UNA MAÑANA DE JUNIO DE 2010, Fernando Reyes Medina —un ingeniero en tecnologías computacionales de veintitrés años— se sintió sobrecogido por la imagen que presenciaba mientras se dirigía al primer día de labores en una consultoría en desarrollo de software ubicada en Polanco, en la parte central de la Ciudad de México.
“El metro iba lleno de personas en traje y portafolios, todos apretados y en silencio”, cuenta mientras bebe un té frío en la mesa exterior de un Starbucks. “Me deprimió ver la realidad de su día a día y supe en ese instante lo que no quería ser”. Fernando llegó a la entrevista horas después de graduarse junto a otro centenar de estudiantes del Tecnológico de Monterrey, campus DF.
De entre todos ellos, sin embargo, es el único en haber desarrollado sistemas para X Box, el ala donde Microsoft echa a volar los videojuegos que dominan la parte del entretenimiento mundial.
En los veranos de 2013 y 2014 fue reclutado por cazatalentos de la firma para trabajar con ellos en interinatos de tres meses, en su sede de Redmond, en la zona conurbada de Seattle, Washington.
En su segundo periodo, Fernando desarrolló el control de voz para el menú de la nueva consola del X Box que hoy está en el mercado. Y en sus horas libres, de vuelta en casa, creó un tablero especial para la misma consola, cuya patente intelectual conserva, pero no la comercial, que cedió a Microsoft.
“Cuando haces algo así tienes dos opciones: te quedas con los derechos comerciales o los cedes. Y tomé esa decisión porque yo quiero verlo en el mercado, y porque en este punto de mi carrera me sirve más decir que yo hice eso que el dinero que me puedan dar”, dice con desenfado.
Aquel par de interinatos lo colocaron muy lejos de la inquietante imagen de oficinistas viajando en el metro.
Aquel par de interinatos lo colocaron muy lejos de la inquietante imagen de oficinistas viajando en el metro.
En seis meses ganó lo que hubiera logrado en veinte años con el salario que le daba la empresa de Polanco. En Redmond, además, Microsoft le brindó casa, auto y un centro de operaciones diarias que puede ser el paraíso para cualquier desarrollador de programas. “Era como entrar en Disneylandia”, lo describe.
El talento demostrado terminó con una oferta formal para incorporarse de tiempo completo a X Box, a partir de agosto de 2016. Algo impensable para un muchacho que debió vencer su aversión por las matemáticas y que se siente más artista que ingeniero. Una mezcla de cineasta, literato y dibujante que maniobra entre algoritmos desde sus años adolescentes.
La forma en la que se adentró en el mundo de las programaciones es un lugar común.
“Todo comenzó con los videojuegos”, dice Fernando, espigado, moreno, de Converse, jeans, chaqueta y gorra de béisbol negros. “Recuerdo la primera vez que conecté mi X Box a internet y jugué al Ninja con gente de Japón y de Estados Unidos. Quedé maravillado de cómo podía jugar desde mi cuarto con personas de todo el mundo”.
Eso ocurrió cuando contaba doce años. Su hermana, que hoy es gerente de empresa, estaba en los diecinueve, y el hermano mayor, que es bailarín profesional, tenía veinticuatro. A ninguno de los dos les pegó la misma fiebre por los juegos en pantalla.
Para entonces, Fernando llevaba la mitad de su vida metido en plataformas de juegos, desde los primeros que encontró en la página de Cartoon Network, hasta los que conectó por internet con su X Box.
“Tenía como seis años cuando me interesó conocer la manera en la que se configuraban los juegos. Pensaba en lo que tenía que aprender para saber cómo funcionaban. Pensaba dónde podía estudiar, cuál escuela debía escoger. Y comencé a investigar y supe que era algo muy difícil, algo que involucraba matemáticas y ciencias”.
Fernando resume los años que han corrido desde entonces como si todo hubiera seguido un orden perfecto, predestinado. Dice, por ejemplo, que entendió que su educación secundaria era deficiente y que, si aspiraba a pertenecer al mundo de los programadores, necesitaba prepararse mejor. Buscó entonces una beca para ingresar en la preparatoria del Tecnológico de Monterrey, un plantel demasiado caro para los estándares de cualquier familia de clase media del país.
FOTO: ANTONIO CRUZ/NW NOTICIAS
Se obligó a comprender el cálculo numérico y fue impecable en sus calificaciones, siempre por encima del 8.5 que se exige a los becarios. La madre de Fernando es agente de seguros y el padre, gerente en una oficina de boletos de avión. Pese a ello, a mitad de sus estudios en preparatoria decidió que debía contribuir con los gastos generados por la escuela. Brotó entonces su lado artístico.
“Yo también trabajé como bailarín mucho tiempo —dice—. Baile de salón, hip hop y cosas así. Di clases. Pero también trabajaba de bailarín con mi hermano o en otros lados. Me fui haciendo de amigos yendo de aquí para allá, y seguí haciéndolo cuando entré en la carrera”.
Así lo encontró la primavera de 2010, cuando su hermana le dijo que uno de sus amigos quería aprender a bailar salsa y, en-tonces, los puso en contacto. A la vuelta de las semanas Fernando le preguntó a qué se dedicaba. Él le respondió que era dueño de la consultoría en desarrollo de software.
Poco antes, Fernando había tenido su primer encuentro con reclutadores de Microsoft que acudieron al campus tecnológico, como hacían cada año, en busca de talentos. Las jornadas de reclutamiento suelen realizarse entre alumnos de segundo y tercer año, así que únicamente se acercó para escucharlos y conversar un poco.
Uno de los reclutadores le aconsejó foguearse en la práctica. Por eso, al momento en el que su alumno de baile le ofreció trabajo, no dudó ningún instante en cambiar roles. Durante tres meses, que comprendieron sus primeras vacaciones en la carrera, viajó de lunes a viernes desde las inmediaciones del metro Pantitlán, en el extremo oriente, hasta Polanco.
Su experiencia laboral no lo llevó a procesos de programación, sino a desarrollar bancos de datos. Una tarea monótona por la que recibía un salario de tres mil pesos mensuales. Aprendió disciplina, pero, sobre todo, el hambre de conocimiento para no caer en la rutina laboral de seis a cinco que hasta hoy le provoca escozor de sólo recordarlo.
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La noche del pasado viernes 13 de noviembre, Fernando recibió varios mensajes inquietantes de sus amigos. Querían saber si se hallaban bien, él y su madre. Ambos se encontraban en París, en las inmediaciones de uno de los puntos atacados por terroristas.
Hasta hace dos años en que voló a Seattle para entrevistarse con personal de Microsoft, él era un joven con un solo viaje internacional, vivido en su infancia. Desde entonces, pasearse por el mundo se le ha vuelto afición. Viajar, dice, ilustra más que la escuela a la hora de ponerse creativo.
Los amigos mexicanos que conoció en los interinatos de Microsoft tienen la misma fascinación por los viajes. Forman parte de una generación cuya capacidad académica, pero sobre todo de creación propositiva, les genera ofertas para laborar ahí y en otros conglomerados tecnológicos, como Google y Facebook. Y eso significa salarios muchas veces por encima del que tienen sus padres.
“En la carrera perdí mi beca al tercero o cuarto semestre. Incluso hasta reprobé algunas materias”, cuenta Fernando para referirse un poco al perfil que buscan los reclutadores, más allá de la eficacia académica. “Ya no fui el mejor alumno, pero ahí comprendí que eres una persona completa, no sólo tus habilidades académicas o técnicas, sino que eres tu personalidad, tu pasión, tu deseo de hacer algo, tus planes, y no solamente los caballos de fuerza que tengas en el cerebro”.
Después de aquella primera aproximación con los reclutadores, cuando aún no calificaba para entrar en la convocatoria, Fernando se propuso capacitarse fuera de las aulas del tecnológico con la idea de ofrecer algo más que un buen promedio de calificaciones al año siguiente.
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Los enviados de Microsoft se presentaron ante un centenar de estudiantes de ingeniería que respondieron a la convocatoria. Iban por desarrolladores de programas, pero Fernando esperó al final para alzar la mano y preguntar si no les interesaba un desarrollador de juegos.
Le dijeron que no. A esos los buscan en universidades específicas, diseminadas por Estados Unidos y Canadá, pero en ninguna de Latinoamérica. Sin embargo, algo vieron en él para pedirle que esperara al final de la sesión.
Lo hizo, y no sólo lo instruyeron sobre la forma en que debería buscar el reclutamiento a través de internet, sino que le diseñaron el rol de materias en las que debería enfocarse a partir de ese momento si en realidad le interesaba formarse como cuadro ideal para su ala X Box.
Dos semanas después, en noviembre de 2012, recibió una llamada. Le preguntaron si estaba en condiciones de volar hasta Seattle para someterse a una tanda de entrevistas para un interinato.
Les dijo que sí, aunque no disponía del dinero para emprender el viaje. No sabía que la empresa se hacía cargo de todo y tampoco se creó grandes expectativas.
En el peor de los casos, pensó, aquello serían unas vacaciones pagadas.
El viaje fue una aventura de principio a fin. Desempolvó la visa que utilizó por primera y última vez en su infancia y en los días siguientes abordó sin problemas el vuelo de American Airlines que lo llevaría a Seattle, con una escala breve en Los Ángeles, California.
Entonces ocurrió lo impensable. “Al llegar a migración me dijeron que mi visa tenía reporte de robo”, dice exaltándose por primera vez. “Me detuvieron y yo tenía el vuelo de conexión en dos horas. Me preocupé mucho porque, si lo perdía, todo terminaría”. Esperó una hora sentado frente a las oficinas migratorias, sin nadie que lo atendiera. Así que preguntó por el encargado de la oficina. Le explicó lo que pasaba y pidió que cotejaran sus datos y huellas dactilares. Debió ser convincente porque el agente le extendió un permiso especial por tres días, si bien tuvo que retenerle la visa.
En Seattle lo esperaba uno de los anfitriones. Lo condujo al hotel y, posteriormente, a una cena, preparada para el medio centenar de estudiantes reclutados por Microsoft en varias universidades del mundo. A la mañana siguiente todos ellos serían evaluados con tres entrevistas consecutivas en las que medirían sus capacidades técnicas y creativas.
Se lee como una jornada ardua, que en realidad no lo es. Al menos para ellos.
“Normalmente son tres entrevistas de una hora, y entre cada entrevista hay una sala donde hay comida y un X Box para que es-tés jugando”, resume Fernando. “Las entrevistas son normalmente un problema. Te dicen: ‘Bien, tienes este problema, estos números que debes ordenar, pero te falta tal número. Resuélvelo’.
“Por ejemplo, a mí me pusieron a resolver el siguiente dilema: ‘Estás en un sistema como de Ticketmaster y dos personas te compran el mismo asiento. ¿A quién se lo das y por qué?’ Entonces razonas: ¿es un problema de ética o de qué? No hay una respuesta definitiva. Comprendí que en realidad sólo es para saber lo que estás pensando o cómo es tu proceso de solución para un problema”.
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La entrevista más desconcertante fue la tercera. Y aún hoy sigue intrigándolo, pues nadie a quien haya conocido vivió algo similar. “El entrevistador me preguntó cuál era mi juego favorito y por qué. Y nos pasamos la hora entera hablando sobre juegos, de qué nos gustaba y qué no nos gustaba”. No hubo mayor inquisición y, sin embargo, esa fue la parte fundamental por la que, dos días más tarde, al tocar suelo mexicano, recibió la llamada en la que le notificaron que había sido aceptado para el primero de sus interinatos.
“Desde el primero de los días quedé impresionado con todo lo que vi: el edificio flanqueado con esculturas de los héroes de algunos videojuegos, maquinitas de Pac-Man en los pasillos, la gente en chanclas y vestida como les da la gana. Un centro para que platiques con los otros, un ambiente muy bueno, lleno de colores brillantes, diseñado para que no te preocupes por nada, más que por desplegar tu potencial”, resume.
Muy distinto a los cuerpos con traje apretujados en el metro.
