UNA TIBIA MAÑANA DE DICIEMBRE, varias docenas de sirios (exestudiantes, profesores, vendedores de verdura y agricultores) se reúnen en un centro de entrenamiento de bomberos abandonado cerca de la frontera entre Siria y Turquía. Han venido a aprender habilidades avanzadas de rescate que usarán para enseñar a los trabajadores de emergencias recién reclutados en casa. Son miembros de la Defensa Civil Siria, conocidos como los Cascos Blancos, el grupo de la sociedad civil más grande en Siria, el cual es no sectario, neutral y desarmado.
El sitio luce como un desolado terreno usado para acampar, aparte del autobús calcinado en medio de un campo cercano y de los edificios de hormigón derrumbados que usan para los ejercicios de simulación.
La ubicación exacta de su centro de entrenamiento no está revelada, y la mayoría de ellos piden ser identificados sólo por sus nombres, porque los Cascos Blancos han recibido amenazas de muerte. También saben que hay células dormidas del grupo militarista Estado Islámico (EI) en la zona, y ha habido tiroteos y bombardeos cerca de allí.
Es la tercera semana del entrenamiento, y pronto los hombres volverán a casa. El estado de ánimo es melancólico: un reciente bombardeo en Idlib mató a más de 50 personas, pero hay un sentido de profunda vinculación aquí. Algunos de estos hombres se conocen desde la infancia, y están unidos por este trabajo vital y arriesgado que han emprendido.
Su primer ejercicio supone provocar un inmenso incendio de petróleo cerca de las ruinas del autobús para extinguirlo después. Mientras, se ponen el equipo de protección, que incluye máscaras antigás, y desenrollan las mangueras, hacen algunas bromas y hablan de sus vidas antes de la guerra civil y de las personas a quienes conocen en común. Uno de sus entrenadores tiene la frase “Peor es nada” garabateada en la parte de atrás de su chaqueta. Khaled, un padre de cuatro hijos, originario de Idlib, explica: “Tenemos un extraño humor negro. Hemos visto tanto. Es una forma de liberar la tensión”.
“Cuéntale sobre el mercado de ovejas en Aleppo”, dice un hombre. Samer Hussain, de 30 años, responde: “Una bomba cayó en el mercado cuando estaba más lleno de gente; las personas habían salido a comprar comida. La carne de animal quedó mezclada con la de los humanos. Encontramos brazos, piernas, cabezas. Perdimos a unas 25 personas ese día. Algunas de ellas no pudieron ser identificadas debido a las bombas. No era posible describirlas como humanas”.
Algunos otros hombres trabajan alimentando el fuego. Luego hacen una pausa, se quitan los cascos y máscaras y sacan paquetes de cigarrillos. Viven de café y cigarrillos, dicen.
“No nos preocupa morir por fumar”, apunta uno de ellos. “Probablemente, nuestro trabajo sea el más peligroso del mundo”. Con la guerra en Siria en su quinto año, la esperanza promedio de vida se ha reducido dos décadas. Más de 250 000 personas han muerto y más de un millón han sido lesionadas, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Millones más han sido obligados a salir de sus casas, incluyendo más de cuatro millones que han huido del país como refugiados.
Hay más de 2800 Cascos Blancos, incluyendo 80 mujeres, todos voluntarios, que trabajan de tiempo completo y reciben un sueldo de 150 dólares mensuales. Hasta ahora, de acuerdo con Raed al-Saleh, de 33 años, el fundador de los Cascos Blancos, han salvado más de 40 000 vidas.
Aunque operan principalmente en áreas de Siria controladas por los rebeldes, los Cascos Blancos no discriminan entre las víctimas de un bando y otro. “Salvar una vida es salvar a la humanidad” es su lema, y han sacado de los escombros a miembros de Hezbolá o a iraníes que luchan a favor del presidente Bashar al-Assad, así como a combatientes de oposición del Ejército Sirio Libre. Pero más a menudo salvan a civiles. Para quienes viven en áreas frecuentemente atacadas, la Defensa Civil siria, o Difaa Midani en árabe, es un símbolo de esperanza en un conflicto extremadamente sombrío.
Esta es una guerra que ha atraído una cantidad limitada de ayuda humanitaria internacional debido a los riesgos de trabajar en Siria, por lo que la población civil ha sufrido terriblemente. Casi todas las estructuras de la sociedad se han debilitado, desde la educación hasta la atención sanitaria. Las escuelas no han funcionado por años, y si padeces una enfermedad crónica, como el cáncer o la diabetes, es muy probable que mueras sin recibir tratamiento.
Los Cascos Blancos se formaron en 2013 como una operación popular financiada por los gobiernos británico, danés y japonés para reclutar a los primeros solicitantes. Tiene un presupuesto de 30 millones de dólares al año, gran parte del cual se gasta en equipo, como excavadoras pesadas que se usan para sacar los cuerpos debajo del concreto que ha caído sobre ellos, y para pagar los estipendios.
LOS MÁS VALIENTES DE SIRIA: Los miembros de los Cascos Blancos decidieron hacer su parte en la guerra civil salvando a otras personas.
Después de trabajar inicialmente con consejeros extranjeros, actualmente es una operación completamente siria, con alrededor de 20 o 30 nuevos reclutas presentándose todos los meses. “El simple hecho de que esto exista en las comunidades le da a la gente un mayor sentido de seguridad”, señala James le Mesurier, un exsoldado británico de Mayday, una organización no gubernamental que, el padre de Idlib. Lo compara más con una “vocación” que con un trajunto con experimentados trabajadores de salvamento turcos, ayudó a preparar y entrenar el primer cuadro de Cascos Blancos.
Hasta ahora, 110 Cascos Blancos han muerto realizando su trabajo, y una cantidad cuatro veces mayor de ellos han sido gravemente heridos. La edad promedio es de 26 años, aunque un hombre de edad avanzada se unió el día después de que enterró a su hijo, que era un Casco Blanco. El más joven tiene 17 años. Trabajan a todas las horas del día y de la noche, y sus centros, aunque se encuentran en ubicaciones secretas, suelen ser frecuentes blancos de ataques, al igual que sus vehículos, incluyendo sus ambulancias. Dicen que esto ha ocurrido con una frecuencia más alarmante desde que empezaron los ataques aéreos rusos a favor de Assad, el 30 de septiembre.
“Es lo menos que podemos hacer por nuestro país”, afirma Khaled, bajo. Después de entrenar y prometer cumplir con el código de conducta: no usar armas de fuego, neutralidad estricta y no sectarismo, se les proporciona un uniforme y un casco blanco y son enviados a su primera misión. El entrenamiento pocas veces los prepara completamente para la vida real, dice Abdul Khafi de Idlib. La parte más difícil del trabajo no es la física, sino el impacto psicológico de ver a tantos muertos y heridos.
“Matar es fácil. Salvar vidas es mucho más difícil”, dice. “A veces la presión supera nuestra resistencia”.
Una vez que se unen, pocas veces renuncian. Un Casco Blanco se fue para refugiarse en Alemania. “Necesitamos esto”, señala Jawad, de 35 años, originario de Idlib, un padre casado, con dos hijos, que alguna vez trabajó en un cuerpo de bomberos. “Tenemos que salvar a tantas personas como podamos, especialmente ahora que la guerra ha empeorado. Ello muestra algo. Representa algo”.
“Ninguna palabra puede describir suficientemente cómo es salvar una vida”, escribió Saleh, el fundador de los Cascos Blancos, en un artículo de opinión publicado en The Washington Post en marzo de 2015. “Pero para nosotros, la alegría nunca dura porque constantemente estamos bajo ataque”. Siendo un antiguo vendedor de equipo electrónico de Idlib, Saleh habló ante el Consejo de Seguridad de la ONU el verano pasado, en un intento de explicar la miseria de vivir bajo los bombardeos.
Cuando acuden a una ubicación que ha sido bombardeada, son extremadamente conscientes de que probablemente habrá más bombas (“El segundo grifo”) en unos minutos. El verano pasado tuvieron que empezar a pintar sus ambulancias con colores de camuflaje. En ese entonces, antes de que comenzaran los ataques aéreos rusos, el mayor asesino eran las bombas de barril, recipientes oxidados cargados con clavos, vidrio, metralla, explosivos y, a veces, gas de cloro (la ONU ha acusado a Assad de usar bombas de barril, aunque este lo niega).
Para un Casco Blanco de Idlib llamado Osama, de 29 años, el mayor desafío fue superar su miedo. “Uno aprende despacio”, dice.
“Pero ahora, desde que los rusos empezaron a venir, estoy más asustado que nunca. Es un tipo diferente de bombardeo”.
Los Cascos Blancos tienen sus detractores. Blogueros del régimen y troles de internet rusos los acusan de ser el Frente Nusra, la franquicia de Al-Qaeda en Siria. En los primeros días de su operación, un Casco Blanco fue fotografiado con una arma de fuego (fue despedido inmediatamente).
Sin embargo, por la noche, reunidos en el hotel en el que viven durante estas tres semanas de entrenamiento, la mayoría de los hombres rehusan hablar de religión o de política. “Si tomas la decisión de arriesgar tu vida, de salvar a otras personas, ello va en contra de la radicalización”, dice le Mesurier. “Ellos han surgido como representantes de los sirios buenos y comunes”.
Por la tarde hay más cigarrillos, junto con risas, cantos e, incluso, algunos se preparan para una boda en Aleppo. La vida en casa, bajo bombardeos periódicos, es infernal, pero pocos de estos hombres parecen presentar señales del trastorno de estrés postraumático. “El hecho de que formen parte de una comunidad sólida les ayuda”, dice le Mesurier. “No están aislados”.
Y, sin embargo, salen cuando surge el llamado, sabiendo que hay una gran posibilidad de que resulten heridos o de que no regresen.
Khafi habla de una reciente incursión cerca de su casa en Idlib, cuando un bombardero ruso atacó primero un área civil, y luego dirigió su ataque contra el centro de los Cascos Blancos. Fue, dice, su peor día.
“Solamente tomó diez minutos para que las bombas tocaran tierra, y al final, siete miembros de un total de nueve estaban gravemente heridos”, dice. “En cuestión de minutos, nuestro centro quedó inutilizado. Así de rápido es posible acabar con las vidas humanas”.
EN PELIGRO: Siempre que acuden a un edificio en llamas, los bomberos de los Cascos Blancos son extremadamente conscientes de que puede haber una segunda ola de bombas. FOTO:
Unos días antes, Khafi y su equipo respondieron a un ataque en las afueras de Aleppo, relacionado con “más de 40 bombas de racimo”. Las personas gritaban pidiendo ayuda en todas direcciones. “A veces uno no sabe por dónde empezar”, explica mientras describe el caos, la confusión, el polvo. Una vez pasó horas construyendo un túnel de más de treinta metros entre los escombros para llegar hasta una niña de ocho años que había quedado atrapada cuando su casa se derrumbó.
“Cuando llegamos a ella, lo primero que dijo fue: ‘Saquen primero a mi hermana’”, recuerda Khafi; la niña señaló otra de las esquinas de lo que alguna vez había sido su habitación. Su hermana gemela murió antes de que los Cascos Blancos pudieran alcanzarla.
“Mi peor día hasta ahora ocurrió a finales de octubre”, afirma Osama. Dice que recibió una llamada que le dijo que un avión caza ruso había atacado una granja de aves en la que vivían varios refugiados.
Mientras se acercaba rápidamente al lugar con una excavadora para sacar los cuerpos, recibió otro llamado: “Nuestro vigilante vio más aviones rusos acercándose para un doble ataque”, dice.
Salió de su vehículo y miró con impotencia cómo los jets bombardeaban por segunda vez, mientras sus colegas seguían trabajando.
Cuando llegó, muchos de ellos estaban muy heridos. “Uno de mis colegas quedó partido por la mitad”, dice Osama. ¿Cómo abandonar a personas enterradas bajo los escombros y que gritan pidiendo ayuda?, se pregunta. “Te hace sentir totalmente indefenso”.
Él y su equipo continuaron trabajando durante horas tratando de rescatar a una madre y siete niños. “Pero al final no pudimos hacerlo”, dice. “Cuando llegamos a ellos, estaban tan gravemente quemados que yo no podía decir si eran niños o niñas”.
Hossam, que tiene 25 años y estudiaba literatura inglesa antes de la guerra, dice que se unió a los Cascos Blancos en 2013 después de salir de un centro de detención del régimen, donde estuvo preso durante un mes. Dice que se incorporó al grupo porque era la única manera no violenta de ayudar a su país. “Cuando recuerdo los últimos tres años de mi vida me siento orgulloso”. Pero sus recuerdos también son horripilantes: sacar de entre una pila de escombros la cabeza de lo que él creía que era una muñeca, para descubrir que pertenecía a una niña pequeña, y encontrar a una madre que había perdido a todos sus hijos, empapada en llanto y preguntando, “¿Dónde están mis ángeles?”.
Después de varios días sacando cadáveres mutilados cubiertos de polvo y sangre, Hossam no está seguro de cómo sigue adelante, pero dice que es importante hacerlo. “Sabemos que estamos salvando”, apunta. “Las bombas destruyen, pero nosotros construimos. El régimen mata. Nosotros salvamos”.
Hossam no sabe qué hará cuando la guerra termine. “No estoy seguro de poder regresar a la vida que teníamos antes”, afirma.
“Pero hay una cosa: hemos construido algo de la nada”.