UNA LLUVIOSA MAÑANA del otoño de 1993, Antonio House tomó una decisión que lamentaría para siempre. House, quien había cumplido 19 años hacía dos meses, era miembro de la pandilla Unknown Vice Lords, en el South Side de Chicago, y su tarea era vender drogas para los Lords. Cuando acudió a su esquina aquel día, un compañero pandillero fue a decirle que el jefe quería que se instalara en unas vías de ferrocarril cercanas. Cuando House llegó, se dio cuenta de que le habían pedido que sirviera de vigía, y en una decisión que cambiaría el rumbo de su vida, se quedó allí. Unos momentos después escuchó ocho disparos. Su jefe acababa de matar a dos miembros de una pandilla rival.
House se alejó conduciendo rápidamente; más tarde diría que no se había percatado de los homicidios, pero eso no importó. Fue condenado por dos cargos de homicidio en primer grado. La ley de Illinois ordenó una sentencia de cadena perpetua sin libertad condicional: la misma que aplicó a su jefe, quien organizó los asesinatos y tiró del gatillo.
Pese a su brutalidad, aquel crimen es bastante común. Los homicidios de pandillas representan casi 13 por ciento del total de homicidios en Estados Unidos, aun cuando los pandilleros suman menos de 1 por ciento de la población del país. No obstante, lo notable es que, en diciembre pasado, transcurridos más de 20 años, una corte de apelaciones tomó una medida muy inusual: anuló la cadena perpetua de House y ordenó un nuevo juicio basándose, en parte, en crecientes evidencias neurocientíficas de que el cerebro sigue desarrollándose bien entrada la veintena de la vida. La interrogante no era si House actuó o no como vigía. Lo hizo. Sin embargo, el argumento es que su cerebro aún era inmaduro a los 19 años, de modo que la edad de House debe ser un factor para reducir su sentencia.
En la última década, la Suprema Corte de Estados Unidos se ha apoyado cada vez más en los nuevos hallazgos de neurociencias y psicología al emitir una serie de dictámenes (Roper v. Simmons, Graham v. Florida, Miller v. Alabama, y Montgomery v. Luisiana) que prohibieron castigos severos —como pena de muerte y cadena perpetua sin libertad condicional— para criminales menores de 18 años. Según su argumentación, debido a la inmadurez, los delincuentes son menos culpables y, en consecuencia, merecen un castigo menor que los de 18 años o mayores. Además, como sus crímenes a menudo son producto de la inmadurez, los criminales jóvenes tienen el potencial de reformarse. Y ahora, mucha gente cuestiona si el límite de 18 años tiene significación científica.
“Nadie cambia mágicamente al cumplir 18 años”, dice Elizabeth Scott, profesora de leyes en la Universidad de Columbia, cuyo trabajo fue citado en el caso seminal Roper. “El cerebro sigue madurando, y el sistema de justicia criminal debe encontrar la manera de tomar en cuenta eso”.
El caso de House es el primero que aplica, exitosamente, el razonamiento de la Suprema Corte para criminales jóvenes a un individuo que cometió un crimen después de los 18 años, y la decisión podría ser un punto de inflexión para las leyes estadounidenses. La demografía 18-24 compone apenas 10 por ciento de la población, pero representa hasta 27 por ciento de los arrestos criminales. Los oponentes argumentan que mostrar indulgencia a esta población de alta criminalidad podría comprometer la seguridad del público. Y no obstante, tampoco queda claro que el sistema actual esté funcionando. Las tasas de reincidencia para delincuentes de 18 a 24 es pasmosamente elevada: 78 por ciento de los criminales de 18 a 24 años que salen de prisión son arrestados nuevamente, y la mitad regresa a la cárcel.
Pocos argumentarían que un delincuente de 13 años tiene el mismo desarrollo que otro de 25 años, pero hay una zona gris entre ambos, señala B. J. Casey, directora del Instituto Sackler para Psicobiología del Desarrollo, en el Colegio de Medicina Weill, Universidad Cornell. Agrega que, para el sistema justicia criminal, “todo se reduce a una pregunta básica: ¿Cuándo un adolescente se convierte en adulto?”.
Casey está encabezando un consorcio improbable de científicos y eruditos legales, que incluye a Scott, el cual se ha enfocado en la mente del adulto joven. En un conjunto de experimentos publicados el mes pasado, en la revista Psychological Science, Casey y sus colaboradores cuestionaron: ¿a qué edad adquieren las personas la capacidad para controlarse en situaciones de gran carga emocional? En su esfuerzo por responder la pregunta, colocaron voluntarios de 13 a 25 años en un escáner cerebral, mientras les pedían que realizaran una tarea que requería de mucho control. Las instrucciones eran sencillas: presiona un botón si ves un rostro aburrido o asustado, pero no lo presiones si ves una cara feliz. El truco era que los sujetos debían realizar la tarea bajo tres condiciones: estimulación positiva, estimulación negativa, y sin estimulación. Bajo las primeras condiciones, se les dijo con anticipación que serían recompensados en cualquier momento con 100 dólares, mientras que en la segunda condición les dijeron que podrían escuchar un ruido muy fuerte. En la tercera condición, no les dieron información alguna.
La idea era que las dos primeras condiciones crearan un periodo de emoción intensa y sostenida. El experimento se inspiró en las circunstancias de la conducta criminal: muchos crímenes cometidos por jóvenes son situaciones de gran carga emocional o social. La interrogante, según Casey, es: ¿por qué, en el calor del momento, bajo amenaza, tiran del gatillo cuando saben que no deben hacerlo?
Los resultados del experimento con estímulo negativo fueron sorprendentes: los sujetos de 18 a 21 años fueron menos capaces de contener el impulso de presionar el botón al escuchar el sonido fuerte que los sujetos de 22 a 25 años (esta disminución del control cognitivo no se observó en condiciones positivas o neutras). De hecho, bajo la condición amenazante, agrega Casey, el grupo de 18-21 “no fue mucho mejor que cualquier adolescente”. Y los escaneos cerebrales mostraron un patrón revelador: las áreas de la corteza prefrontal que regulan las emociones presentaron menor actividad, mientras que las áreas vinculadas con los centros emocionales estaban muy activas.
Estos resultados concuerdan con estudios previos de imágenes cerebrales y estudios de necropsias. Las regiones cerebrales implicadas en el razonamiento y el autocontrol, como la corteza prefrontal, no se desarrollan plenamente sino hasta mediados de los 20 años, una edad muy posterior de lo que se pensaba hasta ahora. En cambio, las áreas del cerebro que procesan emociones como deseo y temor parecen estar completamente desarrolladas a los 17 años. Este patrón de desarrollo cerebral crea una “tormenta perfecta” para el crimen: entre los 18 y 21 años las personas tienen la capacidad de experimentar emociones adultas, pero la incapacidad del adolescente para controlarlas.
Impelidos por estudios como el de Casey, expertos legales y legisladores empiezan a reconsiderar el tratamiento que otorga el sistema de justicia criminal a este grupo etario. Vincent Schiraldi, excomisionado de libertad condicional de la Ciudad de Nueva York, y actual miembro de investigaciones en el Programa de Política y Gestión de Justicia Criminal de la Escuela Kennedy, Universidad de Harvard, arguye que los delincuentes no deben ingresar en el sistema adulto hasta los 21 años, con protecciones cada vez menores hasta los 25. “Cualquiera que conviva con un muchacho de 22 años —dice Schiraldi— sabe que no es igual que un adulto de más edad”.
En muchos países, el umbral de adultez de 18 años se ha vuelto cosa del pasado. Desde 1953, el límite en Alemania ha sido 21 años, y en Suiza es de 25. En Estados Unidos, el mes pasado se firmó una ley para incrementar la edad a 21 en Illinois. Inspirado por un viaje reciente a Alemania, Dannel Malloy, gobernador de Connecticut, se ha pronunciado abiertamente por implementar cambios parecidos en su estado. El otoño pasado propuso elevar la minoría de edad a 20 años, e instituir métodos alternativos para lidiar con delincuentes hasta los 25 años, como mantener confidenciales las condenas de crímenes menos graves y establecer una prisión especial para delincuentes juveniles, cuya única finalidad será reformar y reintegrar.
Ya hay varios lugares así en Estados Unidos, donde experimentan con algunas de esas alternativas. Este abril, la oficina del Fiscal de Distrito de Brooklyn, en sociedad con el Centro para Innovación de Cortes, emprendió un programa piloto con un sistema de cortes independiente para delincuentes de 16 a 24 años (en Nueva York, los delincuentes de 16 o más son tratados actualmente como adultos). Dicha corte —que ya empezó a procesar a delincuentes menores— cuenta con un juez dedicado, personal de defensa, fiscales y trabajadores sociales. El fiscal de distrito de San Francisco lanzó un programa parecido el verano pasado, pero enfocado en delitos mayores, incluidos crímenes violentos. Ambos programas se fundamentan en una estrategia que toma en cuenta los factores del desarrollo, y todas las partes reciben capacitación de un experto en el campo que forma parte del programa. La neurociencia, dice Katy Weinstein Miller, directora de programas e iniciativas alternativas en la oficina del Fiscal de Distrito de San Francisco, “realmente ha conformado todo lo que hacemos en la corte”.
No obstante el enfoque, sin duda causará controversia. Tomemos el caso del bombardero del Maratón de Boston, Dzokhar Tsarnaev, quien tenía 19 años cuando cometió los crímenes. Los abogados de Tsarnaev argumentaron que su edad debió protegerlo de la pena de muerte, apoyándose en la ciencia del desarrollo del adolescente y el adulto joven, sobre todo respecto a su susceptibilidad a la influencia de su hermano mayor. La ciencia demuestra que el periodo entre los 17 y 20 años es justo cuando las personas tienden a desarrollar capacidades de madurez para resistir la coerción. Laurence Steinberg, profesor de psicología en la Universidad de Temple y autor de Age of Opportunity: Lessons From the New Science of Adolescence, escribió en The Boston Globeque el juicio de Tsarnaev fue “un referendo de nuestras percepciones y nuestra definición de la adolescencia”, y cuestionó “cuál es la mejor manera de juzgar la conducta de quienes han alcanzado la edad legal de adulto, pero en muchos sentidos, siguen siendo adolescentes neurobiológicos”. En mayo pasado, un jurado federal expresó su opinión sobre dicho “referendo”, y sentenció a muerte a Tsarnaev.
Sin embargo, Steinberg es muy claro al señalar que la neurociencia no puede ser la base para disculpar conductas criminales. “No es cuestión de culpa o inocencia —dice—. El tema es: ¿Cuán culpables son y cómo los castigamos?”. Es fácil olvidar que la definición legal de adulto es una creación cultural concebida hace más de un siglo, en una época en que se establecieron las primeras cortes juveniles, de modo que esta división no tiene un fundamento empírico real. En cierto sentido, la ciencia cerebral sólo confirma lo que es evidente para todos: la adolescencia moderna parece estar prolongándose, pues los jóvenes terminan sus estudios, establecen su independencia financiera, e inician sus propias familias a una edad muy posterior.
Cada vez es más urgente iniciar un debate sobre la necesidad de cambiar la edad legal de la adultez, o diseñar programas especiales de justicia criminal. “Aún no sabemos qué hacer con la gente de esa edad”, dice Steinberg. Pero probablemente vale la pena intentar algo nuevo.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek