LA DÉCADA DE 1960 cumple 50 años. No la década de 1960, sino la era que llamamos los años 60, cuyos puntos más altos y más bajos se dieron casi todos en la segunda mitad de esa década y la primera mitad de la siguiente: la fundación de las Panteras Negras (1966), el Verano del Amor (1967), Nixon (1968), Woodstock (1969), Watergate (1973).
Estados Unidos era una nación adolescente por entonces, tendida en el césped del Golden Gate Park, soplando pasto, protestando por Vietnam. Ahora se le ha ensanchado la barriga y se le han encanecido las sienes, con su indignación reservada principalmente para los impuestos a la propiedad. Los días del ácido, y de la ira, parecen tan lejanos. Eldridge Cleaver, el feroz Pantera Negra quien defendió la violación de mujeres blancas como un acto revolucionario, murió siendo un republicano. El líder yippie Jerry Rubin se fue a Wall Street. Bob Dylan hizo un anuncio para Victoria’s Secret. Todo está bien, mami. Sólo estoy invirtiendo en combustibles renovables.
Pero justo cuando parecían listos para una ronda de despedida de “Send in the Clowns”, los años 60 han regresado con un vigor sorprendente, ansiosos de dar un último argumento antes de arrastrar los pies al bajar del escenario, como el tío cuyas historias inconexas han empezado a tener sentido.
Cuando Colin Kaepernick, un mariscal de campo de apoyo de los 49ers de San Francisco, empezó a negarse a mediados de agosto a estar de pie durante “La bandera tachonada de estrellas”, citando el prejuicio racial en Estados Unidos, The Ringer, un sitio web que cubre la cultura deportiva, declaró: “1968 se ha reiniciado”.
El invierno pasado en Chicago, multitudes acudieron a protestar el acribillamiento injustificado de Laquan McDonald, un adolescente negro, por la policía. Bobby Rush, un congresista que otrora fue un Pantera Negra, concluyó mientras veía la escena que era “1969 otra vez”.
El conservador American Conservative se quejó: “En todas partes hoy día, al parecer, hay un tufo de los años 60”.
“1971 otra vez”, dijo Slate sobre la actual campaña presidencial.
Washington Monthly: “Es casi 1972, ¿de nuevo?
Para una nación construida sobre un progreso incesante, es notable que mire hacia atrás tan a menudo, y que mucha de esa retrospección se enfoque en una estrecha banda de tiempo cuyos hechos no son ampliamente disputados. A veces, la retrospección parece más cercana a una reconstrucción, con muchachos fumando en Haight-Ashbury de nuevo. La revolución está de vuelta, esta vez con su propio emoji.
Los años 60 se trataron de un despertar; uno de los mayores elogios que un individuo puede otorgar en los medios sociales hoy día es que alguien está “despierto”. El término proviene de los usuarios negros de Twitter, insinuando un entendimiento de los problemas raciales de la nación. Esto también es análogo a los años 60, cuya fuerza moral provenía del movimiento por los derechos civiles, con la cultura y la política uniéndose cuando un negro, Jimi Hendrix, tocó una versión furiosa de “La bandera tachonada de estrellas” en Woodstock. Por entonces, como Bryan Burrough escribió en su libro indispensable del año pasado Days of Rage: America’s Radical Underground, the FBI, and the Forgotten Age of Revolutionary Violence, muchos despertaron ante las imágenes televisadas del racismo sureño; hoy, uno es despertado por a evidencia en Twitter de la brutalidad policial. Ellos tenían metraje en blanco y negro de los perros de Bull Connor soltados en Birmingham, Alabama; ahora se tiene videos con celulares de Eric Garner batallando para respirar, la transmisión de Facebook Live mostrando a Philando Castile acribillado en su auto.
También hay la convicción, tanto entonces como ahora, de que la vida estadounidense se ha empañado con falsedades opalescentes, que se necesita el fuego purificador de la verdad. En los años 60, la verdad pudo haber venido de Timothy Leary y Abbie Hoffman o, si uno se inclinaba por la derecha, los soliloquios adustos de Richard Nixon. Cincuenta años después, decir la verdad está otra vez en boga, como todo partidario de Bernie Sanders o Donald Trump estará encantado de informarle. En concordancia, otro mandato popular en medios sociales es “mantenerlo a 100”, un llamado a la honestidad intelectual que evoca las palabras de John Lennon: “Sólo dime alguna verdad”.
En Londres, el Museo de Victoria y Alberto presenta una exhibición llamada “¿Dices que quieres una revolución? Grabaciones y rebeldes 1966-1970”. Uno de los curadores de la muestra dijo en una gira de prensa en el Área de la Bahía este verano pasado: “En el contexto de los tiempos extraordinarios que Europa y Estados Unidos están viviendo, 2016 es un año idóneo para ver a este período desde la perspectiva actual. Este podría ser un mensaje de esperanza para nuestros tiempos”.
Un mensaje de esperanza, claro. Y una advertencia.
NO DESAPARECE: Gracias a los medios sociales e internet, incidentes como la muerte de Eric Garner durante un arresto del Departamento de Policía de Nueva York se hacen virales al instante. Foto: NEW YORK DAILY NEWS/GETTY
El verano del amor-odio
Es una creencia común que los años 60 comenzaron casi cuatro años después que la década de 1960, con el asesinato de John F. Kennedy. Casi todo lo que pensamos como asociado con esa era —Vietnam, el Verano del Amor, Woodstock, Manson, Altamont, las Panteras Negras— siguieron a ese convoy infernal a través de la Plaza Dealey.
Es difícil decir cuándo terminaron los años 60. También es la pregunta más importante, ya que tantísimas aspiraciones parecieron morir con la época. Homero Simpson afirma que los años 60 terminaron en 1978, pero esta no es una opinión comúnmente compartida. Joan Didion escribió que los años 60 terminaron en 1971, cuando ella se mudó a “una casa en el mar” para escapar de las malas vibras de los asesinatos de la familia Manson, flotando sobre los cañones de Los Ángeles. Watergate, que se conoció en 1972 y provocó la caída de Nixon, es citado frecuentemente como el final de una era cuyos comienzos están arraigados en la victoria estrecha de Kennedy sobre Nixon en 1960. El comentarista conservador Hugh Hewitt escribió en The Weekly Standard que los años 60 terminaron el 11/9.
Una opinión más popular es que los años 60 terminaron el 6 de diciembre de 1969, en el Parque de Carreras de Altamont al norte de California. Se llega a él al dirigirse al este desde San Francisco, pasando las colinas Berkeley, hacia el inicio de la zona de granjas, donde los árboles son pocos y el pasto tiene un innatural tinte amarillento. Se suponía que el Concierto Gratuito de Altamont sería el equivalente de Woodstock en la costa oeste. Y lo fue, de todas las peores maneras. La famosa granja en Bethel, Nueva York, sigue siendo un sitio de peregrinaje para quienes quieren recordar lo mejor de los años 60, los momentos más padres de una época que, bajo la luz forense de la historia, parecen con más frecuencia haber sido poco padres. El Concierto Gratuito de Altamont no inspira recuerdos gratos y, en consecuencia, ningún visitante.
La pista cerró hace ocho años, sin que muchos se percataran. Mientras caminaba hacia el sitio donde se dio el concierto, las marmotas y lagartijas se escabullían por la hierba que crece entre las muchas grietas del pavimento caliente de Altamont. Un único auto quemado se halla en medio del, cuenco, una metáfora adecuada de una generación que se convenció a sí misma que era mejor agotarse que desaparecer.
Ahora, la pista da una sensación de ruina antigua: los postes de luz inclinados como las columnas de un templo derrumbado, los anuncios cubiertos de polvo, las gradas fantasmales ocupadas solo por un cuervo solitario. Uno podría creer fácilmente que la última vez que alguien se reunió aquí fue en esa tarde otoñal de 1969, cuando Mick Jagger brincaba con inquietud creciente durante su set, y Grace Slick, la cantante principal de Jefferson Airplane, miraba la escena caótica delante de ella y suplicaba: “No sigamos chingando”.
Los Rolling Stones querían tocar en San Francisco, pero el proceso de los permisos salió mal, y así lo más que pudieron conseguir fue una pista de carreras cuyo dueño deseaba tan desesperadamente la publicidad que ofreció el lugar gratis. Chip Monck, el diseñador de iluminación, prometió: “Esto va a ser como un pequeño Woodstock, ¿sabes?”
Altamont no se pareció en nada a Woodstock. Cuatro personas murieron allí: un ahogamiento, un accidente vehicular y, el más tristemente célebre, el asesinato de un negro, Meredith Hunter, por la pandilla motociclista Hell’s Angels, a quienes se les pagó el equivalente en cerveza a 500 dólares para trabajar como seguridad. Hubo tres muertes en Woodstock (una sobredosis de heroína, un apéndice reventado y un accidente en tractor), pero estas se sienten anormales, mientras que el metraje del Hell’s Angel hundiendo su cuchillo en el cuello de Hunter parece la inevitabilidad sangrienta hacia la que se había precipitado Altamont.
Altamont estaba condenado desde el principio. Esta era una zona rural en 1969, y aun cuando el desbordado sector tecnológico del Área de la Bahía hoy se filtra hacia el este, todavía es principalmente una zona rural, con canales de irrigación tejiendo listones azules a través de la tierra. Fue en el Acueducto de California donde la primera muerte visitó Altamont: después de mostrarle el dedo medio a un oficial de policía, un adolescente de Buffalo, Nueva York, llamado Leonard Kryszak, saltó al agua. La corriente era rápida, y el agua estaba fría. Kryszak no tuvo oportunidad.
La muerte que todos conocen es la de Hunter, durante el set de los Stones. Su asesinato sucedió cerca del escenario, el cual era tan bajo que los músicos en esencia estaban con la multitud. Los Stones pudieron ver plenamente que algo malo estaba sucediendo, pero siguieron tocando. Solo estaban proveyendo la banda sonora para los Hell’s Angels, cuya violencia fue la actuación más memorable de Altamont.
Aun cuando la muerte de Hunter es el pináculo horripilante de Altamont, hay otro momento que es todavía más revelador. Cuando los Stones bajaron del helicóptero que los llevó de San Francisco a Altamont, un fan corrió hacia Jagger y lo golpeó en el rostro. Jagger cayó, luego saltó en pie, como el peleador callejero que era, y la banda siguió caminando hacia su tráiler.
Por horrendo que fuera, el asesinato de Hunter podría explicarse mediante el racismo y vandalismo de los Hell’s Angels, alimentado por ácido fuerte y vino barato. Pero no había algo que explicara el asalto a Jagger, aparte de la aseveración de H. Rap Brown, el líder de los Panteras Negras, de que la violencia “es tan estadounidense como la tarta de cereza”. Jagger reconoció la locura de la escena cuando, después del concierto, un reportero del Chronicle se le acercó en el Hotel Huntington de San Francisco.
“Si Jesús hubiera estado aquí, lo habrían crucificado”, dijo Jagger. “¿Qué pasó?”, preguntó él. “¿Qué se ha vuelto mal?”
Los años 60 tienen muchos detractores, y esos detractores tienen toda la evidencia que necesitan en Altamont, una lápida que los hijos de las flores grabaron por sí mismos. Pero “Altamont no fue el final de nada”, argumenta Joel Selvin en su buen libro nuevo, Altamont: The Rolling Stones, the Hells Angels, and the Inside Story of Rock’s Darkest Day, el cual recrea cautivadoramente el desastre en su totalidad asombrosa. Selvin, desde hace mucho un crítico para el San Francisco Chronicle, no da excusas por Altamont, dejando en claro que fue el gemelo malvado de Woodstock de toda manera imaginable. Pero él también se niega a alimentar la narrativa simplista del deceso cultural. “Ciertamente no fue el final de los años 60”, dice él, “de una manera definitiva, apocalíptica, como a menudo se lo presenta”.
PERROS DE GUERRA: Las protestas contra los acribillamientos por la policía han llevado a enfrentamientos violentos que recuerdan las batallas por los derechos civiles en el sur de Estados Unidos en la década de 1960. Foto: BILL HUDSON/AP
“Muerte al insecto fascista”
Cuando me reuní con Selvin para una cerveza, le pregunté cuándo pensaba que los años 60 habían terminado, si no fue en Altamont. “Oh”, dijo él rápidamente, “con la caída de Saigón”, en 1975.
Estábamos sentados en Brennan’s, un sombrío bar deportivo dentro de lo que solía ser la estación de tren de Berkeley. Hay bares mucho mejores en Berkeley, con listas de vinos tan largas como los proyectos de ley agrícolas del Congreso, pero Selvin conserva un afecto por este lugar. Él mencionó, mientras hablábamos de Altamont, que él había almorzado aquí un par de veces con una de las figuras más famosas de los años 60: Patricia Hearst.
Hearst es el tema de otro libro sobre la muerte de los años 60 publicado el verano pasado: el deliciosamente desconcertante American Heiress, de Jeffrey Toobin, sobre el secuestro en 1974 de Hearst, nieta del magnate de los periódicos William Randolph Hearst, por un grupo desafortunado que se hacía llamar grandiosamente Ejército Simbionés de Liberación (ESL). Altamont mostró el peligro de la tolerancia excesiva; la saga de Hearst mostró el peligro de la convicción excesiva. Theodor Adorno dijo que era barbárico escribir poesía después de Auschwitz. De forma similar, fue ridículo, después de Hearst, escribir manifiestos políticos en Berkeley y Morningside Heights.
Toobin tiene un buen ojo para la hipocresía, la cual le sirvió tan bien en su libro sobre O.J. Simpson, The Run of His Life, y un olfato agudo para lo estrambótico. El ESL forzó a los Hearst, quienes eran mucho menos adinerados de lo que popularmente se creía, a financiar un enorme programa de distribución de alimentos (Gente Necesitada) que seguramente es una de las acciones filantrópicas más transaccionales en la historia estadounidense, sólo detrás de las dádivas caritativas de la organización Trump. La acción recibió ayuda de la Nación del Islam, mientras que Ronald Reagan, por entonces gobernador de California, mostró el alcance de su compasión al bromear: “Es muy malo que no podamos tener una epidemia de botulismo”.
Desde su cautiverio, Hearst publicó mensajes que sugerían una identificación creciente con el ESL, lo cual los Panteras Negras y la mayoría de las otras organizaciones revolucionarias habían denunciado. Ella habría sido una buena personalidad de Twitter, fulminando a los hermanos Koch e Israel. Mejor, ella tomó las armas.
Mientras Hearst se transformó de prisionera en camarada, ella adoptó orgullosamente el nombre clave “Tania”. Ella blandió metralletas y robó bancos, jurando, en sus mensajes clandestinos, “muerte al insecto fascista que abusa de la vida de la gente”. Esto, de un retoño del Ciudadano Kane. Marx dijo que la historia pasaría de la tragedia a la farsa, pero él no dijo algo sobre el Verano del Amor convertido en una temporada de caos. ¿Y no era Estados Unidos una nación que estaba más allá de la historia, de todas formas?
American Heiress es la historia de Patricia Hearst, pero también es la historia de una izquierda seducida hacia el derramamiento de sangre. En Days of Rage —el recuento con más autoridad sobre el violento vanguardismo de la década de 1970 en Estados Unidos—, Burrough escribió: “Durante un período de dieciocho meses en 1971 y 1972, el FBI reportó más de 2500 bombas en territorio de Estados Unidos, casi 5 por día”. La mayoría de estas no fueron fatales, pero la nación no podía consentir estas campañas por mucho tiempo. A los niños se les permiten berrinches, pero los berrinches tienen que terminar. Los radicales tenían la convicción de los bolcheviques que asaltaron el Palacio de Invierno; lo que les faltaba era buena mercadotecnia. The New York Times editorializó: “Todo edificio bombardeado, toda persona muerta o herida por bombas horroriza y enfurece más a la gran mayoría del pueblo estadounidense que aborrece toda violencia política”.
Brown estaba en lo correcto sobre la violencia como la tarta de cereza, pero el hombre no puede subsistir sólo con tarta. La izquierda de aquel entonces se bombardeó a sí misma hasta la irrelevancia; la derecha lo hace hoy día, con el mitin promedio de Donald Trump como una combinación de un encuentro de World Wrestling Entertainment con un mitin del Ku Klux Klan, al ritmo de tocadas actuales de Kid Rock. Los estadounidenses no son como los franceses: se alejan del extremismo todavía más rápido que del fútbol. Los años 60 obtuvieron lo que merecían: Ronald Reagan y John Cougar Mellencamp. Los revoltosos de hoy día llevan sus armas de fuego a los campus universitarios, asesinan médicos abortistas, asaltan a manifestantes que ejercen sus derechos de la Primera Enmienda. Ellos también obtendrán lo que merecen, más posiblemente en la forma de Hillary Clinton.
Dices que quieres un tractor cortacésped
A Hearst ciertamente le fue bien, mejor que al promedio de los terroristas locales, como la mayoría de sus colegas del ESL, quienes terminaron llenos de balas y achicharrados en un infierno. Ella no pasó siquiera dos años en prisión, ganando la clemencia de Jimmy Carter. Luego, Bill Clinton le concedió un perdón. “Rara vez los beneficios de la riqueza, el poder y el renombre han sido tan claros como lo fueron después de la condena de Patricia”, escribe Toobin.
El año pasado, mientras Toobin completaba su libro, la página de chismes del New York Post reportó que Hearst estaba furiosa. Una fuente dijo al Post que ella llamó a Toobin un “escritorzuelo” y “un violador emocional”. Eso no es justo, ya que mucho del trabajo de Toobin son las propias palabras y bien documentadas acciones de Hearst. Como la Sexy Sadie de los Beatles, ella rompió las reglas y lo hizo de manera que todos lo vieran.
Hearst recientemente estuvo en las noticias por un logro sin relación alguna: en 2015, su shih tzu, Rocket, ganó la categoría de perros miniatura en la muestra del Club Canino de Westminster. Tras pasar su adultez temprana en el crisol del izquierdismo que fue el Área de la Bahía, ella se mudó a un lugar con menos probabilidades de fomentar una revolución, un rincón de la república donde por décadas —no, siglos— las clases doradas han sido confortadas por las brisas gentiles del Estrecho de Long Island: Connecticut.
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Publicado en cooperación conNewsweek/ Published in cooperation withNewsweek