En sus entrevistas con el presidente Barack Obama para The
Atlantic, Jeffrey Goldberg nos ofrece más información sobre la manera como el
mandatario ha procesado los retos multifacéticos que presenta Siria.
Con base en el reconocido principio de que la mejor
defensa es una buena ofensiva, el presidente describió su retractación sobre la
línea roja al uso de armas químicas, en septiembre de 2013, como una fuente de
orgullo: un rechazo de la “sabiduría convencional”, “la maquinaria de nuestro
aparato de seguridad nacional” [y el] “manual de estrategia de Washington”.
Defendió la corrección del discurso sin la acción
acompañante, y descartó la idea de que el presidente ruso, Vladimir Putin, se
sintiera animado a tomar medidas en Ucrania y Siria —acciones que, en todo
caso, “malinterpretan fundamentalmente la naturaleza del poder”— por lecciones
derivadas del episodio de la línea roja.
Algo que emana poderosamente de las entrevistas
Obama-Goldberg es la sensación de que el presidente es un “analista en jefe”.
Resulta muy patente que es reflexivo y temperamentalmente conservador,
características que cualquier país sería muy afortunado de encontrar en su jefe
de Estado.
Carecer de la inclinación de recurrir a opciones militares
como respuesta por defecto, saber que Estados Unidos no puede corregir cada
catástrofe humanitaria y disputa internacional, exigir que sus aliados y socios
tomen sus responsabilidades… todas estas características deben encontrarse en
el cerebro y la personalidad del sucesor de Obama. No obstante, es importante
que un presidente vincule las palabras con la acción.
Lo que claramente molesta al presidente es la crítica —mucha
de ella centrada en Siria— sobre la brecha percibida entre sus palabras y sus
acciones, y las implicaciones potenciales que puedan surgir de allí.
El argumento que emplea para tratar de neutralizar dicha
crítica puede ser suficientemente engañoso para persuadir a los críticos de que
tienen razón en algo; de que en verdad han identificado un tropiezo que puede
ensombrecer el legado de uno de los hombres más razonables y reflexivos que
jamás haya ocupado la presidencia.
El argumento central del presidente Obama es que ve y
entiende cosas que esquivan a los conocedores de la política exterior y a los
iluminados en seguridad nacional. ¿Quién sabe? Los historiadores de décadas
futuras podrían reconocer que un hombre que llegó a la Oficina Oval sin
antecedentes o experiencia particular en relaciones exteriores alcanzó una
profunda “ortodoxia en política exterior” que redundó en el beneficio de
Estados Unidos a largo plazo.
Por otro lado, podrían juzgar que actuó impulsiva y
torpemente al sustituir su propio juicio por opiniones de miembros de la
administración, el Congreso y otros, cuya comprensión de la política exterior
pudo haber sido más sólida y haber estado más arraigada en una experiencia más
pertinente que la suya.
El incidente de la línea roja fue crítico, y el análisis
posterior contiene la esencia del argumento del mandatario. El vicepresidente
Biden advirtió que las “grandes naciones no farolean”.
El secretario de Estado Kerry declaró que un castigo
militar para un dictador sirio asesino sería “relacionado directamente con
nuestra credibilidad y determinaría si los países aún creerán en Estados Unidos
cuando decimos algo”.
Cuando se enteró de la decisión presidencial de cancelar los
ataques aéreos y referir el asunto al Congreso, la asesora de Seguridad
Nacional, Susan Rice, “arguyó que el daño a la credibilidad de Estados Unidos
sería serio y perdurable”.
Lo que tienen en común todos estos funcionarios, según el
presidente, es que están equivocados.
Después de docenas de conversaciones sobre la línea roja
en los últimos dos años y medio, con funcionarios importantes y diplomáticos de
países aliados de Estados Unidos, este autor puede atestiguar que quienes
previnieron al presidente sobre la necesidad de compleción, estaban en lo
correcto.
Los interlocutores que pretenden entender la dinámica
subyacente a la decisión del mandatario estaban menos interesados en las
complejidades de la política siria que en el valor de sus propios acuerdos de
defensa mutua con Estados Unidos.
El consejo otorgado a los visitantes derivó de un hábito
de lealtad al equipo local, forjado a lo largo de décadas de servicio público:
Siria es un problema infernal; es un enredo político único; por favor, no saquen
conclusiones generales negativas sobre el estado de la alianza de su país con
Estados Unidos.
En circunstancias ideales, ningún aliado estadounidense
habrá sacado semejante conclusión, aunque temo que algunos lo han hecho.
¿Qué conclusiones habrá sacado la Rusia de Putin? En este
acaso, el presidente tiene una respuesta fácil: si Rusia invadió Georgia
“durante la vigilancia [del presidente George W.] Bush, justo cuando teníamos
más de 100 000 soldados desplegados en Irak”, ¿cómo puede alguien, en su sano
juicio, argumentar que la retractación de línea roja fue clave para que Putin
asumiera que podría tomar Crimea con impunidad? ¿Cómo es posible que la
disposición a usar la fuerza haya sido un factor? Obama expresó su desconcierto
porque nadie argumentó lo contrario.
¿Acaso es completamente inconcebible que Putin actuara con
impunidad contra Georgia, justamente porque Estados Unidos estaba empantanado
en el lodazal de la insurgencia iraquí? ¿De veras es tan irracional concluir
que Putin vio nada en la actuación de su homólogo estadounidense en Siria que
le hiciera vacilar en apropiarse de Crimea?
De hecho, ¿cómo interpretará Putin ahora el comentario
presidencial innecesario de que el estado no-OTAN de Ucrania siempre la dejará
sometida al dominio militar de Rusia?
Tal vez al reconocer que el argumento de que “Putin es
sordo, mudo y ciego” no le daría la victoria, el presidente Obama cambió de
postura y con aire de superioridad, declaró que Rusia estaba demostrando
debilidad al invadir Ucrania y desplegar fuerzas militares en Siria. “El
verdadero poder significa que se puede obtener lo que se quiere sin tener que
ejercer la violencia”.
Dejemos de lado el hecho de que esta enunciación plantea
la cuestión de lo que Estados Unidos ha buscado en Ucrania y Siria, y lo que
revelan los resultados sobre el poder estadounidense. Si a las palabras del
presidente anteponemos el simple preámbulo “Sin duda, Herr Hitler se dará
cuenta”, tendremos un facsímil razonable de lo que decían los estadistas
occidentales en 1938. La historia nos dice cómo reaccionó Hitler.
Como ha hecho de manera consistente en el transcurso de la
crisis siria –tanto con funcionarios y fuereños-, el presidente caricaturizó
las opiniones de sus críticos. Se quejó de que sus críticos dijeron, “Pidió la
salida de Assad para ir, pero no lo obligó a marcharse. No lo invadió”.
Por cuanto sabe este escritor, nadie aconsejó la invasión;
nadie argumentó que el presidente está “obligado a invadir el país e instalar
un gobierno”. Sin duda, el presidente lo sabe. Sin duda, se ha dado cuenta de
que cuanto cree que puede ganar ahora con esta táctica engañosa, no sobrevivirá
el escrutinio de la historia.
En el caso específico de la marcha atrás en su línea roja,
el presidente (quien no incluye entre sus pretextos el temor de ofender al
líder supremo de Irán) citó su creencia de que un ataque con misiles no habría
eliminado las armas químicas del régimen de sirio, y que Assad habría
sobrevivido “afirmando que había desafiado con éxito los Estados Unidos”.
De hecho, si el ataque hubiera sido menor y de naturaleza
simbólica, habría sido tan malo como la propia marcha atrás al dañar la
credibilidad estadounidense y alentar a Assad redoblar el homicidio masivo.
Con todo, de haber arrasado con la fuerza aérea de Assad,
su artillería de campaña, sus misiles y cohetes Scud, el ataque aéreo habría
privado al discurso de victoria de Assad de cualquier contenido sustantivo. Sí,
las armas químicas habrían persistido, y quizás también el régimen de Assad.
Pero los instrumentos de terror masivo se habrían sido neutralizado, la crisis
de refugiados que abruma a Europa podría haberse evitado, y decenas de miles de
personas hoy muertas seguirían vivas.
Las armas químicas de Assad mataron a una pequeña fracción
de sus víctimas. Hacerlo parte de un acuerdo de armas químicas le dio una
sensación de impunidad que le alentó a recurrir al homicidio masivo en una
escala industrial. Y los resultados –agravados recientemente por la
intervención rusa- han sido una abominación humanitaria y una crisis de
refugiados que hace hervir y causa divisiones en Europa, mientras que hunde a
los vecinos inmediatos de Siria.
Quienes lean la entrevista quedarán impresionados por el
comentario presidencial imprudente, arbitrario, sobre sus aliados y socios. Se
queja de los “polizones” y señala que los aliados rara vez toman la iniciativa
y dependen demasiado de Estados Unidos.
Y no obstante, en 2012, cuando Washington eligió no
participar del entrenamiento y el equipamiento de las unidades de la oposición
siria, ¿quién tomó las riendas? ¿Quién se hizo responsable? ¿Quién hizo el
trabajo pesado?
¿Estamos satisfechos con los resultados? ¿Estamos
contentos con que sectarios primitivos figuren ahora de manera tan prominente
en la oposición armada de Assad?
¿Y por qué persiste el presidente en afirmar que el pueblo
que pudimos haber organizado, entrenado y armado era un montón de civiles
malhadados, manifestantes desarmados que manipulaban AK-47 por primera vez?
¿Acaso no hubo décadas de reclutamiento universal en Siria? ¿Acaso no había
miles de desertores del Ejército sirio?
En el caso de Libia, el presidente participó en una rara
(e interesada) auto-crítica, diciendo que cometió un error “porque tenía fe en
que los europeos le darían continuidad, dada la proximidad de Libia”.
¿Por qué habría de ser una cuestión de fe? ¿Acaso no
comprobó –o no pidió al Departamento de Defensa que comprobara- que existía un
plan de estabilización civil-militar?
Sin duda, el presidente se dio cuenta de que la diferencia
entre el éxito y el fracaso en Irak, en 2003, no fue la invasión en sí, sino la
ausencia de un plan de ese tipo: un acto de negligencia impactante que condenó
la ocupación, impulsó una insurrección y preparó el camino para ISIS.
Hay mucho en esta entrevista que hará reflexionar al
sucesor del presidente Obama.. De hecho, puede haber algunas lecciones que
aprender.
Es admisible que el presidente de Estados Unidos se
arriesgue. Pero lo que no puede hacer es farolear.
Construir relaciones de confianza con los aliados y socios
es tan importante como negociar con enemigos y adversarios.
Impedir que la ausencia de perfección –como una solución
militar rápida y limpia a un problema infernal- sea el enemigo de lo bueno. En
el caso de Siria, eso sería complicar la capacidad de un asesino masivo para
hacer el peor daño, con la consiguiente salvación de vidas y la prevención de
flujos masivos de refugiados.
Emplear la retórica con cuidado y moderación, siguiendo en
lo posible el viejo adagio de Maine, “Nada mejora con el silencio”.
Y –quizá como un subconjunto, para tratar de saber lo que
no sabemos- nunca asumir que el contenido de una mente, por muy impresionante
que sea, es superior al conocimiento acumulado de los profesionales en política
exterior que han hecho cosas reales y aprendido lecciones reales, a veces por
la mala.
—
Frederic Hof es miembro residente del Centro de Rafik
Hariri para Oriente Medio en el Consejo Atlántico.
—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek