Los remanentes del peor desastre de ingeniería en el EE. UU. del siglo XX se hallan a una hora en coche del centro de Los Ángeles. Uno toma
hacia el norte por la 5, pasa las Colinas de Hollywood, llega al Valle de San
Fernando, a través del plácido suburbio de Santa Clarita. El paisaje familiar
de plazas comerciales y palmeras cede el paso a algo mucho más espectacular, un
oeste verdadero de caminos que atraviesan cañones estrechos. Uno se siente
pequeño bajo los precipicios que se alzan; uno se sentiría aún más pequeño si
casi 15 pisos de agua vinieran hacia uno, el resultado de un proyecto de obras
públicas fallando como pocos otros lo han hecho en la historia de esa nación.
Hace 80 años, la Presa St. Francis reventó a la mitad de
una noche de marzo, matando a casi 500 personas. Hay algunas imágenes de las
secuelas, pero las cifras cuentan mejor la historia: 12,400 millones de galones
de agua se alzaron a la altura furiosa de 140 pies, disparándose por 54 millas
hacia el océano, un tsunami terrestre de 2 millas de ancho demoliendo pueblos a
su camino. Algunos pensaron que un saboteador dinamitó la presa; más fácil de
creer a que la presa fallara y la gente muriera sin sentido. Pero eso fue lo
que sucedió. Y dado el estado lamentable de la infraestructura estadounidense,
algo similar podría suceder: la Presa St. Francis como un presagio, no una
aberración.
Si hay algo que aprender del desastre es casi irrelevante,
porque muy poca gente sabe siquiera que sucedió. Dos personas tratan de cambiar
eso: Alan Pollack, quien dirige la Sociedad Histórica del Valle de Santa
Clarita, y Dianne Erskine-Hellrigel, quien está detrás de la medida legislativa
para conmemorar el sitio de la presa como un monumento nacional y al bosque
circundante de administración federal convertirlo en parque. Por allá de enero,
ellos accedieron a mostrarme lo que quedaba de la presa. Me dijeron que no
usara zapatos buenos.
Las colinas se tornaban anaranjadas en la intensa luz
invernal cuando nos reunimos, en las últimas horas de la tarde del día
convenido. Serpenteamos por el Cañón de San Francisquito, en un camino sinuoso
donde no hay evidencia del tristemente célebre ajetreo vespertino de Los
Ángeles, luego nos estacionamos y empezamos a andar por otro camino, el cual
fue abandonado hace una década. El bosque se había espesado y alborotado en
ambos lados, como una multitud apenas contenida en una alfombra roja de
Hollywood. Seguimos caminando hasta que los árboles se terminaron. Ahora
estábamos en el lecho del cañón, en el sitio donde, en los últimos minutos del
12 de marzo de 1928, la Presa St. Francis hizo precisamente eso para lo que se
diseñó que nunca hiciera.
La presa se reventó en los costados, por lo que una
extrañamente pintoresca sección central se mantuvo, erguida allí como un hombre
solitario lo hubiera hecho en un andén desierto de tren. Apodado mórbidamente
como “la Lápida”, este bloque vertical de concreto fue dinamitado después de
que un niño que escaló la estructura cayó y murió (otro niño le había lanzado
una serpiente). La razón declarada para la demolición fue la seguridad pública,
pero como escribió Jon Wilkman en su libro excelente sobre el desastre de la
Presa St. Francis, Floodpath, “era un recuerdo de un fracaso que los líderes de
Los Ángeles preferían olvidar”.
Los costados de la presa permanecen, protuberancias
deformes de concreto que surgen de la faz del cañón, brotes pálidos de formas
raras. Escalamos uno de estos, el remanente de una estructura que otrora se
irguió con 205 pies de altura y 700 pies de largo. El concreto tenía rocas
incrustadas en él, las cuales le daban una sensación de muro antiguo: 880 años
de antigüedad, no 88, las almenas ruinosas de algún asedio medieval. Cabos de
barras de acero se alzaban en formas torcidas como una perniciosa yerba
desértica. Era imposible decir qué había sido destruido por el agua, por la
dinamita que la siguió o por los vándalos que llegaron después.
La presa estaba diseñada para contener 32,000 acre-pies de
agua (un acre-pie es la cantidad de agua necesaria para cubrir un solo acre de
tierra con agua a la profundidad de un solo pie: alrededor de 326,000 galones).
Pero en cuanto la presa reventó y el agua escapó, la tierra regresó a como
había sido antes, un bosque espeso que se desvanece en el horizonte norteño. La
belleza era grandiosa pero terrible: la belleza agobiante de un cementerio.
Pollack y Erskine-Hellrigel han llevado a políticos,
periodistas y turistas a este mirador privilegiado, y sospecho que están
acostumbrados al asombro de los recién llegados: que este lugar exista, que sea
tan poco conocido, que sea solo… esto. Sin embargo, para ellos es más que una
reliquia extravagante del pasado. Más bien, es una lección sobre la arrogancia,
el recuerdo y la voluntad, sin mencionar el gran costo de convertir al desierto
del sur de California en un oasis vasto poblado por millones que dan por
sentado que el agua esté allí para sus grifos, prados y albercas.
Pollack dio un vistazo a la tierra a la manera en que los
historiadores probablemente ven toda tierra, o sea, viendo el tiempo pasado, el
tiempo presente y el tiempo futuro al unísono, un cuadro que no debería
funcionar pero en cierta forma lo hace.
“Esta es la historia de Los Ángeles”, dice él.
“¿Qué van a hacer aquí, sinvergüenzas?”
Nada enfada más a los historiadores serios de Los Ángeles
que las referencias a Barrio chino, la película de 1974 de Roman Polanski sobre
las guerras por el agua en el sur de California a principios del siglo XX. No
importa cuántas veces le recuerde a la gente que la película es ficción, ellos
insisten en tomarla como hechos. Tal vez sea el caso que un lugar tan irreal
como Los Ángeles sea mejor explicado por una obra de ficción.
Casi al principio de la película, al ingeniero civil
Hollis Mulwray le presentan los planos de un acueducto en una reunión escandalosa
con funcionarios. “En caso de que se les haya olvidado, caballeros”, dice él,
“más de 500 vidas se perdieron cuando la Presa Van der Lip se desplomó”.
Mulwray está basado en William Mulholland, el potentado de la Oficina de Obras
y Abastecimiento de Aguas que nutrió el suelo seco de Los Ángeles con agua del
Valle Owens, a través de un acueducto de 233 millas que sigue siendo una de las
grandiosas proezas de ingeniería de EE UU. En cuanto a la Presa Van der Lip,
solo podía ser la St. Francis.
COMPORTAMIENTO SEPULCRAL: Mulholland, en el estrado
durante la pesquisa del juez de instrucción, asumió toda la responsabilidad por
el desastre y dijo que envidiaba “solo a los muertos”. FOTO: BETTMANN/CORBIS
Un inmigrante irlandés que labró su propio éxito y que
nunca fue a la universidad, Mulholland no era el pusilánime servidor público
sugerido por Mulwray. Conocido como “el Jefe”, él convirtió a su agencia (hoy,
el Departamento de Agua y Energía) en el tipo de feudo sin controles que el
urbanista neoyorquino Robert Moses forjaría con su Autoridad del Puente y Túnel
Triborough. Al igual que su similar de la costa este, Mulholland tenía muchos
enemigos. Los suyos tendían a provenir de la Sierra Oriental, donde comienza el
Acueducto de Los Ángeles y donde los residentes consideraban a Mulholland como
un abusón de gran ciudad y ladrón descarado. Las tensiones entre la ciudad y la
provincia se dan en toda la historia estadounidense; los granjeros del Valle
Owens estaban en el bando perdedor pero también el correcto. El acueducto era
necesario para el florecimiento del sur de California, pero fue construido
sobre mentiras, y su construcción le dio dinero no solo a la gente sino también
a un pequeño grupo de angelinos de élite. Esa fue otra verdad de Barrio chino.
Mulholland quería embalses enormes cerca de Los Ángeles en
caso de que terremotos o saboteadores cortaran el sustento ácueo de la ciudad.
La Presa Mulholland se erigió en 1924, creando el Embalse Hollywood. La construcción
de la Presa St. Francis empezó ese mismo año. Se terminó en 1926 y rápidamente
fue puesta en servicio.
Pocos días antes del colapso de la presa, el nivel del
agua estaba a solo 3 pulgadas de la cima de la presa, según Wilkman en
Floodpath. Un ranchero en el Cañón San Francisquito le hizo la pregunta sin
rodeos a un administrador de la presa: “¿Qué van a hacer aquí, sinvergüenzas,
van a inundarnos allá abajo?” El mandarín de Mulholland respondió
sarcásticamente que él “esperaba que esta presa reventara en cualquier minuto”.
Dos días después, un guardián de la presa notó que un agua
pardusca se filtraba a través de la presa. Él sabía que esto podía significar
que los cimientos de la presa estaban erosionándose. El Jefe manejó hasta Santa
Clarita con un subdirector de confianza y, después de una inspección, concluyó
que no había razón para preocuparse. Satisfecho, Mulholland regresó a Los
Ángeles.
Pocos minutos antes de medianoche, Ace Hopewell manejaba
su motocicleta por el Cañón San Francisquito, en un camino más arriba de la
presa. Él estaba a una milla de distancia de la presa cuando oyó un “ruido
estrepitoso”. Esta era todavía un área despoblada, y de noche más salvaje que
de día. Hopewell siguió su camino.
El sonido que oyó era el desplome de la Presa St. Francis,
miles de millones de galones precipitándose al sur a través del Cañón San
Francisquito. La inundación se desvió al oeste al llegar al Valle del Río Santa
Clara, un embudo que dirigió el agua hacia asentamientos desprevenidos que
incluían a Saugus, Piru, Fillmore, Saticoy y Santa Paula.
En su recreación meticulosa de las horas fatales después
de la ruptura, Wilkman describió el agua de la inundación como “un ariete de
rocas, lodo, escombros y cuerpos retorcidos”. Castaic Junction, un pueblo cercano
a la presa, fue “barrido tan llano como una mesa de billar”, escribió él.
El agua corrió hacia el océano a una velocidad cercana a
12 millas por hora, alcanzando la costa a las 5:25 a.m., vaciándose en el
Pacífico cerca de la ciudad de Oxnard. El Cañón de San Francisquito había sido,
hasta hacía poco, el símbolo del poder de la ingeniería de Mulholland. Ahora
era, en palabras de Wilkman, “un cementerio amortajado con lodo”.
APRENDER DE LA MANERA DIFÍCIL
“He sospechado desde el principio que la presa pudo haber
sido alterada”, dijo el alcalde de Los Ángeles inmediatamente después del
desastre. Las teorías de conspiración pueden ser tranquilizantes; como la
mayoría, esta resultó ser falsa, porque ningún revolucionario o descontento del
Valle Owens había hecho volar la presa. Las paredes del cañón, compuestas de
esquisto, probablemente eran inadecuadas para la tarea que les asignó
Mulholland; la arrogancia tal vez haya llevado también a Mulholland a construir
la presa más alta de lo que debió ser.
Mulholland asumió la responsabilidad de una manera que
ninguna figura pública lo haría hoy día. Durante la pesquisa oficial, él afirmó
que el error era enteramente suyo. “Los únicos a quienes envidio por esta cosa
son aquellos que están muertos”, anunció el Jefe alicaído. Él vivió otros siete
años pero pasó la mayoría de ellos en melancólico anonimato, sin buscar esa
segunda oportunidad que supuestamente es un derecho natural estadounidense. Era
demasiado tarde para ello.
No obstante, el legado del Jefe parece haber sobrevivido a
la Presa St. Francis. Su nombre todavía honra una de las vías públicas más
famosas en el sur de California —Mulholland Drive— mientras que su acueducto
sigue llevando agua a la ciudad. En cuanto a la Presa St. Francis, es solo una
pila de rocas rotas y acero retorcido.
Alan Pollack creció en North Hollywood pero se mudó a
Santa Clarita en 1991 y de inmediato se interesó en la historia del área.
Algunos años después, fue a Pittsburgh para una convención médica (cuando no
explora la historia local, es médico). Mientras estuvo allí, hizo un viaje a
Johnstown, donde más de 2,000 personas murieron por una falla en una presa en
1889. A Pollack lo sorprendieron las similitudes entre los desastres de
Johnstown y St. Francis, excepto que Johnstown fue recordado apropiadamente,
mientras que la Presa St. Francis se ha mantenido en la oscuridad.
Pollack captó la ayuda de Erskine-Hellrigel, quien se
había involucrado recientemente en la acción exitosa para que el Presidente
Barack Obama declarase 350,000 acres de tierra federal en las Montañas de San
Gabriel como un monumento nacional. Erskine-Hellrigel creció en Santa Clarita y
oyó por primera vez sobre el desastre de la presa cuando tenía 6 años. Su madre
tenía a su vez 6 años cuando la presa reventó, y a menudo le contaba a su hija
historias sobre el desastre. Juntos, Pollack y Erskine-Hellrigel han persuadido
a Steve Knight, diputado federal por California, para que proponga un proyecto
de ley que convertiría a la Presa St. Francis en un monumento nacional rodeado
de un parque. Cuando hablé con Knight, él tenía confianza en el monumento,
incluso cuando The Santa Clarita Valley Signal reportó que proyecto de ley
tenía “poca tracción”.
Es revelador que la cuestión de St. Francis se abra camino
por el Congreso en una época en que la infraestructura de EE UU está empezando
a parecerse a la de una nación del Tercer Mundo que no se ha recuperado del
todo de una prolongada campaña de bombardeos. La mayoría de las 84,000 presas
en Estados Unidos ahora están firmemente en su edad madura, habiendo soportado
el agua y la gravedad por un promedio de 52 años. En la versión más reciente de
su informe cuatrienal de la infraestructura nacional, la Sociedad
Estadounidense de Ingenieros Civiles dio a las presas de esa nación una
calificación colectiva de D. el costo de repararlas se calcula en $21,000
millones de dólares. Así que tal vez tengan que aprender de la manera difícil.
Visitar la Presa St. Francis hoy día no es diferente a
visitar las ruinas mayas en México. Más gente debería tener la sensación, la
cual en parte implica maravillarse por lo que puede lograr una civilización y
en parte el terror de con cuanta facilidad la naturaleza puede eliminar esos
logros. “Para celebrar el poder de la tecnología humana”, escribió Wilkman en
Floodpath, “párese a la sombra de una gran presa. Para sentirse indefenso de
repente, haga lo mismo”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek