Fue
a finales de junio y el año escolar jadeaba de camino a la línea de meta. Me
paré frente a mi escritorio en una secundaria de la Ciudad de Nueva York y miré
los rostros de mis alumnos de tercer año.
Angela
vino a la escuela por primera vez ese año —el 1 de mayo— acompañada de un bebé.
Jésus
había sido reclutado recientemente en una pandilla —por su padre.
Nee-cole
había sido educada en casa el año anterior por su madre dedicada, con problemas
mentales y sin casa, principalmente en un vagón del metro.
Byron,
brillante pero indocumentado, tenía miedo de no asistir a la Liga Ivy porque no
tenía papeles. (Él nunca fue a una universidad.)
Como
muchos profesores, entré al campo motivado por el mito del “profesor heroico”
quien a través de puro esfuerzo y cuidado podía acercarse, educar y ayudar a
niños con problemas. Hollywood no presenta escasez de historias sobre
educadores superhumanos que podían transformar una clase de niños marginados y
enviarlos a la universidad en solo 90 minutos.
Más
que meros iconos de la cultura pop —celebrados en películas como Con ganas de triunfar y La escuela del vicio— ahora están
profundamente incrustados en la narrativa de la reforma educativa, ya sea
Enseñar por América o las escuelas particulares subvencionadas “sin excusas”
como Academia del Éxito y KIPP. Al
enfrentarse con un sistema educativo que de manera consistente les falla a
nuestros niños más vulnerables, los legisladores le apuestan tremendamente a los
profesores heroicos en vez de a las soluciones sistémicas al verdadero
culpable: la pobreza.
Yo
aspiraba a ser un “profesor heroico”, pero, la verdad sea dicha, no pude
acercarme, enseñar o ayudar a la mayoría de mis estudiantes. Al enfrentarme con
su fracaso y el mío, se me agotó la energía con suma rapidez y me fui después
de un solo año.
Tal
vez no tenía lo que se necesitaba, pero de ser así, tengo mucha compañía: 68
por ciento de los nuevos profesores abandonan las secundarias de alta pobreza
en la Ciudad de Nueva York antes de cinco años, ya sea por escuelas con
ingresos más altos o por otras profesiones. Otros distritos con alta pobreza
desde el Colorado rural hasta el cinturón de pobreza de Chicago reportan
estadísticas similarmente deplorables.
Todavía
más alarmante es que la escuela donde enseñé no era una de las clásicas
“fábricas de fracasados”. Era una pequeña secundaria con mentalidad reformista
de la Fundación Gates que prometía hacer mejor y diferente la enseñanza
secundaria. Teníamos profesores dedicados y vigorosos, un director carismático,
un plan de estudios sólido y consejeros solícitos.
Casi
una década después, he seguido el progreso de muchos de mis estudiantes. A
pesar de la meta declarada de la escuela de preparar estudiantes para la
universidad, solo alrededor de la mitad de los muchachos siquiera se graduó de
preparatoria. Hasta donde sé, solo tres de los 92 estudiantes a quienes enseñé
ese año se graduaron a tiempo de la universidad. Muchos de ellos abandonaron
universidades turbias con fines de lucro y cargados de deudas. Otros ya tienen
sus propios hijos a quienes batallan para mantener.
A
pesar de todas las buenas intenciones y los recursos significativos, ¿cómo es
que las cosas salieron tan terriblemente mal? Al mirar atrás, veo las
diferentes acciones que yo como profesor y nosotros como escuela pudimos haber
hecho, y hay gran cantidad de ellas. Pero con el beneficio del tiempo y la
reflexión, he llegado a esta conclusión sencilla: nosotros no les fallamos a
esos niños; les falló nuestra sociedad.
Esto
contradice el pensamiento de muchas personalidades principales en la reforma
educativa, desde Wendy Kopp de Enseñar a América hasta Michelle Rhee, la ex
canciller de escuelas públicas en Washington D.C. En palabras de Eva Moskowitz,
directora ejecutiva de las Escuelas Particulares Subvencionadas de la Academia
del Éxito, “hay un mito en este país de que la pobreza y la raza son barreras
avasalladoras para la capacidad de aprendizaje de un niño”. Esta idea de
arreglar primero las escuelas y la pobreza se arreglará por sí sola tiene
buenas intenciones y rebosa del espíritu estadounidense de que puede hacerse,
pero no es la bala de plata que prometen.
El
debate de la reforma educativa sigue demasiado enfocado en las escuelas y los
profesores como las soluciones únicas. Año tras año, los profesores enfrentan
el daño colateral de una pila de problemas sociales de los que ellos no son
responsables: encarcelación masiva, políticas de inmigración punitivas,
salarios y vivienda inadecuados y un sistema de salud malo, todos ellos apuntalados
por el racismo institucional.
Esto
no es una amenaza ociosa a solo los márgenes de nuestra sociedad. En 2013, 51
por ciento de los niños en escuelas públicas estadounidenses calificaban para
almuerzos gratuitos o rebajados, la cota de referencia de las familias de bajos
ingresos; eso está arriba del 38 por ciento en 2000.
Fijar
nuestras esperanzas en individuos con capacidades sobrehumanas no es una
estrategia para arreglar un sistema averiado. No importa cuán dedicado sea el
profesor, cuán bien planeada esté la lección, cuán brillante sea la laptop, no
seremos capaces de educar eficazmente a nuestros estudiantes más vulnerables
cuando están obstaculizados por la pobreza y sus problemas de asistencia. Todos
esos elementos pueden ayudar, pero incluso en las escuelas más ambiciosas, hay
un límite de hasta dónde pueden llegar.
Muchos
miran a las escuelas particulares subvencionadas KIPP con su enfoque total en
mejor reclutamiento, instrucción y apoyo a profesores en busca de respuestas.
KIPP correctamente presume su tasa de graduación de universidades de 44 por
ciento, la cual muchos consideran como uno de los resultados más prometedores
del movimiento reformista. (La tasa promedio para los niños de bajos ingresos
que obtienen grados universitarios es cercana a 9 por ciento.) ¿Impresionante?
Absolutamente. ¿Pero qué hay del otro 56 por ciento?
Sabemos
que esos estudiantes no tendrán una oportunidad decente del sueño americano ya
que 65 por ciento de los empleos requerirán de educación posterior a la
secundaria para 2020. Sumándose a la preocupación, los índices de pérdida de
profesores en las escuelas privadas subvencionadas por lo general es todavía
más alto que en las escuelas públicas tradicionales.
Hay
mucho más que podemos hacer fuera del salón de clases. He aquí dos soluciones
sistemáticas y bien investigadas a las que se presta poca atención en el debate
actual.
Escuelas integradas: Nuestras escuelas hoy día están tan
segregadas como lo estaban en 1968. Motivados por miedos racistas, hemos creado
un sistema de escuelas parecido al apartheid: escuelas buenas para niños
blancos y escuelas malas para niños morenos.
Décadas
de investigación muestran que cuando niños de bajos ingresos asisten a escuelas
de ingresos más altos, les va mucho mejor y a los niños de clase media no les
va peor.
En
una señal esperanzadora, la Fundación Century acaba de publicar un informe
convincente en el que describe a más de 90 distritos y escuelas particulares
subvencionadas en 32 estados que rechazan esa tendencia y diversifican las
escuelas de acuerdo a líneas socioeconómicas y raciales.
Atacar la pobreza infantil: La pobreza es la verdadera fuente de
fracaso educativo, no los “profesores holgazanes”, los “muchachos malos”, los
“padres indiferentes” o los “planes de estudios flojos”, así que debemos
abrazar políticas para reducirla.
Muchas
medidas —como implementar sueldos que alcancen para vivir, una reforma
inmigratoria y terminar con la encarcelación masiva— no aumentarán los
impuestos e incluso podrían disminuirlos.
Luego,
imagine si halláramos la voluntad política para gastar dinero en iniciativas
prometedoras como educación de alta calidad y universal previa al jardín de
niños, vivienda asequible y mejor atención a la salud de los pobres.
¿Demasiado
costoso, dice usted? De alguna manera, rascamos $3 billones de dólares para dos
guerras ineficaces y gastamos $60,000 millones de dólares anualmente en costos
carcelarios.
Debemos
ampliar el debate de la reforma educativa más allá de lo que pasa dentro de las
cuatro paredes del salón de clases. Los profesores pueden y harán su parte para
mejorar nuestras escuelas con más problemas, pero hasta que promulguemos
reformas sistémicas más amplias, estaremos atrapados en un ciclo de fracaso.
Para
decirlo sencillamente, el país más rico del mundo debería dejar de esperar que
los profesores heroicos de Hollywood sean los únicos que resuelvan nuestra
crisis educativa y crear políticas que resulten en menos niños pobres que
educar.