Gina Mullin siempre conserva chocolates en la gaveta del
escritorio para recuperar energías por la tarde, pero hace unos años, cuando
recibía quimioterapia, los bocaditos “Hershey’s kisses” dejaron de tener buen
sabor. “Ni siquiera podía tragar”, recuerda. “Así de mal estaba”.
La mujer de 50 años y madre soltera de tres niñas, fue
diagnosticada con cáncer de mama en estadio II en 2005. Al cabo de siete años,
el cáncer regresó, afectando su cerebro, hígado, pulmones y columna vertebral,
y los médicos dijeron que necesitaría quimioterapia cada tres semanas por el
resto de su vida. Un tratamiento tan agresivo acarrea muchos cambios, pero
Mullin, que antaño fuera una cocinera doméstica muy prolífica, revela que uno
de los más difíciles ha sido la disminución del placer de la comida. Años de
ciclos terapéuticos han incidido en sus sentidos del gusto y el olfato. Todo
cuanto come ahora necesita más especias, azúcar y sal, y muchas veces ni
siquiera eso basta para hacer que la comida resulte apetecible. Todos los
meses, a pocos días de la quimioterapia, su boca se inunda de un sabor metálico
que hace del acto de comer una obligación.
Esta privación del gusto no suele ser prioridad para los
médicos que tratan a pacientes, como Mullin, con padecimientos a menudo
mortales que derivan en problemas aun más debilitantes, como pérdida de
destrezas motoras, memoria, y cognición. Pero el problema de ese déficit
sensorial no es, simplemente, que las hamburguesas tengan gusto a cartón, sino
que puede acabar por completo con el apetito y ocasionar que los pacientes
pierdan peso, precipitar sentimientos de depresión y aislamiento, y conducir a
desnutrición y anorexia. Y también puede convertirse en un problema de salud
grave para el cual no hay solución en la actualidad. “No me ofrecieron
sugerencia alguna”, dice Mullin, acerca de sus médicos. “Cuando perdí peso, a
veces decían, ‘Sabes, siempre puedes recurrir a los jugos. Puedes beber sin
tener que comer’”.
Mullin es una de millones de personas que, en algún
momento, experimentan pérdida del gusto y el olfato. Además de los pacientes
sometidos a tratamientos anticancerosos, el problema también se presenta a
menudo en personas con trastornos que afectan el sistema nervioso central,
incluidas las enfermedades de Alzheimer y Parkinson, lesiones cerebrales
traumáticas, esclerosis múltiple, y epilepsia. Y a veces, el déficit es simple
consecuencia del envejecimiento. Un estudio reciente, publicado en Journal of
the American Geriatric Society, en el que participaron 3,000 adultos, sugiere
que hasta la mitad de la población de ancianos tiene pérdida del sentido del
gusto; y es muy poco probable que estén recibiendo ayuda para su problema.
SABOREAS CON EL CEREBRO
La mayoría de las personas cree que las papilas gustativas
son responsables de la experiencia placentera (y ocasionalmente, repugnante) de
comer y beber. No obstante, esos diminutos paquetes nerviosos solo forman una
pequeña parte del espectáculo. Las papilas gustativas proporcionan apenas un
aspecto unilateral de la experiencia de comer. Cuando los alimentos se
descomponen y disuelven en la boca –mediante la masticación y la adición de
saliva, las partículas (moléculas sápidas) entran en contacto con los
receptores gustativos que detectan sabores dulces, salados, agrios, amargos, y
umami (sabroso). Y dichos receptores envían información al centro gustativo del
cerebro.
Mas eso es solo parte de la compleja ecuación que hace de
comer un placer extático. Cuando comemos algo, la información obtenida del
olfato, el gusto, la audición, la vista y el tacto se combina en la corteza
orbitofrontal, centro de procesamiento frontal de los cinco sentidos. Esos
fragmentos de información se integran para formar la percepción cerebral del
sabor.
Un ejercicio útil es la “prueba de oclusión nasal”,
sugiere el Dr. Gordon Shepherd, profesor de neurociencias en la Escuela de
Medicina de la Universidad de Yale. Aprieta la nariz con tus dedos y luego,
mete en tu boca un caramelo de sabor frutal. Lo más probable es que solo
experimentes la dulzura del caramelo, pero no su sabor distintivo e intenso (como
naranja, cereza o fresa/frutilla). “Sin embargo, cuando sueltas tu nariz, el
sabor integrado en el caramelo inunda inmediatamente tu cerebro”, dice
Shepherd. El sabor del caramelo se completa cuando su aroma se transmite de la
parte posterior de la boca y pasa a través de la cavidad nasal, lo que Shepherd
llama “olor retronasal”.
En cualquier caso, todos sabemos que el olor es
indispensable para disfrutar de la comida, y una estadística citada muy a
menudo es que es responsable de 75 a 95 por ciento del sabor. Esto se vuelve
muy evidente para quienes han perdido parte o toda la función olfativa, apunta
Shepherd. “No tienen percepción del olor, pero lo más perturbador es que la
comida no tiene más sabor que dulce, salado, agrio, amargo, determinado por las
papilas gustativas”.
Shepherd, quien ha estudiado el sistema olfativo desde la
década de 1960, halló que el bulbo olfatorio organiza las moléculas de olor de
la misma manera como la retina organiza y presenta los campos visuales, para
luego enviar las señales por el nervio óptico al cerebro, que las recompone en
lo que vemos. “En esencia, cuando recibimos estímulos de moléculas que componen
lo que llamamos ‘olor’, estas crean en el cerebro lo que denomino una imagen
odorífera, o imagen de olor”.
En otras palabras, el cerebro crea sabores. “La comida
tiene ciertos elementos con los que trabaja el cerebro para crear lo que
percibimos y llamamos sabor, y eso es lo que nos atrae a la comida”, explica
Shepherd. Es una adaptación que nos mantiene vivos: Homo sapiens come porque la
comida sabe bien. “Empecé a darme cuenta de que los humanos podrían estar
especialmente adaptados al sabor de la comida que comen”, agrega. La corteza
orbitofrontal, la región cerebral responsable del sabor, también está vinculada
con el aprendizaje, la memoria, la emoción, la cognición, y el lenguaje, lo
cual apunta a que la percepción del sabor podría ser una pieza crítica para
muchas de nuestras funciones cerebrales superiores.
Las décadas de trabajo de Shepherd han abierto camino a un
creciente campo de investigación en neurociencias, llamado neurogastronomía
(término acuñado en un artículo publicado en Nature, en 2006), el cual busca
entender la manera como los cinco sentidos participan en la percepción del
sabor, y las consecuencias de perder esta capacidad. Hoy día, Shepherd se
alegra de ver que lo que comenzó como un área de investigación ambiciosa para
neurocientíficos académicos, se transforma rápidamente en una obsesión para
muchos clínicos y chefs.
LA RECETA DE COMIDA
Dan Han, jefe de servicios neuropsicológicos de la
Universidad de Kentucky, dice que hace poco recibió a un nuevo paciente que
padecía de pérdida del gusto y del olfato. El hombre ya había consultado con
una docena de médicos, y ninguno pudo explicar por qué sus hamburguesas con
queso sabían a papel de aluminio, y sus sodas de naranja parecían una mezcla de
gasolina con burbujas. Unos seis años antes, el hombre sufrió un traumatismo
cerebral durante un accidente automovilístico, el cual dañó la sección olfativa
de su encéfalo. Han explicó al paciente que el accidente lesionó el bulbo
olfatorio. Esa parte del cerebro puede sanar tras un golpe violento, pero a
veces deja tejido cicatricial que distorsiona permanentemente el sentido del
olfato y en consecuencia, la experiencia de comer y beber.
La primera vez que Han se interesó en el poder de la
percepción gustativa fue en 2012, cuando asistió a una conferencia en Montreal.
Cuando Han, aficionado a la comida, pidió recomendaciones para salir a cenar,
todos sugirieron Joe Beef, un lujoso gastropub que figuró en el popular
programa de Anthony Bourdain, “Parts Unknown”, y uno de los nombres en la lista
Pellegrino 2015 de los 100 mejores restaurantes del mundo. Debido a una
confusión con las reservaciones, Han y sus colegas neurocientíficos no pudieron
sentarse a cenar sino hasta las 10 p.m. Para entonces, había bajado la
actividad en la cocina, y el copropietario y co-chef, Fred Morin, estaba
haciendo rondas en el comedor. Resultó que Morin tenía fascinación con la
neurociencia y antes que el grupo se diera cuenta, se sentó a la mesa, sacó un
montón de bebidas y se puso a hablar del cerebro. Hacía poco, a recomendación
de su médico, había comprado un ejemplar del libro de Shepherd,
Neurogastronomy: How the Brain Creates Flavor and Why It Matters.
Morin y Han se dieron cuenta de que había una oportunidad
de colaborar. Los dos se preguntaron qué pasaría si juntaban a los mejores
neurocientíficos del mundo con los mejores expertos culinarios del planeta.
¿Podrían beneficiar a las personas que sufrían en silencio sentadas a la mesa
del comedor? Era una idea novedosa, dice Morin. En circunstancias normales, “la
única manera como la comunidad científica colaboraría con el mundo culinario
sería para organizar un evento de recaudación de fondos”. De modo que aquel par
hizo un pacto: si Han lograba despertar el interés de los clínicos y
científicos, Morin reuniría a los chefs.
Después de aquella velada regada de champaña, Han regresó
a Lexington deseoso de averiguar más sobre la prevalencia clínica de la pérdida
del gusto y el olfato, y sobre lo que estaba haciendo la ciencia médica al
respecto. Transcurridos dos años, Han, Morin y otros expertos en los campos de
artes culinarias, ciencias gastronómicas, agricultura y medicina, formaron la Sociedad
Internacional de Neurogastronomía, y con base en el trabajo pionero de
Shepherd, el grupo declaró que su misión era “promover la neurogastronomía como
un arte, una ciencia, y una profesión de la salud, para mejorar la calidad de
la vida humana, y para generar y diseminar el conocimiento de las relaciones
cerebro-conducta en el contexto de la gastronomía”. En noviembre, los miembros
celebraron su primera reunión de consejo y simposio, atrayendo expertos de todo
el mundo.
El trabajo inicial ha instigado proyectos de muchos tipos
de especialistas con interés en la neurogastronomía clínica, como Edna
Schneider, especialista clínica en comunicación neurogénica del Centro Médico
Langone, en la Universidad de Nueva York, quien trabaja sobre todo con pacientes
que han recibido contusiones cerebrales. Schneider dice que muchos pacientes
sufren de déficit olfatorio, y que diversas investigaciones demuestran que las
personas que sufren una lesión cerebral traumática, aunque sea leve, pueden
experimentar cierta pérdida del olfato. Un estudio publicado en Brain Injury,
en el que participaron 49 pacientes, reveló que 55 por ciento tenía disminución
del sentido del olfato.
El trabajo de Schneider se enfoca en el uso de la memoria
para estimular los sentidos del gusto y el olfato. La idea subyacente es que
todos empezamos a experimentar el sabor de la comida antes que ingrese en la
boca, algo conocido como etapa anticipatoria o pre-oral. Schneider selecciona
un sabor u olor picante, como la menta, e indica al paciente que pase toda la
semana con ese sabor. Para ello, debe oler hojas frescas de menta, beber té de
menta, añadir saborizante de meta a los alimentos, y cocinar con menta. Así
mismo, pide al paciente que lleve un diario donde detalle los recuerdos del
sabor y el olor, pues cree que lo que comemos también tiene nexos con emociones
profundas. Schneider dice que el diario, combinado con la exposición al sabor y
el olor, parece fortalecer la confianza de sus pacientes para disfrutar de la
comida. “Cocinan más. Reciben más invitados, porque se sienten más cómodos con
la comida y la interacción social”, informa. Y eso, a su vez, conduce a una
mejor calidad de vida.
Entre tanto, Morin se dedica a movilizar lo que considera
la mejor arma para combatir el déficit del gusto: los chefs. “Hay gente que
puede ‘dar’ apetito; son como encantadores de estómagos”, dice Morin. Pero el
problema es que “estas personas están en los restaurantes, y no en los
hospitales”. Por ello, está negociando con compañías de servicios gastronómicos
para desarrollar comidas preparadas con ingredientes dirigidos a responder la
pérdida de olfativa y gustativa de los pacientes. A continuación, las comidas
podrían distribuirse a los pacientes como una alternativa a los alimentos
convencionales de los hospitales.
Morin también ha desarrollado una especie de receta médica
para adecuar los alimentos a los individuos con discapacidad olfativa y
gustativa. Durante el simposio, Morin y otros chefs hicieron una demostración:
tomaron una sopa insípida de patatas, arquetipo del potaje servido a un
paciente convaleciente en un hospital, y luego la arreglaron con algunas
verduras y piel de pollo sazonada con especias para barbacoa. Tiene una visión
clara de lo que funciona mejor para ayudar a mantener el apetito de quienes han
perdido el gusto y el olfato. Por ejemplo, dice que debe enfatizarse la
preparación de alimentos con una textura agradable. Así que prepara una carne
blanda con mucho tejido conectivo y colágeno, como paletilla de cordero
estofada lentamente. También evita los ingredientes que contengan químicos que
pueden causar sensaciones específicas como frío, calor, cosquilleo y picor. La
menta, los chiles jalapeños y la carbonación, por mencionar algunos ejemplos,
causan lo que se conoce como irritación quimiosensorial: la detección de
irritantes químicos en la nariz, la boca y la piel. Este sistema sensorial
actúa de manera independiente del olfato y el gusto, y es mediado por el nervio
trigémino, el cual transmite sensaciones de la cara hacia el cerebro. Para una
persona con pérdida del gusto y el olfato, un alimento como salsa de soja
condimentada con wasabi o chiles frescos no se integra adecuadamente con el
sistema olfatorio o gustativo, y solo causa irritación.
También es importante cómo se sirve la comida. No hace
falta ser un genio culinario ni tener un doctorado en neurociencias para
entender que la presentación vuelve más apetitosa la comida, y muchas
corporaciones ganan miles de millones de dólares desarrollando envases
llamativos y astutos para alimentos que, por sí solos, son poco tentadores.
Morin dice que un emplatado estético y un servicio complaciente son
fundamentales para crear una experiencia gastronómica disfrutable. El ambiente
adecuado para quienes tienen problemas de percepción olfativa y gustativa es
“alegre y bullicioso”, agrega. La comida resulta mucho mejor cuando se sirve en
el centro de la mesa, como en familia, y requiere de cierto armado para que la
cena sea una experiencia más interactiva; por ejemplo, los platos deben servirse
con una selección de condimentos, a fin de que todos los comensales puedan
elegir los que deseen. “A veces, recibir tu propio plato es un poco como ser el
centro de atención. Estás en cámara, y si no te lo terminas, la gente te mira”.
Charles Spence, profesor de psicología experimental en la
Universidad de Oxford, está investigando la forma como el color del plato puede
influir en que la persona coma solo un poco o termine toda la ración. Por
ejemplo, dice que su investigación demuestra que las personas califican el
helado como 10 por ciento más dulce y 15 por ciento más sabroso cuando se sirve
en un plato blanco que en un plato negro. En el mundo real, es común que se
ignore el impacto del color del plato y los utensilios en el apetito, y los
resultados son potencialmente desastrosos. Un ejemplo: algunos hospitales del
Reino Unido tienen un “régimen de bandeja roja”, lo cual significa que los
pacientes que han sido preparados para procedimientos específicos reciben sus
alimentos en bandejas rojas. Eso indica a los proveedores de salud que esa
persona requiere de atención especial. Sin embargo, el rojo es, posiblemente,
el peor color imaginable para fomentar el consumo de alimentos. Según un
estudio publicado en 2013, en la revista Appetite, cuando las personas recibían
sus comidas y bebidas en platos y vasos rojos, reducían su consumo calórico
hasta en 40 por ciento, incluso cuando los investigadores cubrían el plato con
chocolate. Los científicos aventuraron la hipótesis de que los platos rojos tal
vez hacían que los individuos comieran menos porque el color se relaciona,
universalmente, con señales de alto y peligro.
Gran parte del trabajo en integración sensorial y
percepción del sabor se ha llevado a cabo en laboratorios, que son ambientes
artificiales y altamente controlados. Y Spence quiere cambiar esta situación.
Describe su labor como “abandonar el estudio de escaneos cerebrales de
percepción gustativa para adoptar una gastronomía más realista”. Ha dado a su
estrategia el nombre de “gastrofísica”, un enfoque multidisciplinario que se
apoya en la economía, la psicología, la ciencia sensorial y la ciencia
gastronómica. “Se trata de hacer pruebas a las personas en hospitales, en
cafeterías, en restaurantes y en sus casas, para ver si esos ambientes son realmente
importantes”, explica Spence. Está realizando una investigación con Sant Joan
de Déu, hospital pediátrico de Barcelona, España. Sucede que los niños
sometidos quimio y radioterapia suelen negarse a comer porque, para ellos, la
comida sabe a metal, de modo que Spence y su equipo están probando si los
platos de ciertos colores pueden motivarlos.
También sospecha que los pacientes podrían responder mejor
al sabor metálico si lo experimentaran mucho antes de iniciar el tratamiento
anticanceroso. Sería como ir de excursión en California usando una máscara de
altitud de entrenamiento, la cual reduce el flujo de oxígeno, a fin de
aclimatarte a los niveles bajos de oxígeno antes de intentar una escalada en el
Himalaya. En el caso de los pacientes con cáncer, el asunto sería introducir el
sabor metálico en un ambiente cómodo, como el hogar o un restaurante, de manera
que no se “asocie con dolor, estrés y sufrimiento”, explica Spence. “Al
exponerlos por primera vez al sabor metálico, lejos del contexto hospitalario,
¿podrían los pacientes percibirlo de otra manera?”. A tal fin, está
desarrollando dicho sabor metálico con Jozef Youssef, un chef afamado por sus
experiencias gastronómicas experimentales y multisensoriales.
DINERO DE TU PANZA
Quienes participan del campo de la neurogastronomía
sienten afinidad con los sexólogos pioneros William Masters y Virginia Johnson.
En las décadas de 1950 y 1960, esa pareja cambió para siempre nuestra
comprensión de la sexualidad humana en una época en que los pacientes se avergonzaban
de la disfunción sexual, cosa que por entonces no se consideraba un problema
clínico. “Masters y Johnson dijeron, ‘No, esto es la ciencia de la vida’”, dice
Han. “Y al cabo de 40 o 50 años, no solo es una ciencia legítima, es una
industria billonaria”.
El mundo de la medicina está aceptando, poco a poco, que
la capacidad de un paciente para disfrutar de la comida no solo es importante,
sino que probablemente hay mucho dinero en la neurogastronomía. Han y su
colega, Tim McClintock, profesor
de fisiología en la Universidad de Kentucky, están colaborando en una
investigación que podría conducir al desarrollo de productos farmacéuticos que
revertirán la pérdida del gusto y el olfato.
El procesamiento olfatorio inicia en el epitelio, un
fragmento de tejido en la parte posterior de la nariz, el cual alberga neuronas
sensoriales (o receptores). Cada una contiene proteínas que se adhieren a las
diferentes moléculas odoríferas que pasan flotando. Y McClintock ha
desarrollado una prueba capaz de detectar cuáles de los 1,100 receptores
odoríferos de un ratón se activan con ciertas moléculas odoríferas. Todavía
está buscando la manera de convertir esa prueba en una versión para humanos. Lo
ideal sería introducir los 350 receptores olfatorios humanos en el genoma del
ratón para realizar la misma prueba; y aunque costoso, es posible. La
investigación podría aplicarse para desarrollar fármacos que mejoren el sabor
de quienes sufren de pérdida gustativa u olfatoria.
No obstante, la investigación también sugiere una manera
de alterar el sabor de personas con funciones gustativa y olfativa normales.
“Una de las cosas para las que se usará nuestra tecnología, eventualmente, es
para transformar el desarrollo de sabores nuevos, sabores mejorados, y de una
manera más amplia, olores nuevos, y nuevos modificadores de olores”, informa
McClintock.
Tomemos el caso del durián, un fruto que se consume
comúnmente en el sureste asiático. Es conocido por su olor tan desagradable que
ha sido proscrito del sistema de transporte masivo de Singapur. Pero sucede que
el durián es excepcionalmente nutritivo. McClintock dice que, un día, el durián
podría conducir al desarrollo de bloqueadores de ciertos receptores que
participan en la detección de esos malos olores, volviéndolo instantáneamente apetitoso.
Las posibilidades de semejante adelanto son infinitas; y el futuro de la
gastronomía algún día podría hacer que el brócoli tenga gusto a chocolate.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek