Sucedió meses antes de que Donald J. Trump hiciera ese descenso ahora legendario por la escalera automática de su amada Torre Trump, en la Quinta Avenida, en el centro de Manhattan. Pocos fuera de su círculo interno tenían un indicio de que el controversial constructor neoyorquino de bienes raíces convertido en estrella de la televisión de realidad pensaba seriamente en postularse al puesto más alto del país, ya no digamos qué tipo de plataforma adoptaría.
Ellos sabían que Trump había flirteado con hacer campaña por la Casa Blanca varias veces, remontándose hasta 1988, cuando les dijo a dos reporteros de Newsweek —pocos días antes de la fecha límite para postularse en la primaria de Nueva Hampshire—, “OK, voy a darles una primicia: no voy a postularme”. Luego hizo una pausa, se inclinó sobre el escritorio y dijo con una sonrisa: “Pero si lo hiciera, ganaría”.
Por supuesto, la confianza nunca ha sido un problema para Trump. El exceso de confianza, sí; la idea de que todo lo que toca se convierte en una “victoria enorme”, sin importar los muchos ejemplos en que sucedió lo contrario: sus múltiples bancarrotas, incumplimientos de deudas y acusaciones de fraude. Y ahora, en la primavera de 2015, hablaba con unos cuantos familiares y confidentes sobre postularse a la presidencia. Y quería ponerse en contacto con un exsenador republicano de Pensilvania, Rick Santorum, quien había servidos dos periodos antes de perder a lo grande en 2006. En 2012, quedó en segundo lugar detrás de Mitt Romney en las primarias presidenciales republicanas. Instalado desde entonces en un despacho legal de Washington D. C., Santorum había escrito un libro que llamó poco la atención: Blue Collar Conservatives, Recommitting to an America That Works. Pero Trump había leído el libro, con mucho detenimiento, de hecho, y estaba intrigado. Llamó a Santorum y le preguntó si podría visitarlo en la Torre Trump. Santorum estaba un poco sorprendido por la invitación, pero dijo que sí.
Santorum no sabía qué esperar. Nunca había conocido a Trump y, como millones de estadounidenses, sabía de él solo por su duradero programa de realidad en NBC, El aprendiz. Trump fue directo al grano. Le había encantado el libro de Santorum y creía que podría abrirle la Casa Blanca a un candidato republicano que hiciera una campaña basada en acercarse a los votantes de clase obrera por todo el medio oeste industrial que, dijo Trump, los demócratas daban por sentados.
Santorum estuvo de acuerdo; pensaba en postularse de nuevo a la Casa Blanca usando ese manual de estrategias (lo hizo, pero lo frenaron en seco temprano en las primarias). Trump luego sorprendió a Santorum al preguntarle sobre detalles de su libro y la política económica en general. ¿Qué podría hacerse con la política comercial para ayudar a la clase obrera? ¿Había alguna manera de darle la vuelta al desequilibrio enorme en el comercio bilateral con Beijing? ¿La Casa Blanca podía usarse como un púlpito intimidante para presionar a las compañías estadounidenses a que dejaran de fabricar en el exterior? Siguieron y siguieron, y Santorum salió de la reunión preguntándose qué podría pasar si se mezclaba el poder de la celebridad con un resurgimiento de la alianza obrera.
Ahora sabemos la respuesta. La candidatura improbable de Trump —la cual casi fue arruinada en varias ocasiones por su falta de disciplina— estuvo guiada por una convicción de que él podía, como dijo el año pasado Roger Stone, el consultor político y desde hace mucho asesor de Trump, “reescribir el mapa [electoral]” mediante destrozar la “gran muralla azul” de estados demócratas en el Medio Oeste. Y vaya si lo destrozó.
REUNIÓN DE RESURGIMIENTO: Antes de entrar en la contienda, Trump concluyó que sumarle su celebridad a una campaña que aprovechara la ira de los desafectos votantes blancos de clase obrera podría derribar el cortafuego electoral demócrata en el Medio Oeste. FOTO: MARK WALLHEISER/GETTY
“LO MÁS BRUTAL”
Cuando surgía como un intrépido constructor de bienes raíces en la década de 1980, Donald Trump parecía creer en el adagio de que toda publicidad es buena publicidad. No obstante, con los años se volvió más quisquilloso y se sintió obligado a responderles a los críticos, sin importar su rol en la vida, sin importar cuán pequeño fuera su desprecio percibido. Pero “golpear al indefenso” —los padres de un soldado muerto condecorado, un periodista discapacitado, una exganadora de concursos de belleza— no es una buena apariencia para una celebridad, ya no digamos para una que busca la presidencia.
Ello fue una tensión constante entre aquellos que estaban alrededor de Trump durante su campaña. Todos los presidentes son bestias sumamente confiadas; a la mayoría no les gusta que les digan qué hacer y a menudo se enojan cuando los critican. “Eso es Donald a la décima potencia”, dice un exempleado de la campaña. “Es una persona muy instintiva y determinada, y en cuanto decide algo, solo reconocerá un error si algo en verdad estalló en llamas”.
El primero (y duradero) reto de los trabajadores de la campaña de Trump era descifrar a quién su candidato escucharía consistentemente. No a Stone, quien fue retirado de la nómina de la campaña al principio, aunque los dos siguieron hablando. No al director original de la campaña, Corey Lewandowski, quien fue botado en junio pasado, sustituido por Paul Manafort, un fósil republicano (vivía en la Torre Trump) quien ayudó a administrar una campaña presidencial por primera vez en 1976. Salió disparado después de unos cuantos meses.
Rápidamente quedó en claro que Trump solo escucharía a sus familiares: sus hijos Don Jr. y Eric, y en particular su hija Ivanka y su esposo, Jared Kushner, heredero de una compañía neoyorquina de bienes raíces, Kushner Properties, y dueño del New York Observer, un periódico semanal de inclinación conservadora. “Ello puso nerviosa a la gente política”, dice un ex director de la campaña de Trump, quien como muchos directores de campaña actuales y anteriores tuvo que firmar un acuerdo de confidencialidad y por lo tanto habló con Newsweek al margen. “Es bueno que él oyera a alguien, pero la familia no tenía experiencia política. Y aun cuando —obviamente— esta no iba a ser una campaña tradicional, había que pensar que por lo menos algunas de las viejas reglas se aplicarían”.
Tener un candidato tan indisciplinado como Trump usualmente es la pesadilla de un director de campaña: un insulto o un tuit malicioso podía arruinar todo. Pero desde el principio, Trump, su familia y su personal político entendieron que la impetuosidad e incorrección política de este candidato iban a ser ventajas, y que su celebridad atraería atención mediática gratuita que sus oponentes no podían esperar igualar. Incluso con esa confianza, la familia y el personal pensaban que había límites incluso al atractivo de Trump y se horrorizaron al principio, cuando dijo que John McCain, senador de Arizona, no era un héroe de guerra, a pesar de ser un prisionero de guerra en Vietnam, “porque fue capturado. Me gusta la gente que no fue capturada”. Con eso “pensamos que había terminado antes de que hubiera comenzado”, dijo un amigo de la familia. “La gente estaba malhumorada”.
Pero no por mucho tiempo. Los asesores dicen que el lío de McCain mostró que este candidato podía decir cosas que los políticos convencionales no podían. “¿Puede imaginarse qué reacción habría habido si Jeb Bush o Ted Cruz hubieran dicho eso?”, pregunta un amigo de Trump. “Nunca más se los hubiera visto en público”. Pero las multitudes seguían asistiendo a los mítines de Trump, y muy rápido quedó en claro, dice alguien familiarizado con la campaña, “que iba a sobrevivir al episodio de McCain. Fue lo más brutal”.
También era peligroso, porque Trump creyó cada vez más que podía decir casi cualquier cosa. Presumió en enero, con el caucus de Iowa a menos de un mes de distancia, que podía “dispararle a alguien” y no perder ningún voto. Aun cuando cumplió su promesa irónica subsiguiente de no hacer eso, con regularidad puso nerviosos a sus consejeros al decir cosas que los candidatos normales no dirían. Su personal podía vivir con el hecho de que en los debates y en la gira denigrara a sus competidores republicanos con apodos —Pequeño Marco, Jeb Sin Energía, Mentiroso Ted— porque sus seguidores pensaban que eran hilarantes. Pero fue más allá. En mayo, en medio de su batalla primaria con Ted Cruz, sugirió que el padre de Cruz estaba con Lee Harvey Oswald, asesino de John F. Kennedy, poco antes de que matara al presidente. Estaba, explicaría él, justo allí en National Enquirer, “una revista que, francamente, en muchos aspectos, debería ser muy respetada”. Trump, como lo sabía su familia, es amigo de David Pecker, director ejecutivo de la compañía dueña del Enquirer, pero, aun así, el comentario hizo “encogerse” a Kushner e Ivanka Trump, dice un amigo de ellos.
Manafort sustituyó a Lewandowski como director de campaña y casi fue capaz de guiar a Trump a través de una convención republicana relativamente sin incidentes en Cleveland. La esposa de Trump, Melania, iba a ser presentada ante la nación dando un discurso en horario estelar desde el podio en el escenario de la convención, pero su redactora de discursos copió frases de un discurso de Michelle Obama. Los subsiguientes aullidos de burla hicieron que Melania Trump fuera muy recelosa de hacer mucha más campaña pública. “Ella estaba muy avergonzada por todo el episodio porque reforzó el estereotipo que ella odia”, dice alguien leal a Trump, “de que ella es una esposa trofeo mentecata. Mentecata, no es”.
ACTÚA COMO RICK: Santorum, derecha, expuso la estrategia para la victoria de Trump en su libro, pero no pudo hacer que funcionara para sí mismo; le dieron una paliza dura y rápida en las primarias de 2016. FOTO: ANDREW HARNIK/AP
LO QUE HACE UN BUEN CANDIDATO
El alboroto en la campaña aumentó, y cualesquiera esfuerzos del personal o la familia de contener la retórica provocadora de Trump —en Twitter o en la gira— era fútil. Él tontamente fue en contra de los padres musulmanes de un soldado condecorado con la Estrella Dorada quienes lo habían criticado durante un discurso en la Convención Nacional Demócrata. Trump obviamente necesitaba dejar de despotricar contra cualquiera que lo criticara, dicen ahora varios asesores, pero nadie le daba el mensaje. “En ese momento, la familia lo reprendía gentilmente después del hecho. No era suficiente”, dice un amigo de la familia.
Un mes después, cuando sus números en las encuestas caían, Trump hizo la que quizá haya sido la acción más importante de la campaña: despidió a Manafort, de quien había empezado a decir que le “faltaba energía”, el mismo epíteto que había usado para enterrar a Bush en las primarias. Los lazos de Manafort con el ex primer ministro de Ucrania, apoyado por Rusia, lo acechaban, y cuando un artículo en un periódico detalló el caos en la campaña (basado en gran medida, conjeturó Trump, en filtraciones de Manafort), él lo corrió y convirtió a Steve Bannon, un ex banquero de inversiones y director ejecutivo de Breitbart News, en director ejecutivo de campaña y trajo a Kellyanne Conway, quien había dirigido un súper PAC de apoyo a Cruz, como gerente de campaña.
Bannon presionó a Trump para que puliera su mensaje a la desafecta clase obrera blanca y atacara sin cesar a su oponente, Hillary Clinton, de corrupción. El taller de comunicaciones de Trump empezó a publicar diariamente una “Pregunta para la Deshonesta Hillary”. Trump se llevó bien con Bannon, y lo escuchó, aun cuando él no tenía experiencia en dirigir una campaña política.
Ese era terreno de Conway. Ella había dirigido una compañía encuestadora y trabajado con pesos pesados republicanos, desde Jack Kemp y Newt Gingrich hasta el vicepresidente electo Mike Pence. Era inteligente y estaba acostumbrada a estar frente a la cámara, y rápidamente se convirtió en una de las defensoras más efectivas de Trump.
Sin embargo, ella no había estado a bordo el tiempo suficiente para hacer que Trump se enfocara en prepararse para el primer debate presidencial. Eso se lo dejaron a Bannon y Roger Ailes, el jefe recientemente depuesto de Fox News. Las sesiones preparatorias, celebradas en uno de los clubs de golf de Trump, rara vez fueron algo más que Trump viendo videos de debates previos de Clinton y Ailes contando historias de guerra sobre campañas previas. La falta de preparación se vio en ese primer debate, y Conway estaba furiosa.
Ello rápidamente se convertiría en un problema menor, porque el 7 de octubre NBC hizo público el video de Trump diciendo sus ahora infames comentarios sobre cuánto le gusta agarrar a las mujeres “por la vagina”, y lo que una “estrella” puede hacer con ellas: “Lo que sea”. Ahora su campaña tenía que lidiar con esta cinta abominable. La familia estaba mortificada y empezó a preocuparse no solo de que la campaña zozobrara sino también la marca Trump se volviera tóxica. Ello incluía las líneas de joyería y ropa de Ivanka (presagiando, quizás, los conflictos que estas empresas presentarán cuando Trump gobierne).
El círculo interno no dirá exactamente dónde y exactamente cuándo la familia le dio ese mensaje a Trump, pero sí se lo dieron. Con Conway apoyándolos, ellos insistieron en que las semanas restantes de la campaña, Trump solo leyera su discurso de un apuntador electrónico en todo mitin. Nada de improvisar. Apegarse al guion. Centrarse en el mensaje. Si no lo haces, le dijeron, estamos muertos.
VALORES FAMILIARES: A la familia de Trump le preocupaba que sus disputas y el video de él describiendo cómo trataba a las mujeres afectaran la campaña y acabarían con las ganancias al dañar la marca Trump. FOTO: CHRISTOPHER GREGORY/GETTY
Trump estaba furioso de que se hubiera hecho pública la cinta de NBC, pero también le dolía que hubiera avergonzado a su familia. Él sí creía que lo que dijo en la cinta era poco más que charla de “vestidor”, como diría él después, pero estaba apesadumbrado. Sabía que debía disculparse, y sabía que la gente a su alrededor estaba en lo correcto con respecto a cuánto necesitaba comportarse bien en el último tramo de la campaña. Ello significaba evitar vergüenzas improvisadas y enfatizar sin cesar su mensaje de alguien externo: los malos acuerdos comerciales, la supuesta corrupción de Clinton, construir el muro. Esos eran los asuntos que lo habían llevado tan lejos y todavía resonaban entre los votantes. La asistencia en sus mítines, en especial en Pensilvania, Ohio y el Medio Oeste industrial, aumentaba. La intensidad de las multitudes era inconfundible.
Pero sus consejeros sabían que Trump todavía estaba rezagado. Y luego, el 28 de octubre, le dieron un respiro enorme: James Comey, director del FBI, envió una carta al Congreso diciendo que se habían descubierto correos electrónicos nuevos relacionados con la investigación presuntamente cerrada del servidor de Clinton. Cuando se supo la noticia, Trump acababa de aterrizar en Manchester, Nueva Hampshire, para un mitin. Él y su equipo se sentaron en el avión por 10 minutos a planear estrategias. “Debemos abordarlo directamente”, dijo Trump, y nadie estuvo en desacuerdo. Cuando él le dijo a su público que el FBI había reabierto la investigación, la gente estalló. Al no tener oportunidad de prepararse más allá de ello, él improvisó un poco sobre el escándalo de los correos electrónicos de Clinton. Y luego, con una sonrisa, dijo “y ahora voy a dar mi discurso habitual, pero después de eso probablemente va a parecer muy aburrido”. Y vaya si dio el discurso de la gira.
El alto comando de Trump supo entonces que tenía una apertura. Las multitudes que Trump atraía eran enormes, y sus encuestas internas decían que la contienda se cerraba, pero no lo suficiente para hacer que muchos de ellos creyeran que él podría ganar. No obstante, ahora pensaban que tenían una oportunidad. Trump se mantuvo enfocado, y la campaña montaba mitin tras mitin, hasta cinco por día en los últimos días de la contienda. Trump regresaba a Pensilvania, Michigan y Wisconsin una y otra vez. Incluso hizo un viaje a Minnesota, el más azul de los estados azules, porque —asombrosamente— las encuestas lo veían cerrando la distancia incluso allí. La estrategia de Santorum estaba resultando tal como Trump lo había apostado tantísimos meses antes.
Aun así, el Día de la Elección, pocos alrededor del candidato pensaban que hubiera hecho tambalear a Clinton. “Cautelosamente optimistas, a lo más”, es como lo dice un consejero, pero Trump había llamado a su campaña un “movimiento”, y en sus muchos mítines de esos últimos días, en los muchos estados que necesitaba ganar, él insistió en que iba a hacer precisamente eso. Poco antes de las doce en la noche de la elección, afuera del Hotel Hilton en el centro de Manhattan —donde sus partidarios todavía se paseaban nerviosos—, una asesora de campaña dijo a Newsweek que ella pensaba que Trump iba a conseguir más de 300 votos electorales. “Ganamos esta”.
Esa predicción de 300 resultó ser muy optimista, pero ella estaba en lo correcto: habían ganado.
“Esos estados —Pensilvania, Michigan, Wisconsin— eran los objetivos”, dijo Conway después. “[Trump] tenía una ‘teoría de la contienda’, y cuando quedó en claro que él había hallado algo muy grande, lo aprovechó. Y eso es lo que hacen los buenos candidatos”.
Donald Trump no era, según los estándares convencionales, un “buen candidato”, pero él y su pequeña banda de asesores estaban convencidos de que esa era su mayor fortaleza. “La convención”, dijo Roger Stone en agosto de 2015, “no va a tener nada que ver con esto”. Y no lo hizo.
El 20 de enero de 2017, Donald J. Trump será juramentado como el 45º presidente de Estados Unidos, y el más improbable en la historia estadounidense.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek