EL PAPA FRANCISCO VOLVIÓ AL VATICANO hace dos días y la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima se ha quedado vacía. De los 400 espacios que suman las bancas de la desolada nave mayor, ni uno es ocupado este mediodía de viernes. No hay un solo feligrés que le rece al Jesús ensangrentado que detrás del altar es iluminado por un vitral amarillo que encandila. Afuera, la resaca de la visita apostólica al Estado de México tiene forma de escalera. Un trabajador está por subir para retirar la gran pancarta que en lo alto de la fachada indica, en letras doradas, “Papa Francisco, Ecatepec te recibe con los brazos abiertos”, impresas junto a la sonriente imagen del argentino.
Cara a cara, hace apenas cinco días, el pontífice les dijo a los habitantes de esta región del valle de México: “Hemos optado por Jesús y no por el demonio”. Pero después de la fiesta católica en que pudo distraerse de su realidad unas horas, Ecatepec voltea otra vez al espejo y lo que recibe no se parece a Dios: top 10 de abuso sexual del país, municipio número uno entre los que contribuyen a las 1500 desapariciones de mujeres de ese estado desde 2007, y líder estatal en feminicidios con casi 200 en los últimos cuatro años.
Pero el padre Ángel Hernández —el hombre que se encarga de oír en las confesiones que una madre perdió a su hija, que pronuncia las intenciones de los difuntos por homicidio en las misas dominicales, que dirige las exequias de acuchillados o eliminados con plomo— no está dispuesto a dar una entrevista sobre cómo es evangelizar en esta tierra azotada: un día dice que la visita del Papa lo tiene ocupado, otro que un compromiso familiar se lo impide, uno más que su jornada laboral no le da pausa.
Por él levanta la voz una mujer. “En Ecatepec unos son malos y otros son más malos”. Así es como Lucía Suárez, sacristana de esta iglesia de la colonia Hank González —quizá la más violenta de Ecatepec—, describe a su municipio. Seguro que hay muchos buenos, pero desde que hace una década arribó con el padre Ángel a trabajar en esta zona su labor no es sólo limpiar la iglesia y la sacristía, repasar el cáliz, pulir el incienso o alisar el velo humeral. Ha tenido que aprender a acompañar el dolor: “Desde hace seis años creció la violencia. A toda hora es: secuestraron a tal, a tal otra allá, se llevaron a los muchachos que trabajan allí. Y luego las jovencitas que ya no están: sus madres vienen, sufren, y yo sufro con ellas. Sufro con ellas”.
—¿Qué pasa dentro de esta iglesia con las mamás de víctimas?
—Reniegan de Dios: les mataron hijas, hijos, esposos. Madres a las que les arrebataron a su hija en una camioneta y jamás volvieron a saber —dice.
La sacristana quiere que conozca una historia de hace 90 días: Celia, propietaria con su esposo de una carnicería de la colonia, era una señora querida y cercana a esta iglesia, “hacía obras buenas —recuerda—. A su negocio le sacaban dinero y un día no quisieron dar. Se llevaron a la señora y le dejaron a él un recado: no lo queríamos hacer, pero tú nos provocaste”. Al amanecer del 27 de noviembre pasado, tres costales sobre la Vía Morelos que escurrían sangre eran devorados por perros. “La destazaron”, relata.
—¿Qué puede hacer la mujer de Ecatepec ante tanta tragedia?
—Refugiarnos con fe en la iglesia. Las mujeres de aquí somos valientes.
Al lado de donde la sacristana emprende su regreso al templo, un gran pizarrón da la bienvenida a los fieles con las páginas abiertas de la Gaceta Parroquial. Dos líneas de un verso dicen así: “El hombre es cerebro / La mujer es corazón. El hombre es capaz de todos los heroísmos / La mujer de todos los martirios”.
SOLITO ME LA SACUDO
Zapatos negros, pantalón negro, playera negra, tatuajes negros de una india, un dragón y una calavera, y gorra negra con una visera que oculta su cara. Héctor Colmenares pisa el atrio de la Parroquia de Fátima, arrastra los zapatos y no encuentra a nadie. Husmea en el interior del templo por si luego de rezar algún feligrés podría volverse su cliente, pero allí tampoco hay nadie. El bolero de la colonia Hank González ya se va con su andar sin equilibrio.
El bolero alza la mirada y descubro su rostro: una profunda cicatriz lineal que va desde debajo de un párpado hasta el mentón divide su mejilla izquierda en dos fragmentos abultados. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS
A la distancia le pego un grito, se sienta a esperarme en su cajón de bolero. La cara otra vez hacia abajo: algo está ocultando. Me acerco.
—¿Cómo se vive en Ecatepec? —le pregunto.
Héctor levanta la cabeza.
El bolero alza la mirada y descubro su rostro: una profunda cicatriz lineal que va desde debajo de un párpado hasta el mentón divide su mejilla izquierda en dos fragmentos abultados, dos trozos independientes de carne grana, brillante y aceitosa. A su ancha nariz alguien algún día también la seccionó. Pero aquí no fueron dos, sino cuatro o cinco fragmentos.
La respuesta a mi pregunta de cómo se vive en Ecatepec quizá sea que aquí te desfiguran el alma o el cuerpo.
El bolero empieza a farfullar algo. Hay que oír atentos, leer sus labios, interpretar sus gestos para captar lo que quiere expresar el Teto, como lo llaman: “Pu’s soy bolero, bolerito”, alza los hombros en una especie de “podrás imaginar mi vida”. Por eso, de inmediato opta por viajar a un pasado lejano, pero que siente que lo honra: “Antes fui policía del Reclusorio Norte y soldado del Primer Batallón de la Brigada de Fusileros Paracaidistas”.
—¿Y por qué pasaste a bolero?
—Andaba en el…
No completa la frase. Estira pulgar, índice y baja los tres dedos medios.
—Tomabas mucho.
—Tomo mucho —aclara.
—¿Qué?
—Alcohol del 96.
—¿Desde la mañana?
—Sí. Te voy a decir una cosa, solo una, una sola: así es la vida. La vida es así. La vida es así —repite y oculta otra vez la cara.
Héctor llora. Pasan unos 15 segundos y se calma.
—¿Crees que te puedas componer?
—Ya estoy viejo. Ya tengo mis años: 48, voy para 50.
—¿Tienes esposa?
—La tenía —exclama en medio del atrio, vuelve a llorar y hace un silencio largo—. La tenía. Se fue hace cuatro años. Me mandó a chingar a mi madre.
Abandonado, el hombre volvió a casa de su anciana madre en Los Bordos, colonia que transformó su cara: “Una riña, así es Ecatepec. Fueron botellazos, pues, en Los Bordos. Y tres piquetes aquí (señala su torso). Pero no hay problema”.
Le hago otra pregunta sobre Ecatepec y se niega a responder. “Tengo hambre. Un chingo de hambre, cabrón. ¿Sabes qué quiero? Un clamato, cabrón”.
—¿Vienes seguido a la iglesia? —le inquiero.
Héctor se carcajea.
—¡Claro que soy creyente!
Añade una frase incomprensible que concluye con “mi Jesús”.
Héctor recibe de alguien unos pesos para su clamato, y antes de ir a la tienda suelta carcajadas gruesas y ásperas: “No hay pedo. ¿Sabes? (enrosca pulgar e índice y los besa). Yo me la sacudo solo, solito me la sacudo”, exclama en medio del atrio y destruye el silencio.
LO MATARON EN TAL CALLE
La oficina de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima da la bienvenida al visitante con un cuadro en el que la gracia del Photoshop une a tres religiosos de sonrisas gozosas: el cura local Ángel Hernández, el papa Francisco y el obispo de Ecatepec Óscar Domínguez, que no acepta decirme nada sobre cómo viven los sacerdotes la violencia de sus comunidades.
Un gran pizarrón da la bienvenida a los fieles de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima: “El hombre es cerebro / La mujer es corazón. El hombre es capaz de todos los heroísmos / La mujer de todos los martirios”. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS
Al lado de esa trinidad, separado por una especie de reja de práctica judicial, brota un escenario: una rosa de plástico sobre un CPU, una jerga mojada en el piso, un calendario de Flama Gas con una foto de una aldea suiza y un cartel que advierte: “Para cualquier trámite es necesario traer los requisitos completos”. En medio, Beatriz, la joven secretaria de la iglesia, bajo un foco pelón da un sorbo a su botella de agua para agarrar fuerzas, incorporarse y avisarme por quinta vez que el padre Ángel no dirá nada sobre cómo evangeliza bajo la violencia. “Es una persona muy ocupada”, justifica, y vuelve a su silla de plástico dorado a oír a Diego Verdaguer, que en un parlante canta: “Quiero que vivas muy sola y que llores mi pena / quiero que siempre te quiten lo que tú más quieras / quiero que toda alegría te vuelva a la espalda / que nunca consigas por fin ser feliz, que sufras más de lo que yo sufrí, mi amor, calor, mendigues por ahí”.
—¿En las intenciones de misas dominicales se suele recordar a gente que acaba de morir asesinada? —le pregunto tras los barrotes de hierro.
—Sí. Es de “(lo mataron) en tal calle, a dos calles”.
—¿Alguna estadística?
—No.
—¿En los sermones se habla de la violencia?
—El padre pide acercarse a Dios.
Cerca de ahí, en la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, la fachada de la casa de Dios es pizarrón de dolor y escaparate policial: esta tarde de febrero, la Procuraduría General de Justicia estatal colocó junto a la puerta del templo fichas técnicas para hallar desaparecidos. Dentro de ellas, sus fotos. Una dice: “Tú también puedes ayudarnos a encontrarlo!!! César Ávila Jiménez, visto por última vez en el mercado de la colonia Jardines de Santa Clara. Fecha de nacimiento 11-12-96”. Y otro: “Agencia del MP Especializada en la Atención al Maltrato Intrafamiliar y Sexual. Guadalupe Jasso, 55 años, 1.50 mts, pelo corto teñido. Ausencia: 18 diciembre del 2015, Col. La Laguna, calle Jazmín”.
El cura de esta iglesia de la colonia Miguel Hidalgo, Juan Marcos Ibarra, responsable de la liturgia en la visita papal a Ecatepec, también se niega a hablar sobre cómo es ejercer el sacerdocio en tierra de desaparecidos.
¿Piensa algo la Diócesis de Ecatepec sobre el drama que viven sus casi 1.7 millones de habitantes? ¿Esta jurisdicción eclesiástica lucha de algún modo? Busco a monseñor Luis Martínez Flores, vocero y director general de Medios de Comunicación Social. Una llamada, dos, tres, cuatro, a las oficinas generales, luego a su Parroquia de Los Doce Apóstoles. La respuesta, el silencio.
NO MATARÁS
En Ecatepec el luto se apresura: en momentos en que mujeres y hombres deberían tener la existencia asegurada, la vida se extingue.
El ministro religioso Bernardo Osorio está a punto de hacer pasar a un grupo de 30 deudos al templo para encabezar una misa de réquiem.
EN ECATEPEC EL LUTO SE APRESURA: En momentos en que mujeres y hombres deberían tener la existencia asegurada, la vida se extingue. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS
—¿Qué ocurre dentro de la iglesia con la violencia del entorno? —pregunto.
En silencio niega con la cabeza. No quiere hablar. Insisto, habla incómodo.
—Los fieles vienen como hombres de paz. Lo difícil son las calles en las noches.
—¿Es mucho el dolor?
—Lo hay. Vienen con ansia de paz en el corazón.
—¿Son distintas las misas fúnebres con fallecidos por violencia?
—La gente no habla de ello: todo sucede en la calle. Y le pido por favor que se retire —me solicita.
Un ataúd blanco sale de un auto y está a punto de entrar en la Parroquia de Fátima seguido de una comitiva de mujeres con globos blancos. Un anciano encorvado de pie en el atrio ve a la gente pasar: “Violaciones, asaltos. Ecatepec y la Iglesia ya no se comprenden”, comenta. A su lado, Berta Martínez, madre de 11 hijos, abandonada por su esposo cuando el último de ellos nació un día de hace más de medio siglo, lucha contra su ciática para ingresar en la parroquia: “Aquí en Ecatepec hay cosas muy duras —dice la mujer de 83 años—: se mata por matar”. Semanas atrás a un compañero del tianguis donde vende jarciería, en la avenida Hank González, lo desapareció el escarmiento criminal. “Sus hijos debían a unos fulanos. Lo mataron por venganza. Yo por eso ya no busco plática —aclara—, prefiero ya no saber”.
A no mucho de aquí, Berta Perea, miembro del comité de la Parroquia de San Judas Tadeo, va todas las semanas a ese templo de Tablas del Pozo, colonia célebre porque la furia se tornó en linchamientos a delincuentes: “En Ecatepec la violencia ya es legal, donde sea se mete”. Y para violencias, “mejores” las del pasado, dice. La empleada doméstica de 55 años añora su juventud, cuando en los asaltos había golpes, pero nadie moría. “Ahora a las jovencitas las violan y las matan. Han matado vecinos por un celular, una cartera, un reloj. Y también se mata por nada: ¿no traes nada? Te mato. Por esa razón mataron hace poco una compañera del comité de la iglesia. Tan joven”, reclama.
Hacia el sur del municipio, el Cerro San Pedro La Meza se alza de un rojo brillante. Las desnudas casas de tabique que se intrican en callejones lúgubres han sido pintadas de ese color, como para dar una manita de gato a la pobreza, “embellecerla” tanto como sea posible. Abajo, en las laderas, pilas de basura se suceden junto a canales de agua negra bordeados por hogares proselitistas: “En esta casa somos amigos de Eruviel” o “Peña Nieto, vota por un cambio”, clama la vieja propaganda electoral.
Aquí, en San Pedro Xalostoc, monseñor Alejandro Pérez tampoco está disponible para hablar, pero su iglesia tiene un plan para combatir la violencia que alcanza el tamaño de un folletín. A un costado de la nave mayor, un pequeño aparador ofrece libritos religiosos por 7 pesos. Uno de ellos es La violencia, de Pedro Errasti. En portada, tres jóvenes someten con cuchillos a su víctima. Y en el interior, al fin unas palabras de la Iglesia sobre el tema prohibido: “El crimen organizado es la parte más alta de la agresión al ser humano y no se detiene ante nada. La vida no significa nada y la ambición y el odio sustituyen cualquier otro valor”. Y no abundan, pero una de las soluciones que el libro propone es leer los “72 candentes párrafos” que en el Antiguo Testamento inspira el Quinto Mandamiento: no matarás.
ASÍ ES LA BARRANCA
“No soy delincuente, soy borracho”. Jesús Barraza avanza despacio con sus muletas —calcula como si fueran minas terrestres los hoyos del asfalto de la avenida San Andrés— y grita esa frase al fotógrafo que busca imágenes en el atrio: el hombre de islotes de costras de sangre en la cara quiere unos pesos. Llega a su destino y mira resignado su pierna derecha bajo el pantalón percudido. La rodilla del moreno de 35 años —lo que queda de ella— flexiona en sentido inverso —hacia atrás— la tibia, el peroné y el fémur, que cuando estaban sanos lo ayudaban en el mantenimiento del Hotel One Ciudad de México.
“La Iglesia inicia todo: ¿Cómo vamos a buscar aquí la paz si ellos tienen tantas corrupciones?”, dice una devota de la Iglesia de Santa Clara de Asís. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS
Pero los tres huesos quedaron expuestos una madrugada de 2006 en que cruzaba la calzada San Juan de Aragón y un auto deportivo rojo lo hizo volar. La caída se concentró en su pierna, que al hacerse añicos lo salvó de un golpe en la cabeza: “Me quedé tirado. Cuando me quisieron ayudar les dije: aguántenme, ahorita me paro. Me paré y ¡pum!, me caigo. Dentro de la ambulancia me dijeron: estás todo roto”.
—Te salvaste…
—Vi un túnel de tabiques rojos y, al fondo, una luz resplandeciente y unas nubes: yo estaba flotando, pero cuando iba a llegar que despierto y me veo. Ya me estaba muriendo. Me puse a llorar.
Se cerró el túnel de tabiques rojos —la puerta del cielo— y se abrieron las del hospital, donde una operación para introducir placas a sus huesos lo puso otra vez en pie. Durante nueve años, aunque resentida, la pierna derecha lo dejó caminar. Pero hace un mes sus piernas sanas condujeron a este mendigo a la zona de La Barranca de Ecatepec. Un paraje sin piedad. Jesús se metió en “la pulcata: se armaron los chingadazos, se alocaron y ya no pude pararme (llora). Así es La Barranca (cierra un ojo y tuerce la nariz, como quien huele a podrido)”.
Otra vez ambulancia y una pierna destrozada en Urgencias, ahora en el Hospital General de Balbuena.
—¿Cómo te sientes?
—Me está saliendo pus con sangre, el 22 de febrero me operan. Le dije a la doctora: ¿qué me va a hacer? “Te abrimos aquí, sacamos los tornillos y la placa para que te cierre”. Tengo miedo: la placa es mi sostén. Me la quitan y quién sabe cómo quede —lamenta y pido a Jesús que me describa La Barranca—. “Es aventarlos a la barranca”, dice. “No te entiendo”, repongo. “Gente en descomposición, los desaparecen. A mi amiguito Miguel, el que aquí repartía tortillas, lo encontraron hace poco con un madrazo en la cabeza. Le gustaba andar con viejas, a lo mejor un esposo… y pues a La Barranca”.
Escoltado por un par de amigos, estacado con las muletas en el umbral de la Parroquia de Fátima, Jesús no termina de entrar.
—¿Vas a pasar a la iglesia?
—Me das un varito para un “pegorcito” (Resistol 5000)? —es lo que responde.
Jesús alza la mirada al horizonte y agita los brazos frente a los vecinos, como si fuera a hacer un anuncio: ‘Que me escuchen todos: yo ya perdí la fe cristiana —dice con la voz retorcida por el alcohol—. ¡Yo lo que quiero es emborracharme. Yo quiero un tequila!”.
Jesús calla, ríe y avanza con sus muletas para huir por ahí con un amigo.
NO CONFÍES EN LA GENTE
Liliana sale de la Parroquia de Santa Clara de Asís de mano de su niño y gesto enojado. Quiero sacarle unas palabras a la mujer de 35 años sobre cómo la Iglesia reconforta a los que sufren penas. Me oye y sacude la mano, molesta, como si me dijera: no me vengas con ingenuidades. “La Iglesia inicia todo: ¿cómo vamos a busca aquí la paz si ellos tienen tantas corrupciones? Cuál devoción a Dios, sus acciones nos hacen dudar”, se queja.
Rosario Martínez: “Hace dos años asesinaron a mi hijo, Marco Antonio Luna. Un domingo a las seis de la tarde fue a ver a su novia y ya no regresó a su pobre casa”. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS
—No entiendo: tú acabas de estar en la iglesia.
—Creo en Dios, le temo a Dios, lo respeto a él; le pido a Dios, el más grande. A los que lo representan, no —dice y sigue su camino.
Tres metros adelante está la entrada del templo de la colonia Santa Clara Coatitla. Bajo el portón de madera intercepto a la primera mujer que sale: Rosario Martínez, 53 años.
—¿Reconforta a los habitantes de Ecatepec venir a la iglesia?
—Reconforta. Hace dos años asesinaron a mi hijo, Marco Antonio Luna. Un domingo a las seis de la tarde fue a ver a su novia y ya no regresó a su pobre casa. Lo busqué desde las diez de la noche. Al otro día lo encontré en el Hospital de Las Américas. Lo fui a ver. Me lo habían matado de un balazo en el cráneo (simula que una pistola se coloca en su nuca). El doctor me dijo: lo encontraron en un basurero de Ciudad Cuauhtémoc.
—¿Hubo testigos del asesinato?
—No.
—¿La autoridad aclaró algo?
—No. Yo digo que algo hay entre los gobernadores y los que hacen el mal.
—¿Sospecha algo?
—El sábado anterior me dijo: “Cuídate y no confíes en la gente”. Nunca supe por qué.
—¿Cómo hace para llevar su vida con esta pérdida?
—(Llora) Difícil soportar que se fue un hijo tan amado. No merecía morir así. No tenían por qué meterse con él. Era sólo un obrero fundidor de 33 años. Noble, con amistades, sin problemas, tierno. Le encantaba el baile, si había baile se iba a donde fuera —se alcanza a reír Rosario.
—¿Y la Iglesia sirve de algo?
-Me he acercado a mi Dios más que nunca. Vengo a misa y oro sola. En la confesión, el padre me dijo: encomiéndate a la Virgen y pídele por él.
—¿Qué piensa de su tierra?
—Ecatepec es demasiada injusticia, asesinatos. Vecinos han perdido familiares. Muertos aquí en Santa Clara, San Andrés, Tablas del Pozo. Dios, que se acabe esto. ¿Qué nos queda? Que Dios nos perdone; que Dios perdone a los que hacen el mal: no saben el daño que hacen (llora). Yo perdono, pero de mi cabeza no me lo quitan: qué gente injusta, haberle quitado su vida a mi hijo —dice.
Rosario vuelve a casa bordeando despacio el templo. Arriba de ella, desde el campanario, cuelga todavía una pancarta con el sonriente papa Francisco. N
En la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, la fachada de la casa de Dios es pizarrón de dolor y escaparate policial. FOTO: ANTONIO CRUZ / NW NOTICIAS