Este reportaje es una colaboración entre Newsweek en Español y el Programa de Periodismo de Investigación de la Universidad de California, Berkeley.
SAN PEDRO SULA, HONDURAS.—Juan Martínez (su nombre verdadero se omite por seguridad) se alista para salir de su casa la tarde del domingo. Vive en uno de los barrios más violentos de la ciudad, la segunda más peligrosa del planeta solo después de Caracas, Venezuela, en la que tienen lugar 111 homicidios por cada 100 000 habitantes, según el ranking de la organización mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCPSJP). El adolescente, recién deportado de Estados Unidos, luce tenso. Lo acosan las pandillas de las que antes huyó. Es 17 de abril y Martínez asistirá al culto multitudinario del aniversario de El Ministerio de la Cosecha, el templo evangelista más grande del país. De regreso al infierno, busca un milagro para seguir vivo.
El chico de 17 años se abotona la camisa y toma su gorra de béisbol. Abandona su vivienda con techo de lámina, erigida en uno de los cerros que circundan la ciudad. Atrás deja la calle sin pavimentar en la que las pandillas ejecutaron a su primo al negarse a ser reclutado, razón por la cual él tuvo que emigrar. Mientras camina pasa cerca del sitio en el que dos días atrás los pandilleros ejecutaron a una adolescente de 15 años. Luego avanza por el trecho angosto y accidentado para salir del caserío. En este pueblo desgarrado y empobrecido, las iglesias, especialmente evangélicas, se convirtieron en el principal refugio para la juventud y para la convivencia popular. Finalmente arriba al templo y se pierde entre la muchedumbre de cerca de 18 000 fieles para hallar un asiento vacío.
“Cuídame”, pide a Yahvé en actitud de contrición: los ojos cerrados, las manos en el rostro, mientras las personas que lo rodean, ajenas a su drama, cantan alabanzas. Juan dice que la pandilla lo busca para reclutarlo, pero lo ejecutarán si se niega. Hasta hace poco funcionaba un código entre los pandilleros: perdonar el rechazo si el joven a reclutar era fiel de alguna religión. Pero en la espiral de violencia local el código se ha roto: “Ahora ya no les importa nada”, asegura.
Juan Martínez forma parte de la oleada migratoria de menores no acompañados de Honduras, Guatemala y El Salvador a Estados Unidos, que repuntó con alarma en la primavera de 2014, sumando 51 000 casos —y 28 000 más durante el año fiscal estadounidense de 2015 (de octubre de 2014 a septiembre de 2015)—. Del total, 23 653 menores eran hondureños. La Washington Office in Latin América (WOLA) asegura que el 66 por ciento huyó de la violencia. De ambos años, la cifra de sus deportaciones varía a partir de la fuente: 922 según la Inmigration and Customs Enforment (ICE), y 289 (entre ellos, 123 mujeres) de acuerdo con el Centro de Atención del Migrante Retornado de San Pedro Sula, conocido como Albergue Belén. En el caso de México, las cifras oficiales refieren 6375 deportaciones en el mismo lapso.
El miedo de Juan Martínez no es infundado. La organización Casa Alianza y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Honduras realizaron un estudio en el que, de mayo a diciembre de 2015, registraron 377 casos de menores de 12 a 17 años que emigraron a Estados Unidos luego de negarse a ser reclutados como sicarios o narcomenudistas. Tras ser deportados, tantos ellos como sus familias recibieron amenazas, fueron hostigados por las pandillas o el crimen organizado y, en casos extremos, ejecutados.
De los 377 casos, ponen atención especial en 46. De estos, el 51 por ciento corresponde a hombres y el 49 por ciento, a mujeres. Ellos viven en tensión y depresión permanente ante un posible ataque. Las mujeres huyeron tras ser víctimas de agresiones sexuales. En los casos más graves, señala Carlos Flores, de Casa Alianza, ellas vivieron “violaciones grupales y secuestro por periodos determinados para ser esclavas sexuales de los líderes de las pandillas”. Apunta que su estudio se centra en los casos de México, porque si bien desde 2009 el gobierno los autorizó a participar en el proceso general de registro de menores deportados, desde la oleada migratoria de 2014 se les negó el acceso a los procedentes de Estados Unidos. Además, dice, a la representante de la ACNUR, Jessy Sánchez, se le impide el ingreso al Albergue Belén, lugar de dicho registro, para participar en el estudio.
Gerardo Rivera, al frente del Observatorio de los Derechos de los niños y adolescentes de Casa Alianza, dice que el gobierno carece de un mecanismo de protección a los menores deportados. Piensa que este bloqueo gubernamental y el “secuestro” de información oficial sobre la vulnerabilidad de dicha población es “para justificar que se avanza en la estrategia de seguridad”. La realidad es que sus vidas están en riesgo. Así le ocurrió a Gredis Alexander Hernández, de 14 años, que durante su retorno forzado no dijo en el Albergue Belén, por temor, que emigró porque fue testigo de un asesinato. “Se fue del albergue y en la misma semana fue asesinado”, expone Rivera.
No hay estudios que cuantifiquen las ejecuciones de menores deportados. La investigadora Elizabeth Kennedy, de la Universidad Estatal de San Diego, documentó, para el American Immigration Council, 96 casos publicados en la prensa local de enero de 2014 a diciembre de 2015: 89 provenían de Estados Unidos y siete de México. Treinta y ocho eran de Honduras, entre ellos tres muchachos deportados de Estados Unidos: dos de 18 años y otro de 17, y dos más de México: uno de 16 y otro de 14. Estima que los de 18 años migraron siendo menores de edad. “La mayoría huyeron de las ciudades más peligrosas”, dice en entrevista telefónica. Manifiesta, no obstante, que las cifras son relativas, pues los periodistas no pueden ingresar en todas las colonias debido al control que ejercen las mafias ni registran antecedentes migratorios de las víctimas.
La religiosa Lidia Souza, coordinadora nacional de Pastoral de Movilidad Humana e integrante de la Comisión Interinstitucional para la protección de personas desplazadas por la violencia, creada por el gobierno hondureño, expresa que no puede saberse el saldo de esta población porque las cifras oficiales de homicidios “son una farsa”. Estas señalan una disminución de la tasa nacional de homicidios de su pico más alto de 85.5 por cada 100 000 habitantes en 2012, a 60 por cada 100 000 habitantes en 2015. Pero lo que para ella en verdad reflejan es la imposibilidad de las autoridades para registrar los asesinatos porque “muchas de las colonias son controladas por las pandillas, y cuando hay ejecuciones no puede entrar la policía o el ministerio público”.
El imperio de las pandillas y el crimen se impuso en Honduras pese al derroche del gobierno de Estados Unidos para evitarlo. Del año 2008 al 2015 destinó 1.2 billones de dólares al capítulo centroamericano de la Iniciativa Mérida, llamado Iniciativa Regional de Seguridad para Centroamérica (CARSI en sus siglas en inglés), para combatir la violencia criminal y prevenir la delincuencia juvenil, uniendo esfuerzos con los gobiernos, empresarios y civiles. Pero según el documento legislativo Central America Regional Security Iniciative: Background and Policy for Congress, 86 por ciento de ese dinero estaba comprometido para contratos o compras de bienes y servicios de las agencias oficiales, y hasta el 30 de septiembre de 2015 se había ejercido el 40 por ciento del total, precisamente en pago de bienes y servicios. De acuerdo con el documento legislativo Unaccompanied Children from Central America: Foreing Policy Considerations, de 2013 a 2015 el gobierno de Estados Unidos asignó 742 millones de dólares a Honduras, de los cuales 577.1 millones fueron para la CARSI.
No obstante tales sumas, las pandillas Mara Salvatrucha (MS) y Barrio 18, entre otras, tienen a miles de jóvenes a su servicio. El estudio Maras y pandillas en Honduras, realizado por InsightCrime, difundido en noviembre de 2015, detalla que, de acuerdo con la Policía de Honduras, hay 25 000 miembros activos, mientras el gobierno estadounidense estima que son 36 000. Estos actúan en un país con una extensión territorial de 112 492 kilómetros cuadrados, similar a la del estado de Louisiana o de Oaxaca.
La primera dama de Honduras, Ana García Hernández, sin embargo, niega el aumento de la violencia juvenil. Destaca como el mayor logro de su gobierno, para atender a la niñez migrante deportada, la reciente remodelación del Albergue Belén, con una inversión de 1 125 000 dólares, de los cuales medio millón fue subsidiado por la Organización Internacional de Migraciones (OIM). Cuando en entrevista se le cuestiona sobre la carencia de mecanismos de protección para tal población, asegura que existen acuerdos con algunos alcaldes para que, en el caso de que a su arribo al Albergue Belén existiera “alguna familia o menor que tenga temor a alguna situación, hay personal que está ahí si es que hay que hacer algún desplazamiento interno”. Al respecto, Souza disiente por su lado: “Los alcaldes no tienen presupuesto ni personal para atender a menores retornados”.
Trabajadores colocan un nuevo letrero afuera del albergue de menores migrantes deportados “Belén”, en San Pedro Sula. Foto: Prometeo Lucero.
•••
SEIS DÍAS ANTES DEL CULTO del aniversario de El Ministerio de la Cosecha, los evangelistas amigos de Juan Martínez hicieron una labor temeraria: una noche repartieron volantes en el caserío en el que viven, arriba del sector Lomas del Carmen. Ahí no entra la policía. Solo circulan los taxis que pagan la extorsión de 90 dólares mensuales a la pandilla; “impuesto de guerra”, le llaman. Los transportes autorizados traen sus luces parpadeando como código de ingreso. En el trayecto la brigada se cruzó con el adolescente que no pudo acompañarlos por su seguridad. Regresaba apresurado de su jornada laboral en una tienda, en compañía de su hermana, para refugiarse en su casa aunque apenas eran las 20:00 horas.
Un puñado de evangelistas tomó el camino de tierra situado en la parte trasera de la casa del muchacho. De inmediato, a unos 20 metros de distancia, se escuchó una ráfaga de siete balazos. Continuaron caminando. “Es lo de todos los días”, dice un joven que viste una camiseta azul. Pero más adelante, en la penumbra, a unos pasos del cruce donde ejecutaron al primo de Juan Martínez, un auto en fuga viró violentamente. De sus puertas salieron disparados cuatro muchachos que huyeron con agilidad mientras el auto aceleraba de inmediato. Los evangelistas se replegaron rápidamente hacia una casa mientras una señora se abalanzó sobre su niña para cargarla. “Ahora sí vamos a entrar en zona roja”, advirtió el joven de la camiseta azul.
Conforme ascendimos las callejuelas se hicieron más accidentadas y estrechas. Los disparos o tiroteos aislados sonaban con intermitencia. En la parte alta, los fieles se reunieron con otros más en una casa para hacer oración. Semanas antes, cinco jóvenes con armas largas los habían amenazado para que salieran del barrio. Una docena de mujeres y hombres, armados con una Biblia y una pequeña radio que transmitía alabanzas salieron de la casa. Era su cruzada en la zona de guerra.
Los evangelizadores se internaron en el caserío para repartir sus papelitos a muchachos que rozaban los 18 años y deambulaban por el lugar. Ellos los recibían en silencio, con aparente cortesía. No llevaban pistolas a la vista, pero la brigada dice que esconden armas cortas de
9 mm. Se trataba de la nueva generación de mareros, descendientes de las pandillas MS o Barrio 18 que, desde 1997, irrumpieron en Honduras y El Salvador a partir de la deportación de centroamericanos con antecedentes delictivos en Estados Unidos. El informe Maras y pandillas… explica que tan solo en Honduras se deportaron unos 17 000 exconvictos de 1997 a 2013, entre ellos, muchos integrantes de la MS o Barrio 18 que actuaban en California. Asimismo, apunta que si bien estas son las pandillas más grandes en Honduras, hay otras locales, algunas vinculadas a las barras de fútbol.
Los nuevos mareros, a diferencia de sus antecesores, no se tatúan. Así evitan la persecución que los anteriores sufrieron y delinquen con más facilidad. Los nuevos lucen impecables, con ropa de marca: playeras Aeropostal, tenis Nike modelo Cortez, gorras de los Toros de Chicago, moda influenciada por músicos reguetoneros. Una de las evangelistas dice que los jóvenes mareros desprecian a los viejos por su apariencia y por ser un clan estigmatizado, derrotado. “Los matan”, precisa. En común, sin embargo, tienen el mismo origen: un país en el que viven ocho millones de personas, 63 por ciento en el mayor grado de pobreza de Centroamérica de acuerdo con el Banco Mundial.
La ley en territorio pandillero es muy simple: “Estás con nosotros o estás en la mira”. En el informe Niñas y niños migrantes, factores de expulsión y desafíos para su reinserción en Honduras, de Casa Alianza y Pastoral de Movilidad Humana, entre 119 menores (30 niñas y 89 niños) migrantes deportados, 65 por ciento manifestó haber emigrado por amenazas de muerte de grupos criminales o pandillas, o por la violencia familiar. De ese total, 95 por ciento tenía entre 13 y 17 años: “Las edades en las que son más buscados para que participen en el sicariato, la extorsión y el tráfico de drogas”, se lee en el documento. Concluye que tras su deportación “son nuevamente amenazados, reclutados por grupos criminales, y en casos extremos, asesinados”.
Si para sobrevivir, o como opción de vida, esta juventud se integra a las pandillas, seguirá estando en la mira. No solo por el combate permanente entre estas por el territorio. También por los abusos en su contra. En el país recientemente estalló una crisis en el sistema de justicia y seguridad nacional: hay más de 1500 policías expulsados, entre ellos 100 oficiales acusados de corrupción y de violaciones a los derechos humanos. Al respecto, Casa Alianza registra en su análisis de prensa un promedio mensual de 80 ejecuciones de menores de 23 años. También que de enero a marzo de 2016 se cometieron 13 masacres, algunas con víctimas de 14 años. La organización observa que en algunas de estas participaron civiles encapuchados y armados, en camionetas sin identificar, por lo que en un boletín advierte que ya actúan “escuadrones de exterminio, que sistemáticamente llevan adelante una estrategia de limpieza social” que tendría como objetivo jóvenes pandilleros.
•••
EN LA DÉCADA DE 1980 el gobierno de Estados Unidos destinó otra suma millonaria a Centroamérica: 1.4 billones de dólares, cita el documento Central America Regional Security… Con ese dinero se hizo de Honduras una base militar contrarrevolucionaria y se combatió los movimientos de oposición y guerrilleros de Centroamérica. La abogada Tirza Flores, de la Fundación para la Justicia, recuerda: “Fue una época muy oscura, de mucha represión”. Con el fin de la Guerra Fría, a principios de la década de 1990, el gobierno de Estados Unidos redujo drásticamente su financiamiento. Centroamérica quedó pauperizada y desgarrada, con decenas de miles de muertos, desaparecidos y desplazados, muchos de los cuales migraron a Estados Unidos. Terminaron tragados por las pandillas para ser deportados a partir de 1997.
Para entonces, en Honduras se había generado un incipiente impulso democrático que en 2006 llevó al poder a Manuel Zelaya. No obstante, Tirza asegura que en 2009 intervino de nuevo Estados Unidos “con el golpe de Estado contra Zelaya, porque él afectó intereses de los empresarios, y si bien no teníamos instituciones democráticas, se agravó la situación”.
El reporte de la organización ACAPS titulado Otras situaciones de violencia en el Triángulo Norte Centroamericano (TNCA) señala que en Honduras la violencia local aumentó también a partir de la estrategia mexicana contra el narcotráfico iniciada en 2006: “Esto resultó en una alteración de las rutas del narcotráfico y de los equilibrios de poder existentes entre grupos delincuenciales del TNCA, y en un aumento de la presencia y uso de armas de fuego de distinto calibre”. Es decir: la convulsión en la región se agravó con la entrada de mafias criminales transfronterizas, especialmente mexicanas. En Honduras, la más visible es el Cártel de Sinaloa.
En 2008, George Bush echó a andar la Iniciativa Mérida, con los gobiernos de México y Centroamérica, para hacer un frente contra la delincuencia organizada y reforzar la seguridad de las fronteras. El financiamiento incluyó la dotación de insumos y equipo militar, capacitación policiaco-militar, y la demanda de que se implementaran reformas legales en el sistema de seguridad y de justicia.
En Centroamérica se integraron programas de prevención juvenil que consistieron en la creación de los Centros de Alcance, espacios en los que se imparten talleres de oficios, computación e inglés, mientras que en su entorno se hacen reparaciones de escuelas y centros de salud, de alumbrado público y pavimentación. Actualmente se han creado 46 de estos centros en cuatro de los 18 departamentos del país. Lester Ramírez, coordinador de investigaciones de la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ) en Honduras, dice de ellos: “Son como islitas en medio del problema”.
El resultado del CARSI se evidenció en septiembre de 2014, luego de la oleada migratoria de ese año. El estudio denominado The Central America Regional Security Initiative in Honduras, realizado por Woodrow Wilson Center, concluyó que a más de cinco años de funcionamiento del CARSI, si bien se habían impulsado limitadas reformas policiacas y en el Ministerio Público para endurecer las medidas contra el crimen organizado, “Honduras encara dificultades aún más pronunciadas para atender problemas de violencia y crimen. El tráfico de drogas permanece, la corrupción continúa corrompiendo no solo a la policía, sino al Ministerio Público y al Poder Judicial, y la violencia urbana continúa imbatible”.
Como respuesta, un mes después, en octubre de 2014, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID en sus siglas en inglés), que controla parte del presupuesto del CARSI, difundió su estudio Evaluación de impacto de la estrategia basada en la comunidad de USAID para la prevención de la delincuencia y la violencia en América Central: Informe regional para El Salvador, Guatemala, Honduras y Panamá. Realizó 29 000 encuestas en barrios peligrosos y concluyó que los programas iniciados desde 2008 “han sido un éxito”, pues se habían reducido los reportes de asesinatos en 51 por ciento.
No obstante, el mismo gobierno de Honduras expuso en su informe Caracterización del desplazamiento en Honduras, elaborado por la oficina del secretario de Gobierno, Rigoberto Chang Castillo, y ACNUR, presentado en noviembre de 2015, la dimensión de la actuación criminal y pandilleril en el país. En la investigación se seleccionaron 1300 hogares desplazados de 2004 a 2014, y 838 no desplazados en 20 municipios de conflicto. La estimación fue de 41 000 hogares desplazados, 67.9 por ciento de los mismos por la persecución y la inseguridad. El informe advierte que el mecanismo del desplazamiento interno está agotado porque “grupos organizados como las maras o el narcotráfico tienen redes de comunicación que les permiten rastrear todo el territorio nacional pudiendo perseguir a las víctimas y ocasionar múltiples desplazamientos”.
Esas redes, hay que recordarlo, se activan en un territorio con la extensión de Louisiana o Oaxaca. Es así que 64.1 por ciento de las familias ya tuvo un desplazamiento, 23.2 por ciento dos desplazamientos, 12.7 por ciento tres o más desplazamientos. Del mismo modo, descubrieron que en las familias desplazadas hubo una proporción mayor de menores (43 por ciento) que en las no desplazadas (37.9 por ciento), porque ellos “son más propensos a ser afectados por hechos de violencia o inseguridad (como amenazas o uso, vinculación o reclutamiento forzado)”. En 19.5 por ciento de los casos a los menores se les envió a vivir a otro lugar. No es de sorprender, entonces, que del total de familias desplazadas del estudio, 50 por ciento quería salir del país.
Previéndolo, durante la oleada de 2014 el gobierno de Estados Unidos asignó 130 millones de dólares al de México, a través del Plan Frontera Sur de la Iniciativa Mérida, para que endureciera sus medidas contra el flujo de Centroamérica, de acuerdo con el documento Unaccompanied Children… Así, este prohibió el viaje en el lomo del tren, militarizó sus fronteras, y por consiguiente aumentaron las denuncias de violaciones contra los derechos humanos de migrantes. Pero no se redujo su flujo.
De 2014 a 2015, en México se incrementó en un 55 por ciento la detención de menores migrantes, mientras que la de los no acompañados aumentó un 70 por ciento, según el informe Puertas cerradas, el fracaso de México a la hora de proteger a niños refugiados y migrantes de América Central, de Human Rights Watch (HRW). Pese a las detenciones siguen cruzando la frontera mexicana. De octubre de 2015 a mayo del presente año, la patrulla fronteriza del suroeste de Estados Unidos detuvo 38 621 menores no acompañados centroamericanos. Casi lo doble que lo registrado el periodo previo, de octubre de 2014 a mayo de 2015: 22 832 casos.
Después de la oleada de 2014, el gobierno de Estados Unidos creó, además, un plan de cinco años llamado la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, que comprende los países del TNCA. Para 2016 les agendó un presupuesto de 750 millones de dólares para reducir la violencia extrema, impulsar el desarrollo y disminuir la migración. Alrededor de 40 por ciento, 348.5 millones, irán al CARSI.
La ASJ, organización civil que forma parte de la comisión interinstitucional de dicho plan, asegura que en 2016 a Honduras se destinarán 283 250 millones de dólares, de los cuales, 126.5 millones irán al CARSI. El total será distribuido de esta forma: 93 millones para asistencia al desarrollo, 4.5 millones para financiamiento militar, 750 000 dólares para educación militar, siete millones para el sector económico, 50 millones para el área de prosperidad y gobernación, y dos millones para inversiones privadas al extranjero.
Adriana Beltrán, coordinadora del programa de Seguridad Ciudadana de WOLA, en entrevista telefónica desde Washington afirma que está condicionado el 75 por ciento de esa ayuda. Cincuenta por cierto de los fondos se condicionó a la implementación de reformas, políticas y programas que combatan la corrupción, las redes criminales, el procesamiento de miembros de las fuerzas policiacas y militares acusadas de cometer atropellos, y que se creen programas que reduzcan la pobreza, entre otras acciones. Beltrán cuestiona que “la ley también condicionó 25 por ciento de la ayuda a medidas para controlar los flujos migratorios e incrementar la seguridad fronteriza”, pues dicha situación provocará más atropellos, amén de que el plan no contempla la facilitación del proceso de asilo en Estados Unidos a menores víctimas de desplazamientos forzados, ni mecanismos de protección tras su deportación.
Atrapado: Luis Méndez (nombre real cambiado), de 15 años, un joven de San Pedro Sula deportado, habla durante una entrevista en una locación sin revelar. Foto: Prometeo Lucero.
•••
AL PRIMO DE UN EVANGELISTA del grupo de Juan Martínez lo ejecutaron el 7 de noviembre de 2015, un mes después de ser deportado de Estados Unidos. Vivía en la colonia Rivera Hernández, una de las más peligrosas de la ciudad. Cuando intentamos ir a ese sitio, el taxista que teníamos contratado se negó a llevarnos: “Ni aunque me paguen en dólares”, dijo. Pero un taxista del grupo evangelista se ofreció a hacerlo, luego de encomendarse a Yahvé. A pesar de ser de día, las calles de la colonia lucían desoladas, llenas de casas abandonadas, algunas con rastros de incendios o tiroteos. Dicen que las pandillas se ocultan en el día y salen de noche. Tienen a niños y adolescentes a su servicio para observar y avisar de la entrada de gente ajena al lugar, les llaman “banderines”.
Fredy Ortiz Cruz se llamaba el muchacho asesinado, tenía 24 años. Su primo explica que llevaba tatuado el nombre de su mujer, por lo que los pandilleros locales lo habrían tomado por marero y lo balearon por la espalda. Cayó a los pies de un árbol flaco de aguacate, a la entrada de su casa. “Se ahogó en su propia sangre”, lamenta su primo.
Para no arriesgar su vida, Juan Martínez, como otros jóvenes deportados, optan por estar encerrados en sus viviendas. Es el caso de Luis Méndez. Su nombre, como el de los otros menores de 18 años entrevistados, se cambió por resguardo de su integridad. Luis Méndez es uno de los 377 casos registrados por Casa Alianza y ACNUR. El muchacho de 15 años vive con su madrina y dos hermanos menores en otro barrio de riesgo, el de Chamelecón. Su madre emigró a Estados Unidos para mantenerlos económicamente.
Luis Méndez presenció la ejecución de un muchacho en la calle, cerca de su casa. Igual que a Juan Martínez, los pandilleros comenzaron a rondarlo. Dejó de ir a la escuela. Preocupada, su familia lo trasladó con un familiar que tenía un taller mecánico, a hora y media de distancia. La red de comunicación criminal mencionada en el informe Caracterización del desplazamiento… se activó y allá lo ubicaron. “Unos compañeros me dijeron que me andaban buscando ahí, y me dio miedo y me regresé a mi casa”.
Cerradas sus opciones de sobrevivencia, sin decirle a nadie, el 10 de noviembre se fue solo a Estados Unidos con lo poco que había ahorrado en su trabajo. Al pasar por México, el crimen organizado lo interceptó en la terminal de Monterrey. Con engaños le ofrecieron contactarlo con un coyote que lo cruzaría en la frontera. Lo secuestraron y lo llevaron a una casa de seguridad durante 15 días. Extorsionaron a su madre. Tras el pago del rescate de 1800 dólares, al joven lo subieron a un autobús que metros más adelante pasaría por un retén migratorio, y ahí fue aprehendido. Lo deportaron en enero de 2016. A su regreso, el pasado 31 de marzo, tres de sus amigos fueron tiroteados durante el día a una cuadra de su casa. Uno murió ahí. A otro le deshicieron el pie con un balazo. Uno más quedó herido y Luis Méndez ayudó a su madre a trasladarlo al hospital, pero al final también moriría.
El haber ayudado a la señora le hizo temer más por su vida. Tiene una complexión fuerte para su edad. Dice que, por lo mismo, la pandilla lo quiere para que “torture gente, secuestre, ande pidiendo la cuota en las casas”. Describe una tortura de los mareros: a la víctima la colocan de espalda y le amarran una cuerda que va de su cuello a sus tobillos. Luego, amarran a la cuerda un tronco con el que hacen un torniquete para ir doblando el cuerpo gradualmente hacia atrás. “Y lo van enrollando hasta que le quiebran esto de acá”, dice, y se toca las vértebras de la cintura. Luis Méndez está aterrado y deprimido: no puede salir de su casa, ni estudiar, ni trabajar, ni dormir en las noches: “Tengo que estar solamente encerrado en la casa, como secuestrado me siento”.
Carlos Flores expone que entre 2011 y 2012 los menores deportados migraban por razones económicas o de reunificación familiar. Pero a partir de 2013 aumentaron quienes huían “por reclutamiento de maras o del crimen organizado o porque habían sido testigos de algún crimen”. Dice que la impunidad con la que actúan las pandillas es tal, que ahora ingresan en las escuelas para amenazar o llevarse a adolescentes, por lo que incluso algunas ya tienen militares en su interior.
De los 377 casos de su estudio, “la gran mayoría enfrentan el reclutamiento forzado”. Son casos de los departamentos de Cortés y de Yoro. Jessy Sánchez, la representante de ACNUR, da seguimiento externo a 20 casos, entre ellos de siete mujeres, la mayoría residentes de San Pedro Sula. Externa: “Ellas regresaron al mismo lugar en el que vivieron las amenazas y en el que no hay los recursos económicos para moverse de casa”. Menciona el caso de una niña que fue abusada sexualmente por criminales que trabajan en el transporte público, y cada vez que ella debe salir de su barrio “se encuentra con uno de ellos que es el operador que maneja el bus”.
Otro caso de vulnerabilidad es el de la niña Suyapa Morales. Con 13 años de edad, vive a las afueras de la ciudad de Comayagua, ubicada entre San Pedro Sula y Tegucijalpa. Luce mayor de edad, como una adolescente agraciada. Vive con dos de sus hermanos en casa de sus abuelos, pues su madre migró a Estados Unidos. En el barrio donde radica, de calles sin pavimentar y calor extenuante, relata que la pandilla local “violó a una chava de 16 años, iba llorando”. A ella por igual la hostigaban, la miraban lascivamente, “me aventaba besos”, dice. Le dio miedo “que me fueran agarrar y a tocar”. La niña, sin decirle nada a nadie, como lo hizo Luis Méndez, huyó sola de su casa para ir con su madre. No da detalles de su salida ni de su paso por México, solo dice que ahí vivió en un hotel y con “unas muchachas en Tabasco”. Se ignora si cayó en una red de trata sexual infantil. Al preguntarle si alguien le hizo daño, mueve ligeramente la cabeza en negativa, mientras los ojos se le hacen agua.
La niña era trasladada por un adulto, del que no da referencia, hacia la frontera norte de México. En un retén carretero, instalado por el crimen organizado, fue bajada del camión para ser secuestrada. La llevaron a la misma casa de seguridad en la que estaba Luis Méndez en Monterrey. Al igual que al muchacho, extorsionaron a su madre. Tras el pago de 2000 dólares, de igual forma, a la niña la subieron a un autobús que metros adelante pasaría por un retén migratorio. También la deportaron en enero de 2016. Tras su regreso forzado, ella sigue yendo a la escuela. Se hace acompañar de su hermano de 15 años, de cuerpo delgado y apariencia tímida. La niña dice que a él los mareros “le tiran piedras y le dicen cosas feas” para ahuyentarlo.
Juan Martínez, de 17 años, reza en el Ministerio de la Cosecha, durante la “Gran Cruzada” religiosa. Juan no había podido asistir a la iglesia desde que fue deportado, pues su vida está amenazada de muerte. Foto: Prometeo Lucero.
•••
DESPUÉS DE LA EJECUCIÓN del primo de Juan Martínez, los pandilleros comenzaron a subir por las noches a la parte trasera de su casa para fumar marihuana. “Por el mismo miedo salí del país”, dice. El adolescente emigró de su barrio con un grupo de primos en noviembre de 2015. Su odisea duró dos meses en los que caminaron por las vías del tren, consiguieron subir a trenes de carga y fueron perseguidos por agentes fronterizos. Luego el chico se quedó solo. Finalmente cruzó de Ciudad Juárez, Chihuahua, al Paso, Texas. Sin embargo, los agentes migratorios estadounidenses lo capturaron, lo trasladaron al puente fronterizo binacional y lo entregaron a los agentes mexicanos: “Aquí les traemos un regalito”, relata que dijeron aquellos a los mexicanos. Lo deportaron de México en enero de 2016. El documento Puertas cerradas de HRW puntualiza que en 2015 se detuvo en el país a 35 704 menores, de los cuales 18 650 no estaban acompañados. De estos últimos, solo 56 recibieron asilo, es decir, el 0.3 por ciento.
Elizabeth Kennedy opina que la actuación de la patrulla fronteriza de ambos países en el caso de Juan Martínez “fue ilegal”, pues anularon su derecho a ser procesado por un juez de migración en Estados Unidos. Si hubiera conseguido permanecer en el país, sin embargo, tampoco tenía garantía de obtener un estatus de protección. Así le sucedió a Wildin Acosta, que a los 17 años formó parte de la oleada de 2014. Emigró porque las pandillas lo amenazaron de muerte y ejecutaron a su tío y a su sobrino en el departamento de Olancho. Se había establecido en Carolina del Norte y era un estudiante apreciado en su escuela.
En enero de 2016 el gobierno de Estados Unidos realizó redadas y detuvo a jóvenes centroamericanos. A Wildin Acosta lo detuvieron camino a su escuela. Él había solicitado asilo, aunque al principio no contó con una buena asesoría legal. Su actual abogada, Evelyn Smallwood, del bufete Velázquez and Associates, señala en entrevista telefónica que al haber ingresado en el país como un menor no acompañado perseguido, lo amparaba la ley para tramitar el asilo. Expresa: “Es muy probable que de haber sido deportado hubiera sido torturado, él debería haber podido tramitar tal estatus”. Desde las instalaciones migratorias de Stewart Detention Center, en Lumpkin, Georgia, Wildin Acosta, en entrevista telefónica, va más allá: “Tengo miedo de ir a mi país porque ahí tengo problemas y puedo perder la vida”.
De 2013 a abril de 2016 hay pendientes en las cortes 16 909 procesos de menores hondureños no acompañados para definir su deportación, y 7715 órdenes de deportación emitidas contra estos, ello de acuerdo con la base de datos de Trac Immigration. Dana Leigh Marks, presidenta de la National Association of Immigration Judges, basada en San Francisco, rechaza que el sistema judicial migratorio de Estados Unidos actúe de forma discrecional en los casos de esta población en riesgo. Piensa que la responsabilidad de presentar casos fuertes para asilo es de los representantes legales, y dice que si son rechazados pueden recurrir a la apelación. Reconoce, sin embargo, que el gobierno gasta más en acciones de detención y deportación que en mejorar el sistema judicial migratorio: “18.5 billones de dólares al año son destinados a reforzar medidas migratorias, pero menos de dos por ciento va al sistema de la corte de inmigración”, comenta en entrevista telefónica.
El haber conseguido una apelación no es tampoco garantía de estancia en el país. Es el caso de Kimberly Renaud, que a los 17 años emigró de San Pedro Sula como parte de la oleada de 2014. Su familia es cercana al grupo evangélico de Juan Martínez. En entrevista telefónica desde Minnesota, lugar donde reside, la muchacha relata que fue hostigada en su escuela por mareros que entraban en el plantel a cobrar una extorsión mensual al director y acosaban al estudiantado. Bebían alcohol y se drogaban en el exterior.
El líder del grupo la hostigaba al salir de la escuela. En una ocasión la sujetó a la fuerza e intentó besarla; ella le pidió a su novio que la fuera a recoger. Cuando lo hizo, la pandilla los interceptó y los llevó a la fuerza a un callejón. La joven dice que golpearon brutalmente a su novio y abusaron sexualmente de ella. Dejó de ir a la escuela. Su novio la ayudó a emigrar a Estados Unidos pagándole a un coyote. Ella finalmente arribó a Minnesota. Los mareros se vengaron. Activaron su red criminal y localizaron al chico. Kimberly Renaud narra: “A las dos o tres semanas que me vine, las pandillas mataron a mi novio”.
La jueza Susan E. Castro, sin embargo, desdeñó la forma en la que opera la red de pandillas en Honduras para dar con sus víctimas. A la muchacha le dijo que su vida no estaba en riesgo porque podía mudarse de casa. Ordenó su deportación. Su familia está integrada por su madre, que funge como jefa del hogar, y sus hermanos menores. La familia vive en la colonia Rivera Hernández, la misma en la que fue ejecutado Fredy Ortiz Cruz tras ser deportado. El drama no para ahí: su madre tiene cáncer y está desempleada. Cuando acudimos a entrevistarla observamos que las calles estaban vacías y había muchas casas abandonadas. Durante la charla se escuchaban detonaciones aisladas. La señora teme que Kimberly Renaud sea deportada: “Le pido a mi Dios que toque el corazón de esas personas que van a llevar el caso de mi hija”, dice con aflicción.
Las calles de Reparto Lempira, en el sureste de San Pedro Sula, lucen desiertas después de que pandilleros del Barrio 18 enviaron un mensaje exigiendo a los habitantes que abandonaran sus hogares. Pocas personas caminan en las calles, aun con la presencia de la Policía Militar. Foto: Prometeo Lucero.
•••
ESA TARDE, Juan Martínez está sentado afuera de su casa. Desde ahí ve el valle de San Pedro Sula. A lo lejos se distingue la enorme construcción del templo del Ministerio de la Cosecha y, a un lado, la colonia Reparto Lempira. Quince días antes, en esa colonia, los mareros dejaron mensajes de amenazas de muerte en 34 casas de una calle para que las familias las abandonaran al día siguiente. Las casas seguían vacías.
Juan Martínez mira a lo lejos la cancha de baloncesto a la que no puede ir por ser uno de los puntos de reunión de la pandilla. Dice que le advirtieron que no quieren que salga de su casa. Por las noches, mientras tanto, aumentó el número de los que se reúnen detrás de su vivienda para fumar marihuana. Ya son una treintena, relata. Su mamá, que es la jefa del hogar, expresa que ellos quitaron el único foco exterior de la casa. La callejuela sin pavimentar luce en penumbras al anochecer. El muchacho dice que no tienen dinero para mudarse. No quiere irse de nuevo a Estados Unidos, pero si el acoso sube “me tendré que ir”. La niña Suyapa Morales dice por su lado que huirá otra vez.
De esta manera ellos se introducirían una vez más en el círculo del desplazamiento forzado por violencia. El informe Niñas y niños migrantes… señala que del grupo de estudio de 119 menores deportados, 87 por ciento dijo que había emigrado por primera vez, mientras que 13 por ciento era reincidente. De la primera experiencia, 83 por ciento dijo que volvería a hacerlo, y de los reincidentes, 67 por ciento lo harían de nuevo. Carlos Flores asegura que hay casos de menores deportados “tres, cinco, seis veces”.
El pasado 20 de mayo la primera dama de Honduras viajó a Estados Unidos para atender asuntos de sus connacionales detenidos en centros migratorios. Ana María Hernández, acorde al compromiso de su gobierno con el de Estados Unidos de frenar y disuadir el flujo migratorio, a través de un boletín instó a sus compatriotas a no emigrar. Los conminó: “Quédense en Honduras”.
Pero no la escuchan. Luis Méndez, días después de la entrevista, se fugó de nuevo de su casa para salvar su vida y ahora sí tuvo éxito: no fue secuestrado y cruzó la frontera de Texas el 1 de junio pasado. La hermana de Wildin Acosta, de 17 años, migró en abril a Estados Unidos, con su bebé de un año, huyendo de la violencia. Y el hermano de Kimberly Renaud, también de 17 años, migró al país en marzo porque los mareros le pusieron una pistola en la cabeza para que se les uniera. En un mensaje de Whatsapp le pregunto para qué lo quiere la pandilla. “Pedir Renta y Matar”, escribe el adolescente. Así, con mayúsculas.
Con información de Steve Fisher.