encargado de la lista de especies en peligro, se resalta que el turismo de buceo con mantas es una industria creciente “y se ha demostrado que el turismo sostenible mejora significativamente el valor económico de estas especies, en comparación con los rendimientos a corto plazo de la pesca”. Pero también se alerta del peligro que implica un turismo sin control: “Puede influir en forma negativa en las poblaciones y hábitats de estas especies, por lo que se recomienda el desarrollo responsable de estas industrias”.
“La información científica puede ayudar a tener áreas protegidas para las mantas. Delimitar en la Bahía la zona para la circulación de las lanchas, para que su paso no afecte a las mantas”. Foto: Thelma Gómez
En el caso de Yelapa, los investigadores saben que deben ser cuidadosos con sus planes de impulsar el turismo sustentable. Sobre todo porque, en varias ocasiones, trabajadores de la empresa que acapara los viajes en Bahía de Banderas han acudido a las pláticas de los científicos para tratar de conocer cuáles son las áreas en donde se puede nadar con las mantas y cuál es la época del año ideal para hacerlo.
“Nosotros queremos que la información científica beneficie a los pescadores, a la comunidad, que sean ellos quienes desarrollen un proyecto turístico sustentable —apunta Stewart—. No queremos que sea una empresa la que se apropie de esta actividad”.
“Es muy importante que la comunidad de Yelapa reconozca la presencia de mantarrayas gigantes y proteja a estos animales y su hábitat. Las mantas tienen tasas reproductivas muy bajas, por lo que deben ser protegidas en los pocos lugares en el mundo en donde se ha identificado que hay poblaciones. Yelapa es muy afortunada en tener a las mantas”, agrega Rubin.
En mayo de 2016, un grupo de investigadores —entre ellos Joshua Stewart, Calvin Beale y Octavio Aburto— publicó un artículo en la revista científica Biological Conservation, en el que afirman que la Manta birostris no es una especie que se la viva realizando grandes travesías, como se creía antes, sino que pasa buena parte de su vida en una misma zona. Aunque esto no le impide recorrer distancias de hasta 1400 kilómetros.
Para llegar a esta conclusión, los investigadores analizaron los datos que arrojaron estudios genéticos, de estabilidad en isótopos —para conocer sobre la alimentación de las poblaciones— y los marcadores satelitales que se colocaron a mantas de Bahía de Banderas, pero también a ejemplares de las Islas Revillagigedo, de Raja Ampat, en Indonesia, y de Sri Lanka.
“Al ser poblaciones predominantemente residentes —apunta Stewart— son más vulnerables a cualquier impacto en la zona, como la pesca. Pero también se pueden tener acciones muy específicas para garantizar su conservación”.
“Los resultados de estas investigaciones permiten señalar que los países en donde viven estas poblaciones tienen la responsabilidad de protegerlas. Cuando se habla de especies migratorias, se buscan acuerdos internacionales, y las responsabilidades de las naciones en la conservación de estas especies se diluyen. Pero, en este caso, si ya tenemos evidencias de que hay poblaciones residentes, los gobiernos de esas naciones tendrían que implementar acciones para garantizar la conservación de las mantas”, señala Octavio Aburto, profesor e investigador del Scripps Institution of Oceanography.
México —añade el científico— está a tiempo de tomar acciones para proteger esta especie, para apoyar a las comunidades como Yelapa, para que sean los propios pobladores los que se sumen a la conservación.
“Es muy importante que Yelapa reconozca la presencia de mantarrayas y proteja a estos animales y su hábitat. Las mantas tienen tasas reproductivas muy bajas, por lo que deben ser protegidas en los pocos lugares en el mundo en donde se ha identificado que hay poblaciones”.Foto: Thinkstock
EL SALUDO DE UN COLOSO
El cielo de este domingo sigue nublado. Eso se agradece cuando se lleva poco más de tres horas a bordo de una lancha sin techo, recorriendo la costa de Bahía de Banderas. Durante este tiempo, Iliana, Aldo y los tres estudiantes tomaron muestras de plancton en diferentes puntos de la bahía. En el trayecto nos encontramos con decenas de lanchas que veloces van y vienen de Puerto Vallarta hacia Yelapa y otros puntos de la bahía. Saludamos a los pescadores que salieron en la madrugada y ya regresan a la comunidad. Al sumergirnos en estas aguas vemos peces de colores y encontramos un pulpo, pero aún no logramos mirar una sola Manta birostris. Johna conduce la lancha sin prisas, paciente. Así debe ser cuando se busca a este gigante. Así debería ser cuando se transita por las aguas en donde las mantas habitan.
Las investigaciones científicas en las aguas de la Bahía de Banderas continuarán dos años más. Ese tiempo también servirá para seguir colocando los cimientos del proyecto de turismo sustentable en Yelapa.
“Entre los objetivos de nuestra investigación —explica Aldo— está el poder determinar exactamente cuál es la zona por donde se mueven las mantas cerca de la costa, en qué época del año y en qué momento del día están más cercanas a la superficie y son más vulnerables a chocar con las lanchas”.
“La información científica —dice Iliana— puede ayudar a tener áreas protegidas para las mantas. Delimitar en la Bahía la zona para la circulación de las lanchas, para que su paso no afecte a las mantas”.
“Quisiéramos que nuestro trabajo sirva para crear una Norma Oficial Mexicana (NOM) coherente, que regule el tráfico de las lanchas y proteja a la mantarraya gigante y su hábitat en la Bahía”, completa Aldo.
Johna y los tres estudiantes de Yelapa escuchan atentos. César interviene: él quiere estudiar biología marina. Esa idea ya le rondaba en la mente desde hace unos años, pero cuando conoció el Proyecto Manta se convenció aún más de hacerlo.
Un día antes, los pescadores me contaron cómo el Proyecto Manta trajo nuevas perspectivas para ellos y la comunidad. Tener un proyecto de turismo sustentable alrededor de las mantas es algo que miran cada vez más real. “Necesitamos ver qué es lo mejor para tener turismo y no dañar a la manta, no dañar el ecosistema de la bahía. Si hay restricciones para cuidar a la ballena, ¿por qué no se tienen para la manta?”, se pregunta Fiti, quien pertenece a una de las dos cooperativas de pescadores que hay en Yelapa. Fiti presume que su cooperativa es la única que, desde 2010, ya no utiliza chinchorro para pescar. “Si yo, como pescador, no tomo conciencia de lo que estoy haciendo mal, qué le voy a dejar a mis hijos, a mis sobrinos. Los biólogos nos han dado otra perspectiva. Nos han enseñado cómo hacer las cosas mejor”.
Recuerdo las palabras de Fiti en este domingo nublado, justo a bordo de la lancha, cuando veo a los tres estudiantes y Johna concentrados, mirando a un lado y a otro buscando a la manta. Es casi la una de la tarde cuando Johna lanza un sonido gutural, mueve los brazos y señala el lugar en donde, por fin, se mira a una Manta birostris, la mantarraya gigante.
Como si fueran lanzados por una resortera, Aldo y los tres estudiantes de Yelapa se lanzan al mar. Iliana se queda en la lancha, de pie, sin perder de vista a la manta que, juguetona, como si supiera que hemos estado en su búsqueda durante toda la mañana, despliega fuera del agua su aleta derecha. Quienes nos quedamos en la lancha miramos su rápido saludo. En un abrir y cerrar de ojos, la mantarraya se sumerge, se aleja. Aldo nada en la dirección que Iliana le indica. Es un hábil buceador. Logra capturar la fotoidentificación de su patrón ventral, pero no consigue tomar la biopsia. Como si se tratara de una alfombra voladora o de un papalote sin cordel, la mantarraya gigante se pierde en la inmensidad del océano Pacífico.