Wall Street tal vez sea el saqueador insensible del sueño
americano, pero por lo menos tiene sentido del humor. Los tíos en camisas
Turnbull & Asser bañadas de sudor que comercian derivados climáticos tienen
que saber cuán absurdo es lo que hacen para ganarse un dólar, pero siempre y
cuando no sean el remate, el chiste sigue.
En años recientes, el dinero y la influencia han migrado
de Wall Street a Silicon Valley, hogar de la economía digital y de aquellos
dispuestos a lanzar miles de millones en compañías recientes y prometedoras a
medias de entrega de kombucha. Este es un desarrollo descorazonador para
quienes nos gusta reír, porque a Silicon Valley no le sirven las risas, las
cuales parece considerar como una ineficiencia del mercado. A pesar de cuánto
se habla de las aplicaciones que “deleitan”, la falta de humor planea sobre el
mundo tecnológico como la neblina en el Área de la Bahía. Los chicos
financieros se avivaban a sí mismos —o por lo menos solían hacerlo, me han
dicho fuentes confiables— con viajes a Scores, montañas de cocaína y albercas
inflables de ginebra. En Silicon Valley, los programadores temen desviar la
vista de sus monitores, satisfaciéndose con jarras de Soylent. Su
representación cinemática provendrá de Ridley Scott.
Silicon Valley, la serie de HBO cuya tercera temporada se
estrenó el 24 de abril, es el intento más serio de la televisión de reírse de
los ninjas del código sin los cuales tendríamos que vivir en un mundo análogo
sin gracia. La serie fue creada por Mike Judge, el Zeus de cuyo cerebro surgió
Beavis and Butt-Head, en la que usó a unos jóvenes desafortunados para burlarse
de la sociedad estadounidense a la par que se burlaba de esos jóvenes
desafortunados.
Casi 25 años después de que el Gran Cornholio exigió por
primera vez papel para su trasero, la fórmula de Judge no ha cambiado en
esencia, con cuatro miembros de la compañía incipiente de compresión de
archivos Pied Piper viviendo en la destartalada casa de rancho de un marihuana
—perdón, el colectivo residencial de programación— en Palo Alto, California. En
la primera temporada de Silicon Valley, Pied Piper ganó TechCrunch Disrupt, el
equivalente en Silicon Valley de una medalla de oro olímpica. En la segunda
temporada, eludió una demanda del gigante corporativo Hooli (o sea, Google) y
parecía haberse librado de la muerte, gracias a capital de riesgo.
He visto los primeros tres episodios de la tercera
temporada de Silicon Valley, y en mi opinión, no varían mucho en tono ni
temática de los 18 episodios que los presidieron. El fundador de Pied Piper,
Richard Hendricks (un nervioso Thomas Middleditch siempre vestido con una
sudadera a la Zuckerberg) ha sido depuesto por los inversionistas como director
de la compañía, remplazado por Jack Barker, un tecnócrata de gafas y mediana
edad en Brooks Brothers, de voz nasal y ásperamente arrogante.
El nuevo jefe es interpretado por el adorable Stephen
Tobolowsky, haciendo aquí una personificación soberbia de Eric Schmidt, quien
estuvo a cargo en 2001 de convertir al Google “no seas malo” en un gigante
corporativo mundial que herviría gatitos vivos por una porción del mercado.
Pied Piper otrora soñó con acelerar radicalmente el intercambio de información
con su revolucionario algoritmo de compresión; Baker explica a sus jóvenes
subalternos que su idea será difícil de llevar a cabo y aún más difícil de
vender. Él tiene un plan más sensato: en vez de comprimir datos, Pied Piper los
almacenará en una caja. O sea, una caja física, ubicada en una granja de
servidores. No es sexy, pero escalará. Resulta que, aún peor que un sueño
aplazado, es un sueño bien financiado.
LOS PLÁSTICOS: Aun cuando
Silicon Valley de Judge es un intento de reírse de la nueva generación tecno
por lo demás carente de humor, deja sin oír a las mismas voces que el verdadero
Silicon Valley no deja oír. FOTO: JOHN P. FLEENOR/HBO
Silicon Valley mantiene las cosas ligeras, y en el estilo
de Judd Apatow, es sana incluso cuando es lasciva, lo cual principalmente
involucra chistes sobre la masturbación, corchos efervescentes y chistes
étnicos suaves y trillados, usualmente a expensas de los asiáticos. Pero la
ligereza también es una debilidad, jalando a Silicon Valley hacia lo bobo cada
vez que parece estar en la cúspide de un entendimiento sobre por qué las
colinas al sur de San Francisco se han vuelto objeto de la fascinación,
ambición y envidia mundial.
En una escena crucial en el segundo episodio de la tercera
temporada, Hendricks enfrenta a Baker, acusándolo de ser un intruso con la
intención de destruir a Pied Piper, la cual tiene que ser el “estándar global
de compresión y almacenamiento de archivos”, una tecnología a la par de la
penicilina. “La gente que no tiene nada súbitamente podría tener acceso a
todo”, dice Hendricks. “Sabes, todos en esta industria, dicen que quieren hacer
de este mundo un mejor lugar, pero nosotros sí podríamos hacerlo en verdad.
Podríamos hacerlo, y ganar miles de millones de dólares”.
Tengo dos quejas sobre este discurso breve. La primera es
que se dice en un establo, mientras dos caballos copulan fuera de la pantalla.
(También lo hacen en la pantalla: oh, las dichas del cable.) La yuxtaposición
es divertida pero chabacana, disminuyendo la fuerza de la escena.
El problema más profundo es que Hendricks, a quien Judge
rellena con todo estereotipo tecno, desde el tartamudeo ansioso hasta la
combinación incómoda de idealismo y ambición. Ya sea que Silicon Valley quiere
hacer del mundo un mejor lugar, según dice el cliché, o ganar un mil millones,
como lo sugieren los informes financieros a la Comisión de Bolsas de Valores,
es una cuestión compleja, y no hay razón por la cual una comedia no pueda
abordar cuestiones complejas. Dave Eggers, en su brillante sátira a Silicon
Valley en El círculo, lo hizo. Sin embargo, Judge piensa que el sexo equino
puede hacer el trabajo duro de la crítica social. No lo hace.
Barker se burla del idealismo de Hendricks, explicando que
“el producto de Pied Piper son sus acciones. Y cualquier cosa que haga subir el
valor de esas acciones, eso es lo que vamos a hacer”. Las valoraciones son de
hecho lo que anhela Silicon Valley, enfatizando la diferencia filosófica entre
valoración y valor. Por ejemplo, ¿cómo la compañía de pruebas biomédicas
Theranos podría haber sido valuada en 9000 millones de dólares cuando su
tecnología no vale? ¿Por qué Uber está valuada mucho más alta que Lyft, cuando
el servicio de las dos compañías para compartir autos es idéntico? La escena de
los caballos fornicando es emblemática de Silicon Valley, la cual se tambalea
entre lo serio y lo bobo a una velocidad desconcertante. Judge claramente ha
madurado, pero todavía le gusta un chiste de pitos.
Las mujeres no se vuelven famosas en Silicon Valley con
frecuencia: ¡tienen que ser más agresivas, muchachas! Nicole Jones es una
excepción, aunque por una razón desafortunada. En 2015, se reportó que ella y
sus dos hijos pequeños vivían en un garaje en San Mateo, el cual ella había
equipado como un estudio y lo rentaba por 1000 dólares al mes. Al parecer,
vivir en un garaje es común en Silicon Valley, ya que son cuatro o cinco
familias compartiendo una casa para una. Esto ha aumentado la densidad de
ciertos vecindarios, llevando a un problema que ni siquiera Silicon Valley ha
resuelto: la escasez de estacionamiento.
Entiendo las quejas de los residentes desde hace mucho
tiempo: los Tesla no son pequeños. Pero hay presiones tremendas operando,
desatadas por algunas de las mismas personas que ahora lamentan la crisis de
estacionamiento. Como lo explicó un defensor de la vivienda en una carta al San
Jose Mercury News, esa ciudad tiene un índice de desocupación de 0.2 por
ciento, el más bajo en EE. UU. “Se requiere de un salario de 54 dólares la
hora, o 112 500 dólares al año, para costearse el apartamento común de dos
habitaciones y dos baños en San Jose”, señaló el escritor. Los baristas y
cajeros del Centro Comercial Stanford no ganan precisamente eso.
Oí por primera vez sobre los problemas de estacionamiento
de San Jose de parte de AnnMarie Zimmermann, quien administra la Cocina Familiar
Loaves & Fishes, en el empobrecido lado este de la ciudad. En el camino
allí, manejé frente a un pequeño campamento de indigentes; uno mucho más
grande, la tristemente célebre Jungla, fue desmantelado recientemente, ya que
San Jose trata de atraer a las compañías tecnológicas que huyen de las
secciones más costosas de Silicon Valley. Al dejar el área más tarde, manejé
frente a los campus de las compañías tecnológicas, cajas de vidrio con
estacionamientos amplios al frente. Aquí uno pasa de la pobreza a la
prosperidad con fluidez, casi sin notarlo.
Este contraste es comúnmente llamado desigualdad, aunque
es más cercano a la irrealidad. Silicon Valley ha creado un mundo digital de
eficiencias racionales, pero la gente que uno ve empujando carritos de compras
por la cuneta de la Interestatal 280 es tercamente análoga. Hay visionarios en
Silicon Valley resolviendo cómo almacenar la luz solar en baterías mientras que
otros, no agraciados con el espíritu visionario, pasan la noche encendiendo
fuegos con pilas de basura.
Los pobres son tan invisibles en Silicon Valley como lo
son en Silicon Valley. Tal vez sea mejor así, ya que el contacto entre las dos
culturas ha tendido a terminar en catástrofe. Previamente este año, el “hermano
tecno” Justin Keller escribió una carta abierta al alcalde de San Francisco en
la que se quejaba: “Yo no tendría que ver el dolor, la lucha y la desesperación
de la gente sin hogar al ir y venir de mi trabajo todos los días”. El pecado
más grande de él no fue la insensibilidad sino la honestidad. Él dijo lo que
muchos aquí sienten y murmuran, pero no tienen el valor de tuitearlo.
Zimmermann otrora fue una ejecutiva tecnológica de alto
rango. Ella me dice que la cocina “salvó su alma”, incluso si le pagan una
fracción de lo que ganaba antes. Ella es parte de un grupo pequeño pero potente
de activistas de Silicon Valley, gente que hace trabajos poco glamorosos que
HBO probablemente no celebrará.
Ellos sí tienen un importante libro nuevo: De-Bug: Voices
From the Underside of Silicon Valley, historias orales editadas por Raj Jayadev
y Jean Melesaine, organizadores de los servicios sociales sin fines de lucro
Silicon Valley De-Bug. Las historias son cortas y brutales. Cecilia Chavez
escribió sobre su padre, un jornalero. “No lo engañes para que haga tu trabajo
si no tienes intención de pagarle, como muchos otros lo han hecho”, suplica
ella. “K.S.” es un miembro de la calumniada tribu de pepenadores de metal.
“Pero no te confundas”, dice él. “Yo no robo o vandalizo; tomo y mantengo
limpio el medioambiente”.
De-Bug sería un entretenimiento más sofisticado que
Silicon Valley. Tal vez no sería una comedia, pero cómica en una escena y
trágica a la siguiente, tan deprimente y cautivadora como el clima de la costa
norte de California.
Silicon Valley como lugar es mucho menos atractivo de lo
que es como idea. La tierra es verde pero anodina, como el terreno de un
videojuego desarrollado parcialmente. Al manejar a lo largo de Sand Hill Road,
uno nunca sabría que detrás de sus setos trabajan duro quienes mueven los hilos
del capital mundial. Sospecho que lo quieren así, no sea que alguien simpatice
demasiado fervientemente con Bernie Sanders.
En su marco suburbano y las ambiciones de pertenecer al
sistema de sus protagonistas, Silicon Valley es una comedia tradicional
estadounidense: Leave It to Beaver con Javascript y yerba con coca. Y como sus
predecesoras, Silicon Valley obedientemente ignora las partes rebeldes de la
vida estadounidense. A veces es muy divertida. Sólo desearía que se atreviera a
ser un poco más perturbadora.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek